Ya tenemos a nuestra favorita para la Concha.
Tocaba empezar el día con la película For those who can tell no tales, un film sobre las elecciones morales en la Bosnia post guerra de los Balcanes ¿es preferible olvidar las masacres etc. y seguir adelante o debe persistir la memoria? Todo esto es narrado desde el punto de vista de una turista australiana, la bailarina Kym Vercoe que se interpreta a sí misma, que acude al país balcánico para disfrutar de sus paisajes y acaba topándose con el horror. El problema de la cinta dirigida por Jasmila Zbanic es el de adoptar únicamente dicho punto de vista, el de una visitante ocasional que no cesa de hacer juicios morales sobre el conflicto balcánico sin tener un conocimiento profundo de él, más allá de los libros etc. Esto extraña especialmente cuando la propia Zbanic es bosnia y parece que cede todo el protagonismo a la visión exterior, nos gustaría pensar que la intención era otra, que era contraponer cuan diferente se puede ver la guerra, la masacre etc. desde fuera y desde dentro pero la persistencia de los juicios morales resta cualquier credibilidad a esta idea, todo está pintado en colores primarios, una lástima.
No nos gusta ser demasiado duros con las películas que vemos en los Festivales, no si podemos evitarlo y más si el film del que tenemos que hablar es una obra primeriza de un director ucraniano cuyas únicas posibilidades de labrarse una carrera pasan, probablemente, por conquistar al público de uno de estos eventos, pero el caso es que The green jacket es, seguramente, la peor cinta de lo que llevamos de Zinemaldia y podríamos dar muchas causas: su pésima dirección de actores, una especie de autómatas incapaces de transmitir las sensaciones que se supone debería provocar lo turbio de su historia, su flojísimo desarrollo con ese absurdo intento de trasladar a la pantalla las tensiones nacionalistas ucranianas y el enfrentamiento entre europeístas y rusófilos, su pésima dirección con una torpe planificación en el que cada una de las tomas parece la menos adecuada para contar lo que se cuenta y, en fin, su exacerbado dramatismo que por ejemplo en su plano final provoca más bien risas nerviosas que otra cosa.
La cámara de Fernando Franco es una cámara que duele, una cámara pegada a nuestra nuca como una condena, como una amenaza, como un trauma que no se puede arrancar, el punto de vista sin una sola molesta disrupción que lo aparte de su objetivo, una interpretación memorable de una Marian Álvarez que se funde y es una con su personaje, dejándonos haciendo cábalas acerca de cuanto hay que entregar de uno mismo para calar tan profundo. Sí, hablamos de La herida, cine de ese que duele no sólo por lo que cuenta sino por cómo lo cuenta, porque no nos da respiro, porque lo circular de su estructura nos hace ver que no existe salida al trauma. La ópera prima de Fernando Franco es cine necesario porque es cine que exige de su espectador. En un reino de blandura, conformismo y mensajes prefabricados es lógico que no sea comprendida por los que entienden la comodidad como una virtud y los mensajes en letras de brillante neón (no nos vayamos a perder)… ni puta falta que le hace, ya vendrán a reivindicarla.