26 de abril de 2024

Críticas: La espuma de los días

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Michel Gondry se mueve como pez en el agua en su adaptación a la gran pantalla de la obra homónima de Boris Vian.

“En realidad, sólo existen dos cosas importantes: el amor, en todas sus formas, con mujeres hermosas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington. Todo lo demás debería desaparecer porque lo demás es feo, y toda la fuerza de las páginas de demostración que siguen procede del hecho de que la historia es enteramente verdadera, ya que me la he inventado yo de cabo a rabo.”

Boris Vian, Nueva Orleans, 1946

Imaginación y realidad. El mundo interior contra la alienación de lo externo. En definitiva, la reivindicación de lo creado como marco de una nueva realidad, la propia, proyectada contra la realidad impuesta. Esta cita, presente en el prefacio de la obra homónima de Boris Vian, abre también las primeras imágenes de La Espuma de los Días, la (escrupulosa) adaptación que Michel Gondry plantea sobre la obra del escritor francés: la de una sala de control y el trabajo en cadena ante unas máquinas de escribir en movimiento perpetuo mientras, en una suerte de dispositivo metalingüístico, decenas de personas mecanografían el destino de unos personajes del cual, infructuosamente, pueden escapar. Pero quizás su presencia no tenga que ver tanto con el guiño cómplice y la certificación de estar ante una adaptación de una obra literaria como de erigirse en toda una declaración de intenciones presente en el subsuelo de sus imágenes y en el discurso autoral de un Michel Gondry encargado de materializar en objeto fílmico la obra de Vian. La visceralidad de una historia inundada de niños grandes, inmaduros y aferrados a una realidad propia tiene tanto de autobiográfico sobre el propio autor de la novela, como coherente con el universo fílmico del director de La Ciencia del Sueño (La Science des Rêves, 2006).

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El jazz, una vida ajena a las preocupaciones del común de los mortales, la animadversión al trabajo y el amor en su forma más pura y platónica dan forma a toda una retahíla de personajes familiares en la filmografía de Gondry siendo Colin (Romain Duris), punto de vista del relato, el máximo representante de ello. Pero también Chick (Gad Elmaleh), amigo íntimo de Colin, el cual se debate en el amor entre Alise (Aïssa Maïga) y el devoto fanatismo a la figura del filósofo Jean Sol Partre (parodia consentida del propio Jean Paul Sartre), o Nicolas (Omar Sy) esa especie de servicial y afable mayordomo de Colin, adicto a la fiesta y las mujeres, con el personaje de Isis (Charlotte Lebon) como musa particular. Todo ello dentro de un universo donde todo parece tener cabida. Desde pianos que son capaces de preparar exquisitos cócteles a mayordomos que preparan comidas imposibles animadas en stop-motion o grúas que elevan por los cielos de Paris al antojo de dos enamorados en un mundo donde las metáforas visuales y temáticas que definen a los personajes (retratos de Duke Ellington que custodian las llaves que dan acceso a la caja fuerte que permite a Colin llevar su particular tren de vida, el mismo “pianóctel” como máxima expresión del placer a la buena música, el amor platónico unido por el nombre de un tema de Ellington…) aparecen explicitadas de manera extremadamente física. La excusa perfecta para encontrar a un Gondry recreándose más que nunca en su particular universo de cartón piedra animado en stop-motion, absolutamente desmelenado y partícipe de esa celebración de lo naif. Una oda al exceso irritante a veces, desordenado y confuso después, plástico y sugerente otras tantas hasta asentarnos, que configura un universo donde lo fantástico inunda lo real. Tanto en la plenitud de la vida como en la fatalidad de la misma. Porque La Espuma de los Días no esconde su parte más amarga, aunque desde un particularísimo punto de vista donde predominan los extremos. Mientras lo aceptado en el universo de los protagonistas es abrazado efusivamente lo no-aceptado es físicamente apartado (la música fuera del jazz es silenciada a base de puñetazos, esos platos destrozados en una particular forma de recoger la mesa o una irritante alarma destrozada cada vez que cobra vida y suena) o, cuando esto supera a los protagonistas, es visto desde un prisma profundamente oscuro y perverso (la imperiosa necesidad de encontrar un empleo, las relaciones en torno a estos o el retrato de ciertas instituciones). Cuando Colin decide encontrar el amor junto a Chloé, la paleta de color se dispara y la película se asienta hasta la progresiva llegada del drama. Poco a poco Gondry convierte los luminosos e imaginativos espacios en ciénagas sórdidas y oscuras, los empequeñece y el color va apagándose hasta el blanco y negro, viva manifestación de un estado de ánimo.

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La reflexión en torno a la enfermedad, la muerte y la toma de responsabilidades aparecen dibujadas de manera profundamente pesimista ante una realidad alienadora llena de obstáculos interpuestos en el camino de los amantes, a pesar de que, aun vistas como un sacrificio, sirvan para enaltecer y abrazar el amor, con sus complejidades y su cargamento de responsabilidades, en su forma más pura. Reivindicación discursiva última de un film que, libre de prejuicios, interpela desvergonzadamente al niño que todo llevamos dentro al ritmo de  las notas del jazz de un Duke Ellington que todo lo inunda.

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