Susanita tiene un Oscar.
– ¿El bebé ha muerto?
– Sí. Y no podremos tener más.
Este diálogo aleatorio comprende a la perfección la esencia del cine más reciente de Susanne Bier, la directora empeñada en trolear al mundo entero y cuestionarse sobre los posibles límites del pornodrama desde la consecución del Oscar con En un mundo mejor allá por 2011. La licencia concedida implícitamente por la estatuilla ha desembocado en una suerte de catarsis, que parece haber desatado la naturaleza ya encerrada en sus anteriores películas para convertirla en algo mucho más oscuro y loco, colindante incluso con una personal y negrísima visión del humor. Cuando todavía no nos hemos recuperado del tremendo impacto que supuso ver y desentrañar su último trabajo A Second Chance en San Sebastián, Serena abandona el lúgubre cajón en el que ha pasado los últimos dos años para convertir definitivamente a la directora danesa en una figura clave para entender el mainstream actual y su perentoria necesidad de refundar fórmulas caducas, al menos en apariencia.
Echando un primer vistazo a su caparazón, Serena parece bastante alejada de las coordenadas en las que tiende a moverse Bier. Para su segunda aventura estadounidense no ha trabajado sobre un guión de su habitual colaborador danés Anders Thomas Jensen –supervisor también de la historia del Anticristo de Von Trier, por si el dato ayuda a entender algo–, sino del sincarisma Christopher Kyle (Alejandro Magno) sobre un best-seller de Ron Rash. Pero las lógicas dudas sobre su personalismo no tardan en quedar disipadas, y es que se antojaba complicado dejar tamaña huella en una historia que se presumía tan acartonada. Conocedora de lo que supone acercarse a un melodrama clásico y, quizá aquí esté otra de las claves, a Bradley Cooper y Jennifer Lawrence, una de las parejas de moda en Hollywood justo después de rodar El lado bueno de las cosas; Susanne no se corta un pelo al poner toda la carne en el asador para construir su diatriba antirromántica. Ahora no está su guionista, pero el fotógrafo y montador habituales han viajado desde Dinamarca para contribuir a hacer el Mal –o el Bien, según se mire–.
Si ya en el reciente estreno festivalero de A Second Chance se vio obligada a sugerir a los críticos que no desvelaran nada del imposible argumento que tejía, la sinopsis oficial de Serena revela la proximidad de una tragedia que poco tiene que ver con lo que aparece en pantalla, tan descarnado que solamente ofrece dos posibles posturas a adoptar ante ello: callarse por completo o destripar hasta la última línea de lo que sucede. Y aquí no vamos a optar por la primera: al igual que la directora, hemos venido a divertirnos. Bien, ahora imagina que estás en Carolina del Norte durante la Gran Depresión. Hay abundantes planos de cielos, bosques y detallados rostros de animales, lo que de primeras indica que estamos ante una obra con el inequívoco Sello Susanne. Lejos de impregnar la propuesta del academicismo formal al que parecía ofrecerse, el movimiento de la cámara no cesa. A ver, que no por haber establecido una lejanía temporal y geográfica los personajes van a sufrir menos, así de claro te lo dice. Además, por si cabe duda, aquí hay sangre. A chorros. La vida en las montañas es muy dura y los accidentes laborales se suceden sin dar un respiro. Por supuesto, Susi no tiembla a la hora de meterte un zoom o cuatro chillidos cuando son necesarios, que por algo su nombre aparece bien grande en el cartel.
También existe el amor, eh. Serena aparece por primera vez montada sobre su caballo, a cámara lenta. Otro zoom invade el rostro de George, un apuesto magnate fraudulento, que de obsesionarse con cazar una pantera pasa a hacerlo con una mujer a la que persigue con su caballo por el bosque. “Deberíamos casarnos”, asegura. Tras un rápido fundido a negro que supone una desconcertante elipsis, ahora follan y ha conseguido su propósito. Pero a ver, ¿va a ser todo de color rosa? Estamos en una película de Susanne Bier. El trágico pasado que asedia a sus protagonistas se materializa en un “el campamento ardió y murió toda su familia”. No pasa nada, el típico trauma adolescente. Van a ser felices, sí, qué duda cabe. Puede ir con esas cosas a otro.
Pero resulta que por allí pasaba un leñador de inquietante relación con lo sobrenatural, genial Rhys Ifans, que de repente pierde una mano en otra mala pasada en la que no tarda en intervenir nuestra antiheroína. También aparece un bebé, que como es bastardo sufre y llora sin cesar. Y una pantera. Ah, y Serena no puede tener hijos, circunstancia revelada tras el brutal encadenado de dos hechos rebosantes de gratuito salvajismo bieriano. A partir de aquí, lo mejor es dejar todo a la imaginación del lector, presumiblemente abrumado por los insondables mundos de Susi o irritado por el bucle espoileril en que se han convertido estos minutos de su vida.
¿Por qué esa obsesión con los bebés? ¿Por qué un fatalismo irrevocable marcado por giros tan aparentemente estúpidos? En mi opinión, aunque Serena pueda etiquetarse como la obra menos afortunada de su autora hasta la fecha, hay una parte importante de juego consciente en todo su contenido. Resulta complicado discernir hasta qué punto los primeros planos de sus personajes llorando, las impetuosas fuerzas de la naturaleza o los diálogos chanantes (“un torniquete excelente, habría muerto desangrado”) juegan un papel clave en su deconstrucción de los convencionalismos del melodrama clásico, sutilmente velada para que no falte una mayoría inconsciente de su auténtica naturaleza que pueda gozar con ella. Y es en este segundo punto donde patina en esta ocasión, porque nada resulta mínimamente creíble.
En cualquier caso, Susanne Bier logra introducir su discurso en el star-system, puteando sin parar a dos estrellas mientras Lars von Trier la contempla orgullosa y acaricia a su improbable gato. Desde las primeras imágenes parece decirlo: los árboles no nos deben impedir ver el bosque… aunque ya esté ardiendo y sus personajes vayan a perder hasta los zapatos en el camino. Se comparta o no esta visión, resulta indudable que estamos ante una directora muy capaz de aferrarse al material más descabellado y sostener hasta el final su nada desdeñable sobre el absurdo de las pasiones y pulsiones que nos guían hacia el abismo, en este caso hacia un creciente baño de sangre. Aquí evita cualquier concesión, prende fuego a cualquier tabla de salvación. Porque todo acaba en el mismo plano con el que empieza, el de un paisaje montañoso que encerrará en el futuro más tragedias humanas de magnitudes inconcebibles. Y con bebés, Susanne, con muchos bebés. Que no se te olvide.