El lado más oscuro del ejército de los Estados Unidos.
Un senador de los Estados Unidos le cuenta al periodista Jeremy Scahill ante la cámara que el presidente tiene potestad para ordenar o no el asesinato de un ciudadano norteamericano cuando lo considere oportuno, con una naturalidad pasmosa y terrorífica. Así da por concluido el tema de la demonización, persecución y posterior asesinato de un Imán residente y ciudadano norteamericano que pasó de ser uno de los pilares más respetados de la comunidad musulmana de Estados Unidos a ser tratado como un terrorista por el gobierno de ese país. Este episodio es sólo uno de muchos de los que se ocupa el documental Guerras sucias, que sigue la investigación del mencionado Jeremy Scahill, reportero de guerra americano que, cubriendo la guerra de Afganistán, recibe una información sobre un ataque nocturno en un pequeño pueblo de las montañas afganas. Cuando llega al lugar del ataque descubre que las víctimas son mujeres embarazadas y un policía afín al gobierno y que nada tiene que ver con los talibanes, y que, según la descripción de los familiares, fueron asesinados por unos americanos sin uniforme de soldado como los que se encuentran durante el día por las calles de Kabul. Indagando en otros ataques similares en ese y en otros países de Oriente Medio, Schahill llega al descubrimiento de una facción del ejército estadounidense que actúa bajo órdenes directas del presidente y cuya existencia se lleva casi en secreto por parte de las instituciones, el Mando Conjunto de Operaciones Especiales o JSOC.
Como si en una serie de ficción como 24 o Homeland vivieran, el JSOC campa impunemente cometiendo asesinatos, torturando y atacando sin piedad a todo aquel sospechoso de terrorismo o simplemente por haberse pronunciado en algún momento en contra de las políticas antiterroristas de los Estados Unidos, e incluso siendo aclamados como héroes nacionales al salir a la luz como los que descubrieron el escondite y posteriormente asesinaron a Osama Bin Laden, siempre con el beneplácito y la autorización del mismísimo presidente. La cuestión que Scahill se plantea y que plasma en el documental Guerras sucias es la de la legitimidad de esas acciones con respecto a los derechos humanos. Scahill llevó sus investigaciones a los medios e incluso al Congreso de los Estados Unidos, consiguiendo siempre la callada y la demagogia por respuesta, y es toda esa investigación y sus golpes contra el muro de la administración norteamericana lo que compone el documental que ya fuera presentado y premiado por su fotografía en el pasado festival de Sundance.
Guerras sucias plantea un tema imprescindible y de gran interés para la comunidad internacional, que sin embargo falla en la forma de hacerlo. Por una parte, es evidente que todas las informaciones que aparecen en él son fruto de la ardua investigación de Scahill, pero hay momentos en los que más que un documental sobre las actividades ilícitas del gobierno americano, parece un reflejo de la angustia del propio Scahill ante lo que encuentra, es decir, se concede prácticamente toda la importancia al periodista en lugar de a la historia que quiere contar. Y por otro lado, los testimonios de las familias de las víctimas unidos a las imágenes de niños muertos “que tenían toda la vida por delante”, son una búsqueda clarísima de llegar a la lágrima fácil del espectador sin ningún tipo de sutileza. Es por tanto un documental que provoca sensaciones contradictorias como la indignación por lo que estamos descubriendo a la par que Scahill, la pena y la vergüenza al ver cómo las imágenes de cadáveres incluso de bebés no causan impacto en la comunidad internacional, pero también la irritación por notar cómo la dirección de Rick Rowley y el guión del propio Scahill intentan manipularnos de una manera tan descarada.