12 de diciembre de 2024

Críticas: Holy Motors

Leos Carax habla sobre el cine y nosotros sobre su maravillosa película.

“El mundo es un escenario y todos los hombres y las mujeres, simples actores que tienen sus entradas y salidas. En su tiempo, un hombre hace muchos papeles, cuyos actos son las siete edades”. As you Like – W. Shakespeare -.

Han pasado trece años desde que Leos Carax presentara su última película, Pola X (1999), que no hizo otra cosa que poner un punto y aparte en su carrera como cineasta y abrir más la brecha entre él y la producción francesa.

Dispuesto a resucitar una y otra vez, ha regresado entrando por la puerta grande después de haber paseado Holy Motors por medio mundo, después de que volviera a brillar su estrella en Cannes, después de haber logrado cuatro premios en el Festival de Sitges (dos de ellos a la Mejor Película y a la Mejor Dirección) y después de confirmar que posee algo de lo que pocos directores pueden presumir: voz propia y coraje para llevar a cabo su imaginario hasta las últimas consecuencias. Con películas tan maravillosas como Chico conoce a chica (1984), Mauvais sang (1986) o Les amants du Pont-Neuf (1991) en las que se muestra sensible, plástico, rítmico, imaginativo, personal, lírico e idealista, Carax resulta complicado para la industria francesa. Incluso hasta para él mismo. Noviembre es el mes de Holy Motors en España. Y Holy Motors es una de las películas del año.

Las reflexiones que pueden extraerse del universo creado en Holy Motors son tan múltiples, tan extensas y en ocasiones tan densas que resultaría fácil perderse. El primer visionado de la película les entrará directamente por lo emocional. Un flechazo fílmico directo al corazón. ¿Qué tiene este film para que provoque un amor infinito al cine? ¿Serán las once viñetas que se suceden en la película? ¿Será Denis Lavant? ¿Será su cinefilia? ¿Será la música de Neil Hannon, la voz de Kyle Minogue? ¿Será la nostalgia, la tristeza y la redención del director mediante su alter ego, Denis Lavant, en ese último tramo en Le Samaritaine en el que se les erizará la piel? Quién sabe.

Holy Motors es una fábrica que pone los sueños en movimiento. Y esos sueños en movimiento no son más que dos palabras asociadas metafóricamente al espectáculo y a lo cinemático, la ficción y el artefacto. De este modo, la película se inicia con el propio director entrando en una gran sala de cine en el que es testigo y parte de la confrontación y la fascinación de los espectadores por la imagen y que, a su vez, están confrontados a nosotros mismos quienes formamos parte de ese espectáculo en una especie de efecto espejo generado en la pantalla.

Monsieur Oscar (Denis Lavant) viaja en una limousina conducida por su chofer Céline (Edith Scob). Durante un día compartirán un viaje en el que el protagonista vivirá una vida tras otra transformándose en un personaje diferente en la ciudad de Paris, una ciudad negada que mostrará sus sombras y su decadencia frente a los ojos de Oscar que no es otra que la mirada de Carax.

La película se articula en una estructura narrativa que, en esencia, trata esos tres conceptos vinculados a lo fílmico: movimiento, intermedio sonoro y el tiempo. El cine es cine por el empeño del hombre en captar la vida y así capturar el recuerdo.

Las cronofotografías de Marays, con las que se inicia y que de vez en cuando regresan a lo largo del metraje, no hace más que confirmar que el movimiento y la vida es la génesis del cine. En el episodio en el que Lavant se viste con un mono con sensores de movimiento y entra en el plató, Carax se despoja de todo relato convencional para sostenerse en lo esencial del cine, el movimiento, logrando sintetizar al hombre con la máquina en una de las imágenes más bellas, por su sencillez y austeridad, y con toda la lírica de ver el cuerpo contorsionado, fundiéndose con otro o corriendo sobre una cinta teniendo como fondo un croma de líneas paralelas en movimiento que recuerdan a los clásicos zootropos, jugando con la persistencia retiniana. Genial.

Hacia la mitad de la película, se desarrolla un intermedio musical compuesto por una banda de músicos y, a continuación empieza la segunda parte en la que, en tiempo real, asistiremos al encuentro azaroso de Monsieur Oscar con Eva Grace (Kylie Minogue), en un número musical cargado de emoción.

Todo esto sirve de eje para que Carax, por un lado, articule su particular carta de amor al cine trabajando con algunas de las constantes cinematográficas inequívocamente francesas: el formato 1:66, reelaborando su influencia por la Nouvelle Vague, el nacimiento del cine o Edith Scob y su careta recuperada de Los ojos sin rostro (Georges Franju, 1960), el revoltijo de géneros, la fragmentación, el surrealismo, la fotografía (aunque simple en su planteamiento discursivo, Carax demuestra hasta qué punto la fotografía ha acabado frivolizada formando parte del espectáculo en ese episodio con Eva Mendes en un cementerio evocando a la Bella y la Bestia).

Y al otro lado, lo humano representado por el trabajo del actor con  el inconmensurable Denis Lavant en el papel de Monsieur Oscar, nombre que suma otro detalle más a su homenaje al cine. Posiblemente, la que sea una de las interpretaciones más contundentes y brillantes del cine europeo reciente. Su trabajo es sencillamente apabullante, lleno de registros, de matices, jamás se revela a la persona, siempre está el personaje en forma y fondo, Lavant nunca es Lavant a excepción de esos momentos de asueto en el interior de la limousina, en una reflexión existencialista sobre quiénes somos nosotros a lo largo de nuestra vida. Un excelente trabajo de interpretación, de lo que significa ser actor, trabajar como actor, de los sentimientos, del uso del cuerpo y de perderse en la introspección de uno mismo, acabar agotado de uno mismo y morir todos los días para volver a nacer al siguiente. En definitiva, Lavant pone al servicio de Carax su enorme talento para que el director lo modele a su gusto convirtiéndose, ambos, en uno solo.

Hay tantas otras cosas, tantos otros detalles, tanto amor al cine y a la vida que es imposible ir desgranándolo  porque, más allá de todo, Holy Motors es una experiencia que debe ser percibida. Tendrán que ir a verla, no se la pierdan.

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