28 de marzo de 2024

Especial Críticas: The Master (II)

CAH The master

Segunda parte de nuestro especial críticas dedicado a Paul Thomas Anderson y The Master.

Pozos de ambición (There Will Be Blood, P.T. Anderson, 2007), la anterior película de Paul Thomas Anderson, parecía abrir un nuevo camino en la etapa del director californiano. No sólo por su preciso distanciamiento en lo mostrado, sino por el perfeccionamiento de un aparato formal profundamente reflexionado que integraba casi de manera natural todos los referentes y las constantes que han vertebrado su obra en vistas de un discurso propio. Si en la corta (en lo cuantitativo, nunca en lo cualitativo) filmografía de este (todavía) joven autor, cada película constituye un nuevo punto de inflexión en su exploración de las relaciones humanas y su ensayo sobre el Hombre, su nueva propuesta, The Master, supone la certificación de una madurez plena en la que podemos afirmar con rotundidad que el ciclo vital cinematográfico del director de Magnolia (Ídem, P.T. Anderson, 1999) ha llegado al punto de hallar un camino propio, ha digerido sus referentes y los ha reciclado hacia la elaboración de un universo claramente identificable y, ahora sí, plenamente consolidado.

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Integrando el discurso posmodernista del cine de P.T. Anderson, en The Master resuenan los ecos de Scorsese, de Kubrick, del clasicismo del cine de los cincuenta e incluso Dreyer en la idea de primar el rostro y el interior del personaje sobre el espacio en base a la neutralidad de los fondos y el primer plano, erigiéndose así en el principal recurso narrativo sobre el cual se construye toda la película. Una prolongación del psicologismo de un film que, en su idea penetrar en la psique de unos personajes torturados y confusos, raras avis en un mundo que no les comprende y en el que parecen estar fuera de lugar; pone sobre la mesa el abrumador conocimiento del lenguaje audiovisual del que hace gala su autor. Pero esa neutralidad es también utilizada como mecanismo definitorio de sus personajes. Sirva de ejemplo el caso aplicado al principal rol protagónico del film, Freddie Quell (Joaquin Phoenix), cuya neutralidad en los fondos en los que en más de una ocasión aparece encuadrado, así como los elementos que remiten a esta cuestión, ya sea la tela neutra de su primer trabajo después de la guerra como fotógrafo en el centro comercial, el campo yermo mientras huye de su trabajo de jornalero o el desierto sobre el que circula con una moto a toda velocidad; configuran un espacio en blanco, una búsqueda continua, un viaje errático que esa constante tan identificativa del cine de su autor como es el azar lo llevará junto al siguiente pilar de la película, el Maestro, Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman). Uno, Freddie, abandonado a sus pulsiones animales, traumatizado por los horrores de la guerra; el otro, Lancaster, un brillante y autoritario intelectual líder de una secta llamada La Causa, preso de la creciente locura de unas creencias que poco a poco, van conduciéndolo del cientifismo al misticismo, del cobijo de sus seguidores a la soledad, como tan bien certifica su reveladora última aparición. Dos personajes tan antitéticos en apariencia pero tan cercanos en el fondo, en una relación que bascula entre el amor padre e hijo y el frío y desapegado trato, casi cruel, que supone para Freddie convertirse en sujeto de los experimentos de la secta. Pero esa anteriormente citada neutralidad referida a los fondos, al espacio, en el que Freddie aparece encuadrado, también podría responder, en última instancia, a un estado de ánimo. El mismo que aparece integrado en cada fotograma de un film anclado a la interioridad de unos personajes desde donde vemos el mundo. De ahí que nos encontremos ante una planificación audiovisual que gira siempre en torno a ese ya citado psicologismo, bien sea deformando la realidad mediante el uso del gran angular (el más evidente y nunca de manera casual, al poco de comenzar la película), haciendo un inteligente uso de la acompasada, extraña e hipnótica (remitiendo directamente a los propios métodos de la secta basados en la hipnosis) partitura de Jonny Greenwood; su uso de la paleta cromática o el trabajo de cámara, donde la simetría del plano, el primer plano, el plano secuencia y el uso del plano general parecen ser la manifestación fílmica de un estado mental.

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Aunque no dejen de resultar interesantes los apuntes al contexto histórico sobre el que surge la organización que retrata la película (referencia directa a la Cienciología y a su fundador L. Ron Hubbard), en un clima de posguerra y la exposición del traumatismo colectivo de una sociedad intentando cerrar sus heridas, lo cierto es que Anderson se sirve de ella como excusa para plasmar sus obsesiones y elaborar, ante todo, un minucioso estudio de personajes vistos desde el quirúrgico y aséptico distanciamiento emocional que ya experimentamos con el Daniel Plainview de There Will Be Blood. Expuestos en sus miserias, miedos y debilidades, siempre desde la sutileza y soportados por una soberbia labor actoral llena de intensidad y fisicidad, Anderson revela la trastienda de un personaje (el Maestro) engullido por sus dudas, creencias y contradicciones de quien aspira a no ser sometido ni someter, desnudándose ante quienes ponen en cuestión las teorías que han cimentado parte de su vida; mientras Freddie, el eje central del film, vive erráticamente, incontrolable, dejándose llevar por el azar y abandonándose a los fracasados experimentos de La Causa no tanto para reorientar su actitud ante la vida y la creencia en sus postulados como por la extraña y afectuosa relación que desde el primer momento se establece entre Freddie y Lancaster. Una relación que, tal como manifiesta Peggy (Amy Adams), la entregada y vigilante esposa de Dodd, amenaza con derrumbar una frágil estabilidad. La quimera, los delirios que se erigen como el bastión ideológico de Dodd y, por lo tanto, de toda esa organización, quedan revelados en la contraposición de su discurso a sus medidos estallidos de ira reprimida. Así, desde la distancia que caracteriza su mirada, P.T. Anderson elabora un exhaustivo fresco humano casi como si de un estudio antropológico se tratara.

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Sin embargo, el colosal proceso reflexivo de su obra, la complejidad de su puesta en escena, la incomodidad y la aspereza tanto de lo que expone por cómo lo expone, convierten a The Master en una apuesta nada complaciente para aquel relajado espectador tan mal acostumbrado a las salidas fáciles y los caminos conocidos. El cine de P.T. Anderson establece un diálogo directo con el espectador, lo desafía y lo pone al límite. Y lo hace desde la inteligencia y el riesgo de quien siente el cine como parte de la vida. Algo que, seguramente, seguirá siendo la apuesta en el luminoso futuro de un autor que parece lejos de tocar techo.

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