29 de marzo de 2024

Críticas: Tenemos que hablar de Kevin

La directora de Ratcatcher nos trae una de las películas de la buena cosecha de la sección oficial del Festival de Cannes de 2011.

Cuando se exhibe por primera vez un personaje en una película el guión debe plasmar gran parte de su interior en apenas unos planos. Lynne Ramsay ha decido presentar a Eva (Tilda Swinton) cubierta de un manto rojo, grumoso y liquido en La Tomatina de Buñol. Se trata de una metáfora obvia de un baño de sangre y recurrente en toda la puesta en escena de la directora de Ratcatcher. Al igual que Sam Mendes recurría a las coloridas y enronquecidas flores en American Beauty, Ramsay ha decidido que su personaje esté rodeada de tarros de sopa de tomate, que el carmesí siempre esté presente en la puesta en escena y, sobre todo, que tenga que limpiar esa ‘mancha roja’ con la que ha quedado marcada por la sociedad. Tenemos que hablar de Kevin es una película claramente psicológica con breves incisos y tendencias al thriller, un polo opuesto a Mamá sangrienta de Roger Corman, aunque su autora quiere incrustar un elemento cinematográfico sobre el material literario que propone Lionel Shriver. Se trata de utilizar el montaje para crear tres capas temporales que recubren una vida y un todo, la del propio Kevin… aunque el punto de vista elegido sea el de su madre.

Esas tres tramas paralelas describen el origen, el pasado que propició la llegada de un clímax de consecuencias fatales para todos los protagonistas y el presente que tiene que vivir una depresiva y solitaria Eva. La tensión narrativa queda apagada desde las primeras secuencias aunque invita a cierta manipulación en las imágenes para no desvelar todas sus cartas. En cierta medida el espectador sabe de qué trata Tenemos que hablar de Kevin en sus primeros veinte minutos pero al igual que su protagonista principal quedamos encerrados junto a esos sucesos que vamos a ver aunque queramos evitarlos. Esa percepción nos convierte a nosotros en asistentes del leit motiv del filme: el sentido de la culpa y el remordimiento por la revisión de todos los acontecimientos que provocaron una tragedia… inevitable.

El filme de Lynne Ramsay me recuerda a una imposible secuela de La semilla del diablo y al personaje de Constance, pulido por muy diferentes y afiladas aristas, de American Horror Story. Su vertiente de comedia negra es modélica aunque la incursión dramática se ve soterrada de los kilos de hielo y frío sobre el que están moldeados sus dos personajes principales: la madre y el hijo. Pero la responsabilidad de los actos de un retoño diabólico recae sobre la educación ineficaz que piensa que le ha aportado su madre. Ese sentimiento de la culpabilidad quiebra la propuesta hacía una vertiente inaudita en el cine que cuenta las atrocidades de un sociópata desde el punto de vista de la persona que lo ha parido. El pasado nos desvela a una madre que contempla como su vida de libertad, viajes y ambiciones queda aplastada con el nacimiento de su hijo. Ese deseo antagónico, tal vez, al amor y el sentido de la educación y responsabilidad de su madre que establece la separación y el silencio como diálogo entre ambos. Esa falta de entendimiento se enlaza con un juego de manipulación desde su más tierna infancia que destapa la imposibilidad de comunicación entre ambos. Únicamente conectan en una noche de enfermedad de un pequeño Kevin que observa, tal vez por primera vez, la atención y el amor de su madre. Aunque, contradictoriamente, ahí se establece el magnetismo de ese niño por Robin Hood, el arco y las flechas. En su único punto de encuentro ya queda instaurada la futura fatalidad.

Tenemos que hablar de Kevin trata realmente sobre una relación entre una madre y un hijo quebrada desde su nacimiento e intensificada durante su educación. Una enfermiza comunicación cuyo campo de batalla es la provocación de dolor o indiferencia al mismo, donde la venganza y el amor están separados por el breve silbido de una flecha. Tengo la sensación de que me faltan un par de piezas de todo el puzzle para comprenderlo. No entiendo ese victimismo de la protagonista ante las otras víctimas y su venganza diaria sobre ella en cada uno de sus encuentros. Al parecer, tuvo que finalmente dar todo por salvar a su hijo por ese sentimiento de culpabilidad y de condena auto-impuesta, pese a ser ese pecado originario que aniquiló todo aquello que amaba a su alrededor como acto extremo de venganza o, tal vez, como único acto comunicativo entre ambos. Quizás, el filme de Lynne Ramsay funcione perfectamente con sus trazos de comedia negra pero, en cuanto a la emoción que puede sacar del drama, queda congelada por la fría relación y sentimientos de sus personajes principales. Para algunos será coherente, para otros… una pena.

8 comentario en “Críticas: Tenemos que hablar de Kevin

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