26 de abril de 2024

Críticas: César debe morir

El V Festival de Cine Italiano de Madrid arrancó con la última película de los hermanos Taviani, ganadora del Oso de Oro en Berlín. Los Cines Verdi acogieron, el mismo viernes de su estreno en las salas comerciales, la presentación de César debe morir, que contó con la asistencia de Paolo, el menor del veteranísimo tándem. Este pase sirvió como inauguración de una muestra de la cinematografía del país transalpino que se prolongará hasta el próximo jueves 29 y que cuenta con tres secciones de largometrajes, documentales y cortos; además de diversas actividades paralelas. Y aquí, aparte de la reseña que podéis leer a continuación, cubriremos parte del mismo.

La primera sesión, con el título sin duda más esperado del programa, ha puesto el listón alto. Sorprende teniendo en cuenta que la carrera de Paolo y Vittorio Taviani parecía navegar un poco a la deriva en los últimos años, incluso podría afirmarse que décadas. Los autores de las ya muy lejanas Padre Padrone o La noche de San Lorenzo vagaban entre producciones para televisión y obras fallidas que no fueron mucho más allá de la semiclandestinidad y una mediocre acogida crítica. Así afrontaban César debe morir, un proyecto alejado del revisionismo histórico que ha predominado en su carrera, pero mucho más rico de lo que a primera vista aparenta y que da pie a varias lecturas.

El inicio de la película nos planta en un teatro de Roma, durante lo que parece una representación más del universal Julio César de Shakespeare. Cuando la función termina y el público ovaciona a los actores, descubrimos que se trata de la cárcel de alta seguridad Rebibbia de Roma, y nos preparamos para desentrañar los prolegómenos de la obra. Pero el color desaparece de la pantalla y, conforme los minutos avanzan, empezamos a comprender que César debe morir no es un documental al uso, es más, ni siquiera es un documental pese a su radical verismo. Sin prescindir de una cierta comicidad que mana de los presos y la exhibición de sus facultades dramáticas, enseguida se nos muestran los tremendos antecedentes penales que han llevado allí a los involucrados en la representación: tráfico de drogas, pertenencia al crimen organizado napolitano o incluso homicidio. Es entonces cuando los ensayos comienzan y consiguen que perdamos de vista esas historias –si bien el ambiente sigue siendo desolador– para centrarnos fundamentalmente en la representación de la narración, ya de sobra conocida, de la obra de Shakespeare en el peculiar y adecuadísimo escenario de la prisión. Este original y sorprendente giro consigue que el espectador perciba a través de la escenificación, por un lado, la vigencia de la historia de Julio César; y por otro, la dureza de la vida en la cárcel y la presencia del arte como elemento redentor, sin necesidad de hacer explícito hasta la última escena nada que el espectador ya suponga respecto a este último punto.

Cierta irregularidad, que proviene de la reiteración de la idea y sobre todo del hecho de conocer el devenir de la historia de César y Bruto, no exime a César debe morir de ser una propuesta más que estimulante, eficaz y ante todo sorprendente al abordar una realidad desde un punto de vista inusitado y que ofrece la posibilidad de ser explorado a distintos niveles. La representación de Shakespeare se funde a la perfección con las paredes, celdas, patios y pasillos de la prisión y obra el milagro de que, a pesar de la tensión palpable, el espectador también llegue a olvidarse de la dureza de la realidad que aquí se retrata gracias al teatro. Algo que casa con la reveladora confesión de uno de los protagonistas que pone el broche: “Desde que he conocido el arte, mi celda se ha convertido en una cárcel”.

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