Después de su exitoso paso por la última edición del Festival de Sitges, se estrena comercialmente la última película de Óscar Aibar. Un interesante coqueteo con el fantástico en el doloroso marco de la Guerra Civil.
Hace tan solo dos años una película como Pà Negre (Agustí Villaronga, 2010), triunfadora de todos los premios habidos y por haber del territorio peninsular, trazaba valientemente un pesimista discurso sobre los dos bandos de la guerra civil, dinamitando el maniqueísmo de un subgénero que solo ha hecho que recoger las miserias, el olvido y el dolor de tantos años de decadente dictadura franquista. La posguerra vista a través de los inocentes ojos de un niño en un relato que hablaba de la violenta pérdida de la inocencia en la que la heroica figura de un padre del bando perdedor a ojos de su hijo se derrumbaba ante el oscuro secreto que esa familia guardaba con recelo. Ante una barbarie que no conoce fronteras, solo cabía un final cargado de un pesimismo desolador que dejaba al espectador sin ningún lugar en el que agarrarse.
Con guión del escritor Albert Sánchez Piñol, Óscar Aibar, autor de obras como Atolladero (1997), Platillos Volantes (2003) o El Gran Vázquez (2010), intenta apuntar hacia la misma dirección en su última obra, El Bosc. Pero, a diferencia del film de Villaronga, lo hace desde una mayor falta de pretensiones, cierto humor, mucha ingenuidad y bajo el amparo de una interesante mezcla genérica. El fantástico es la excusa perfecta para tejer un discurso que habla sobre el sinsentido de una guerra fratricida, la necesidad de comprensión y la condena a la autodestrucción propia de nuestra sociedad, en la que quizás no son tantas las diferencias que nos separan los unos de los otros. Sin ir más lejos las tensiones que enfrentan a El Coixo (Pere Ponce) con Ramón (Àlex Brendemühl), el núcleo dramático del film, están lejos de ser ideológicas, a pesar de que el estallido de la guerra otorgue una falsa pátina legitimadora en tanto y cuanto El Coixo, un convencido anarquista que se alza con el poder en un pequeño pueblo aragonés de la Sierra del Matarraña al comienzo de la Guerra Civil; se construya una cruel justificación para ir a por Ramón, muy libremente acusado de fascista por ser propietario de una masía y los terrenos que la envuelven. No tanto porque este lo sea, sino por estar casado con el amor de juventud de El Coixo, Dora (Maria Molins), su eterno amor no correspondido. El acoso y caza a Ramón y su familia responden entonces a sentimientos más ancestrales y primitivos tan propios de la naturaleza humana. Es también el atosigamiento lo que induce a Ramón y a la película a jugar las cartas del fantástico, atravesando esas (alegóricas) luces que cada dos años surgen en un bosquecito justo en medio de sus terrenos y de las cuales, según dice la leyenda, nadie pudo regresar. Es entonces cuando toma el rol la sufridora Dora, notablemente interpretada por Maria Molins, descubriéndose como la verdadera protagonista del film. Sola y acosada por las milicias anarquistas que asaltan muy de vez en cuando la masía para obtener víveres, Dora debe echarse sobre sus hombros todo el peso del cuidado de su hija, el trabajo en los terrenos y el estoico enfrentamiento a los hombres de El Coixo. Solo el íntegro anciano del pueblo, Lo Fusteret (Josep Maria Domènech), y la esporádica irrupción de un capitán de las brigadas internacionales (Tom Sizemore) servirán de ayuda ante el acoso de los anarquistas. Así, la mujer arrinconada, frágil y anulada por las convenciones sociales de una sociedad analfabetizada y machista que habíamos visto al principio de la película, pasa a convertirse en madre luchadora y sufridora ante la ausencia de un marido perseguido.
La visión desencantada de una revolución anarquista hecha añicos por la barbarie de sus integrantes y la falta de moral de estos, con la excepción de El Coixo, sin embargo, resultaría mucho más interesante si Aibar no cayera de pleno en la caricaturización de éstos. Porque a pesar del intento de los autores por focalizar en la guerra y en lo que de ello se deriva la maldad del relato y mostrarnos que el bando republicano tampoco estuvo exento de salvajismo, las formas con las que lo exponen en pantalla están lejos de un distanciamiento que permita al espectador una reflexión profunda, cayendo así en un maniqueísmo, una simpleza y unas formas manipulativas que nos acaban resultando muy familiares. Aunque centradas, eso si, en un bando al que pocas veces hemos visto retratado de esta manera en las películas facturadas sobre la Guerra Civil y la posguerra española. Algo que, por otra parte, era entendible cuando durante todos esos años, la barbarie de las tropas franquistas y la humillación al bando perdedor, habían silenciado los crímenes de su aparato represivo, dejando al descubierto solamente los oscuros episodios del bando perdedor. Es algo que ya había introducido de manera muy interesante la citada Pà Negre, por mucho que la propuesta se estrellase en una puesta en escena que bebía directamente del telefilm. El Bosc es mucho menos sutil en este aspecto y, a pesar de que el personaje de El Coixo, por sus claroscuros, deviene en uno de los más interesantes de la función, resulta un tanto incomprensible y facilón el barbarismo con el que se traza algunos de los secundarios que lo acompañan. Como tampoco resultan demasiado comprensibles algunas de las decisiones de Dora entorno a la relación con Ramón a lo largo de la película (a tenor del debate interior que se percibe cuando vemos las miradas cruzadas entre ella y El Coixo o durante el segmento con el brigadista), a pesar de la visible (y abrupta) evolución de este cada vez que vuelve de unas luces que pronto percibimos conducen a un mundo utópico de puentes (marchando una de sal gorda), paz y amor mutuo, siendo nuestro mundo su reverso tenebroso.
A los excesivos subrayados de discurso, a la forma de plasmarlo, a la citada caricaturización de los milicianos anarquistas, a los arquetipos presentes en personajes como el brigadista internacional o a ese epílogo que navega peligrosamente entre el ridículo sonrojante y el humor autoconsciente, traicionando en parte la imaginación del espectador alimentada por el misterio oculto tras ese bosquecito y que pone en entredicho la coherencia de esa simbología, ese otro lado del espejo, planteada hasta ese momento en torno a esas luces; responde el tono naif que recorre toda la columna vertebral del film. La misma ingenuidad que hace que los personajes integren con naturalidad el fantástico en una vida cotidiana dominada por un imaginario colectivo armado a través de las leyendas, la historia oral, las supersticiones y la ciega fe católica combinada con un acusado analfabetismo. Basta con ver ese inocente espíritu infantil que parece apoderarse de Ramón cada vez que explica a su sorprendida esposa las maravillas de aquel otro mundo. Por eso quizás tampoco resulta causal que la película abra con Ramón de niño, absorto en su mundo de soldaditos de plomo, y cierre con la primera palabra que escuchamos a lo largo de la película de la hija del matrimonio, ya en plena posguerra. Y que esa palabra sea un sentido saludo lleno de la inocencia y la pureza que otorga la niñez, estableciendo un acercamiento sin rencores ni miedos hacia el otro, es la declaración de principios definitiva sobre la que se construye una película que acaba revelando su verdadera naturaleza en forma de la inocente fábula que en realidad es.