28 de marzo de 2024

Críticas: Lincoln

LINCOLN

Steven Spielberg nos presenta un Lincoln que quisiera ser el heredero de El joven Lincoln de John Ford.

Euclides enuncia de este modo la primera de sus nociones comunes: “Las cosas iguales a una misma cosa son también iguales entre sí.” Si un hombre blanco y un hombre negro son, por definición, seres humanos, han de ser forzosamente iguales entre sí –concluye el Abe Lincoln ideado por Spielberg. Sobre ese axioma se construye la película.

Daniel Day-Lewis (en su enésimo “último” proyecto) toma el personaje creado por Henry Fonda en El joven Lincoln, y lo hace suyo. En la actuación de Fonda todo es primavera; en Day-Lewis el desempeño es invernal.

La doble comparación (John Ford/Steven Spielberg; Henry Fonda/Daniel Day-Lewis) es pertinente. Los dos directores ensalzan sin medida a Abraham Lincoln. Los dos actores rizan el rizo de la interpretación, con gesto, voz y maquillaje. Ford y Spielberg representan el antes y el ahora del gran cine americano comercial. Day-Lewis y Fonda encarnan la excelencia en su trabajo. Contra este póker de estrellas, apenas hay oposición.

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Pero, donde Ford pone sensibilidad y poesía, Spielberg pone sensiblería y énfasis. Los negros, en Lincoln, siempre miran arrobados, con los ojos brillantes, en permanente estado de embriaguez efervescente; aguardan al Mesías blanco, que habrá de liberarlos. Se muestran fieros y orgullosos. Y, sin embargo, no nos parecen verdaderos. En El joven Lincoln un pelotón de linchamiento se deja conmover por la oratoria de Abraham y Ford consigue que aceptemos sin dudar tal pirueta.

Ford maneja el tempo y el detalle. Con un cambio de plano y una frase desarma al hombre que encabeza el pelotón. Spielberg juega al tiovivo y al efecto. Donde Ford pone respeto y reverencia, Spielberg pone propaganda y arrebato. Ford recrea un pueblo, con sus habitantes, cercanos y creíbles, y nos sumerge en un cinematográfico siglo XIX. Spielberg trasplanta a dicho siglo caracteres del siglo XXI, los disfraza y los hace deambular por las calles y recintos de su fastuosa superproducción. Busca indignar haciendo que los esclavistas digan frases que hoy en día nadie (salvo nazis, racistas o descerebrados varios) tomaría en serio. Edulcora y simplifica los hechos de la historia a golpe de maniqueísmo. Respeta la parte y manipula el todo. A veces tengo la impresión de que nos toma por idiotas.

La diferencia entre Steven Spielberg y John Ford se advierte ya en el planteamiento de sus cintas respectivas: Ford retrata los inicios de Lincoln en un modesto pueblo de Illinois. Spielberg aborda el voto de la decimotercera enmienda, que abolirá la esclavitud. Ford, con humildad, alcanza cotas de gran cine; Spielberg, mientras tanto, se instala en lo sublime y patriotero.

El Lincoln de Fonda nos gana por su profundidad emocional, de carne y hueso. La melancolía del personaje se sustenta en el vacío (el hueco de la valla) que ha dejado en él la pérdida de Ann. El Lincoln de Day-Lewis es puro virtuosismo. En Fonda cala el personaje. En Day-Lewis, un ídolo da vida a una leyenda. Que cada cual elija el planteamiento más acorde con su gusto personal.

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Quisiera creer que la distancia entre ambos directores no es la distancia real entre el Hollywood de hoy y el Hollywood de antaño. Pero, en arte, no siempre las cosas iguales a una misma cosa son también iguales entre sí. Ford fue rey y Spielberg reina ahora. Sin embargo, el talento no se mide en términos de cetros, coronas y cifras de taquilla. Quizás no sea justo compararlos. El cine comercial admite múltiples categorías. El joven Lincoln y Lincoln juegan en ligas diferentes. Spielberg, por mucho que se afane, jamás será rival para John Ford.

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