Primer acercamiento a la última película de Steve McQueen.
Lee Daniels comparaba en El mayordomo los campos de algodón con campos de concentración y el posicionamiento —teniendo en cuenta y, siguiendo con la demagogia, que cientos de miles de niños realizan dichas tareas actualmente y en condiciones inhumanas en algunos casos— podría resultar tan extremista como una ‘boutade’ para captar suficiente atención de cara a las doradas estatuillas. 2013 ha quedado confirmado como el año de la sobredosis ‘racista’ con la ya olvidada 42 de Brian Helgeland, la reciente Fruitvale Station del sello Harvey Weinstein, la celebrada (sobre todo por Oprah Winfrey) nueva obra del director de Precious o el biopic del recientemente fallecido Nelson Mandela. Ha sido, no obstante, el film de Steve McQueen aquel que se ha llevado todos los halagos y reconocimiento por someterse a un ejercicio de honestidad con el propio espectador. Ni el tema es nuevo —pese acercase la lectura a elementos autorales contemporáneos— y el libro autobiográfico de Solomon Northup ya había sido adaptado para la pequeña pantalla dentro de American Playhouse por Gordon Parks en 1984. 12 años de esclavitud da la impresión de perfilarse como ese film que siempre se le ha escapado a Steven Spielberg y no pudo terminar de concebir satisfactoriamente en sus acercamientos al racismo y/o esclavitud propiciados en El color púrpura, Amistad e incluso la reciente Lincoln. Diferentes miradas, inclinaciones y manierismos que bien pudieran enlazar entre La lista de Schindler —encajando con la clara predisposición del mensaje y epílogo de Daniels— por dotar de un discurso histórico al sufrimiento de la raza negra en territorio estadounidense. Steve McQueen también entabla —aparte de unos villanos que no desentonarían con uniformes de oficiales de la SS o nombres como Amon Goeth en vez de Edwin Epps— un diálogo en una secuencia entre los esclavos afroamericanos y los aborígenes del país como alegato y unión establecida en la cinta a través de la música y la evolución del personaje principal: el violín bajo sintonía clásica para amenizar los bailes ‘blancos’ de salón finalmente serán sustituidos por el espiritual negro como catarsis existencial; una vuelta a unos orígenes que él mismo se había adecuado en enmascarar para escapar de su esclavitud impuesta por un fatídico destino.
Ya sea porque el libreto de John Ridley parece en cierta medida un encargo (o reto) para McQueen, habitual co-escritor de los guiones de sus películas, la propia cinta permanece encerrada dentro de un molde en apariencia limitado. El director de Hunger y Shame cierra una trilogía sobre la privación de la libertad (el cuerpo como arma política, el cuerpo como prisión) esta vez impuesta desde la esclavitud de un hombre libre y ese prisma y matiz aporta precisamente aquello que no suele contener el cine más proclive al énfasis y la manipulación emocional. McQueen es consciente que tiene que iniciar con el temido título de «Basado en una historia y real» y que tendrá que concluir la historia de supervivencia y epopeya con un epílogo informativo de su personaje, héroe y lucha. Pero, al mismo tiempo, habita en el conjunto un sentido de la honestidad al pretender el director delimitar esa membrana invisible que forma la cuarta pared y provocar que la audiencia atraviese el propio escenario para ser partícipe (y no espectador) de los brutales abusos sufridos. No hay respiro en prolongados planos secuencias y el público reclama instintivamente un contraplano ante la mirada quebrada de Solomon Northup, interpretado prodigiosamente por Chiwetel Ejiofor. En 12 años de esclavitud no existe esa fuga cinematográfica y ruptura con la mirada del protagonista sino que el contraplano lo establece la propia audiencia, parte de las resonancias internas que constantemente matiza la narración circular (emulando en parte al montaje de Shame) y el uso del sonido y banda sonora de la película.
