Os damos la bienvenida al Gran Hotel Budapest con dos reseñas a propósito de la última obra de Wes Anderson.
Por MariFG:
Un coro tirolés melancólico nos abre las puertas del gran hotel Budapest, abandonado en su emplazamiento en la república imaginaria de Zubrowka, una suerte de localización centroeuropea entre montañas, castigada por las guerras y otrora destino de los más potentados nobles para su esparcimiento, y que sirve de decorado natural para ese hotel pintado de rosa con apariencia de atrezzo de cartón piedra. Se trata de El gran hotel Budapest, escenario de la nueva película de Wes Anderson quien vuelve a recurrir al narrador de un cuento salido de su propio imaginario, que a su vez contiene al verdadero cronista de la historia que nos ocupa: el propietario del hotel le cuenta a un huésped cómo pasó de ser un simple botones en los años 30 a convertirse en el dueño del mismo gracias a quien fuera el conserje más reputado de aquellos años Gustave H.
Con un extensísimo reparto plagado de habituales de Anderson, no hay uno solo de los intérpretes que lo conforman, por muy pequeño que sea su papel, que no esté impecable en El gran hotel Budapest, destacando por encima de todos a un Ralph Fiennes inmenso, haciendo gala de una pomposidad británica a tono con la ampulosa estética del film. Porque cada uno de los planos que conforman El gran hotel Budapest está concebido como una pequeña puesta en escena dentro de una mayor que es la propia película, como un cuadro dentro de otro cuadro perfectamente armónico, una especie de “metaarte” impregnado de esa gama cromática chirriante tan característica del cine de Anderson. Y es que El gran hotel Budapest se perfila como la película que reúne en sí misma todas las peculiaridades de su filmografía llevadas a su máxima expresión, pero también como la más clásica en cuanto a su concepto tanto formal como argumental. La historia del humilde botones fiel servidor de su mentor, el asesinato de una anciana millonaria con una familia repleta de sospechosos por doquier, la falsa acusación sobre su amante quien, cual atípico Sherlock Holmes junto a su devoto sosias de Watson, protagoniza una persecución por parte de la Europa ocupada por un ejército curiosamente parecido al alemán de Hitler, tratando de limpiar su nombre y de esclarecer el caso de la viuda asesinada. Todo ello presentado en formato cuadrado, con personajes deformes, situaciones disparatadas y bestias más propias de los dibujos animados, y un exageradísimo amaneramiento de las interpretaciones, acercan a El gran hotel Budapest a las comedias alocadas del cine mudo, a ese moderno Sherlock (una vez más) que Buster Keaton hacía adentrarse en las entrañas de las películas que proyectaba (volvemos al metacine en este caso).
Después de Moonrise Kingdom parecía que Wes Anderson tenía el listón demasiado alto, pero ha conseguido crear una obra tan melancólica y tierna como aquella con un grado de comicidad aún mayor, y sin prescindir del prolífico Alexandre Desplat para su banda sonora, sin cuya excelente partitura rebosante del sonido de la mandolina El gran hotel Budapest sería un poquito menos perfecta de lo que es.
Por Sergio de Benito:
¿Por qué te gusta Wes Anderson? Cuando se estrenó Viaje a Darjeeling (2007), una de sus películas que más división causaron, mucha gente me hacía la pregunta. Rara vez sabía contestar. Me sentía tan extrañamente partícipe de lo que proponía, tan atrapado por la esencia de su cine, que prefería mantenerme inconsciente de sus pequeños defectos. Porque en realidad ninguna de sus obras me había cautivado por completo, pero había algo en la mirada de ese tipo desgarbado hacia sus personajes que me poseía, me hacía querer saber más. Unos años después llegó Moonrise Kingdom (2012), que eliminó esa controversia y acercó a muchos de los no conversos a su peculiar forma de narrar. Entonces era yo el que me empezaba a cuestionar ante otros: ¿Qué hay en el cine de Wes Anderson que me alegra por encima de lo que veo?
En ese punto llegaba a El gran hotel Budapest. No son pocos los que aseguran que con ella ha dado un gran paso como cineasta. Pero, por fortuna, en sus imágenes percibo el mismo mundo de siempre. El cine de Anderson, en el que recrea con gracia un universo intransferible, atraviesa un momento espléndido. Además del habitual despliegue visual y técnico, aquí debe incorporar un contexto histórico ajeno que no había tenido que manejar en sus anteriores trabajos. Y lo hace con una madurez envidiable: como si hubiera vivido en ella los mismos romances juveniles que evoca, la convulsa Europa de entreguerras pasa a formar parte de su abrumador imaginario. Aunque no creo que haya crecido como director, sino más bien que la envidiable regularidad en la que se encuentra instalado provoca que su mundo, cuyas claves ya son familiares para el espectador asiduo, resulte un lugar cada vez más confortable. Un universo en el que una habitación se cotizaría a precio de oro.
El gran hotel Budapest vuelve a ser una gigantesca montaña rusa: simpatizo con ella gracias a una suma de momentos, personajes y guiños que me hacen olvidar mis esporádicas desconexiones con lo que cuenta, lo que me aproxima cada vez más a un niño al enfrentarme a su obra. Anderson apuesta fuerte de nuevo por la nostalgia, otorga entidad a personajes episódicos mediante la inclusión de infinidad de actores (muy) carismáticos en el reparto, dispersa en cuadros la narración de una trama de espionaje clásica y elimina el habitual repertorio de canciones para otorgar todo el protagonismo musical a OTRA brillante partitura de un Desplat tan hiperactivo últimamente que empezamos a sufrir por él. Quizá no sean pocas las cosas que han cambiado, pero ya han transcurrido casi veinte años desde su debut y la sensación es que, aunque el envoltorio se haya ido perfeccionando, la esencia última de su cine sigue intacta. Si es así, ¿qué diablos importa lo demás?