Claustrofobia y otras hierbas.
Tras debutar en 2006 con Niñ@s, un drama sobre la pornografía infantil que no llegó a ser estrenado en salas comerciales, el joven balear Alfredo Montero ha asumido la labor de orquestar un proyecto cuyo germen comportaba tantas dificultades a la hora de rodar como ciertas comodidades a la hora de poder plegarse a clichés establecidos. El planteamiento de La cueva, de la que es productor, montador y responsable de fotografía además de director y guionista, se presenta escasamente novedoso: un grupo de cinco jóvenes, durante sus despreocupadas vacaciones en un paraje inhóspito de la isla de Formentera, queda atrapado en un estrecho cubículo sin hallar la salida. Ellos, su estulticia y la naturaleza. Así de sencillo y cercano, sin rastro de elementos sobrenaturales o terceras personas.
Lo primero que salta a la vista es que Montero conoce bien los parajes en los que desarrolla su historia. Los planos exteriores abiertos de la isla, en la que los cinco protagonistas son los únicos seres humanos que vemos, muestran una naturaleza salvaje de nítido contraste con el agobiante escenario en el que se desarrollará la mayoría del metraje posterior. No hace falta explicar que los personajes son estúpidos, particularmente los masculinos. Así lo dejan claro las primeras escenas en el aeropuerto, con el carro y la cinta transportadora. El recurso funciona como introductor de un ligero relieve en los planísimos protagonistas, y gracias a él nos creemos todo lo que llega después. También sirve la pequeña tensión inicial entre unos personajes apenas esbozados, finalmente clave en su lucha por la supervivencia.
Si por algo destaca la introducción de La cueva es por su exacerbado pragmatismo. Desde las voces en off que advierten la temprana desaparición de los protagonistas hasta el ligero toque autorreferencial que aportan los diálogos anteriores a la entrada en la cueva del título, todo está orientado a aumentar la angustia de la reclusión posterior. Y es ahí donde, en buena parte, la película hace aguas. La asunción del found footage como excusa formal, a estas alturas, conlleva ciertos riesgos de difícil solución. La creación de una atmósfera opresiva, que se confía casi exclusivamente a lo que aporta el formato, resulta ya demasiado consabida como para que podamos aceptar de nuevo que un personaje lo esté grabando todo, hasta en las situaciones de supervivencia más enconadas, únicamente para dejar constancia del suceso. No saber extraer el jugo apropiado de dicha circunstancia, más en un tiempo en el que cualquiera vive obsesionado por registrar en imágenes sus vivencias, es un lunar suficientemente importante en su debe. Sobra decir que aquí no existe un trabajo de contextualización y extrapolación de modelos como el del referente [·REC], en el que Jaume Balagueró y Paco Plaza supieron potenciar su propia idiosincrasia para desprenderse de las limitaciones de ser vistos como imitadores de una fórmula. Los breves prólogo y epílogo de La cueva, que destierran la cámara en mano, hacen dudar de la imprescindibilidad del recurso incluso en un escenario tan claustrofóbico.
Una vez dentro de la caverna, pese a la correcta realización, el dinamismo es escaso y las situaciones se presentan insípidas. Que nos creamos todo lo que sucede es sin duda un buen síntoma, pero no suficiente para sostener la presencia de cinco personajes en un único escenario. El tercio final presenta aún más debilidades, al no ser capaz de imprimir en las disputas internas de los protagonistas la profundidad y mordacidad necesarias para trascender la premisa argumental. La cueva se vuelve salvaje y hasta bordea la acidez en su exploración de una situación límite, incluso esboza alguna idea interesante a partir del conflicto sexual que presenta como mínimo trasfondo, pero acaba cayendo en la simpleza de pretender que lo realmente importante es que sepamos si los protagonistas van a conseguir o no la ansiada supervivencia.
También es justo decir que, por encima de sus defectos cinematográficos, La cueva sale victoriosa de un reto en el que han naufragado multitud de películas nacionales de pelaje similar: llevar a cabo la naturalización de un rígido modelo ajeno sin provocar sonrojos en ningún tramo. Aunque la ejecución de su propuesta termine resultando más competente que realmente efectiva, más seria que valiosa en su desarrollo de una técnica cuya profusión quizá haya brindado más traspiés que éxitos, la segunda película de Alfredo Montero no tiene demasiado que envidiar a muchos de sus referentes más inmediatos. Al parecer, la idea (?) ya ha sido vendida a Estados Unidos para la futura producción de un remake. Se antoja harto probable que su llegada nos haga apreciar con mayor fuerza las virtudes de la obra.