McQueen ya exploró la violencia física y psicológica en sus anteriores trabajos y aquí establece cierto discurso entre el latigazo del esclavista y la brecha que abre sobre su propia conciencia. También discurre una lectura resbaladiza sobre la propiedad privada y una herencia histórica ideológica y religiosa desde el fin del reino de los antiguos faraones. Como si la humanidad estuviera maldecida con repetir sus mismos errores y vender bajo una mascarada los crímenes que comete contra otros seres humanos. Unos crímenes que siguen vigentes pero convenientemente disfrazados. ¿No debería propiciar la obra de McQueen una lectura como Casa de tolerancia de Bertrand Bonello, entablando un discurso sobre nuestro propio presente donde no parece existir salida… ni futuro? ¿O tratar de matizar mejor el fútil discurso final de Daniels sobre la elección de Barack Obama y el reencuentro del héroe anónimo con el mediático? El director británico ha decidido posicionar al espectador rápidamente junto a la inclinación del protagonista, encadenándonos tanto a su punto de vista como aceptando sus recuerdos dentro de ese constante juego de paralelismos. La perspectiva, recordemos, se basaba en el choque de un hombre libre que es esclavizado y tratado como tal, prisionero de un pasado que no puede revelar por ser el punto final de su existencia. «No quiero sobrevivir. Quiero vivir», remarca desde el peso de sus grilletes. El sentido metafórico tanto de ese violín, que le recuerda aquello que fue como su presente, enfatiza la condena y raíces dentro de los márgenes de su nuevo país y destino de su propia raza. Pero aquí llegamos al peligro del remarcado y el alegato de la obra, la emoción manipulada y el desigual reparto sobre el posicionamiento, donde el sufrimiento humano prevalece sobre el relato y la opinión del verdugo y esclavista. No hay mayor matiz que aquel que recuerda Eliza (Adepero Oduye) a Solomon: todos en el fondo son esclavistas y comerciantes de seres humanos con un único interés y fin, el dinero. 12 años de esclavitud es consciente de apartarse de la mirada costumbrista que ofrecía el propio Northup en su relato autobiográfico y se ciñe a la articulación de la narración bajo el mandato de una cinta de terror, sobre una perfecta capacidad en la puesta en escena y la banda sonora de Hans Zimmer, que alterna el desequilibrio con la emoción. La atmósfera y el horror van directo a las retinas e incluso tenemos latigazos (con tropezones cárnicos ensangrentados) proyectados a la pantalla que no tienen nada que envidiar a los momentos más gores de La pasión de Cristo. ¿Era necesaria esa mirada tan meticulosamente verídica y visceral para impactar a la audiencia en esa recreación emocional a base de toneladas de sudor, sangre y lágrimas?
No obstante, McQueen es consciente del material humano, de ese canto espiritual que emana de su obra y la belleza dentro de las orilla del horror de ese río teñido de sangre y el dolor de las almas perdidas. Así, ejerce cierto escape y posibilidad de ese necesitado contraplano emocional, como esa carta bañada de fuego y reducida a cenizas respecto a ese otro cielo oscurecido en el que las estrellas (y esperanza) desparecen hacia las sombras. 12 años de esclavitud no me parece la mejor película de McQueen y prefiero la lectura transversal que han realizado recientemente la hiperbólica Django desencadenado o actualmente el universo antológico de Ryan Murphy y Brad Falchuk en American Horror Story: Coven. Me interesa mucho más la afrontación de un tema polémico sobre un escenario que permita moldear tanto el fondo como la forma, no una mera reiteración bajo una falsa y pretendida permuta estética y visual. Tarantino desafiaba la esclavitud desde el arrebato gracias al dialogo que establecían el blaxploitation con el spaghetti western y en la tercera entrega de AHS el tono elegido junto a un simple diálogo de un esclavo encarcelado en el pasaje de los horrores de esa asesina en serie con leyenda macabra y verídica llamada Delphine LaLaurie:
—¿Por qué nos haces esto?
—Porque puedo.
La autoconsciencia sobre otra perspectiva de tono y género me parecen más certeras que una mera reinterpretación visceral y trágica del calvario que sufrieron los esclavos a manos de sus amos. Tal vez también me aparten de la emoción del cuadro que propone McQueen el carrusel de ‘celebrities’: Paul Giamatti, Benedict Cumberbatch, Michael K. Williams, Tom Walker de Homeland, Slim Charles de The Wire, el personaje homosexual de las primeras temporadas Mad Men (que da la impresión se comerse al ‘negro’ con la mirada) y, como colofón, Brad Pitt. Esa concepción risiblemente teatral me choca con las intenciones del crudo discurso y la grandeza que emana 12 años de esclavitud desde el espíritu de la lucha humana. La moraleja del cuento —nunca te fíes del hombre blanco que no sea canadiense (y produzca tu película)— parece un chiste tan negro como el corazón de esos torturadores bidimensionales que desgarran, violan y atormentan esos seres humanos que dejaron de ser tal cuando se convirtieron en una simple propiedad pagada a plazos. En realidad, la cruda verdad que sintetiza McQueen es que los bancos (que no blancos) han sido siempre los malos de la reciente historia de esa esclavizada humanidad…