All the president’s men.
Michael Cuesta, un director curtido en producciones independientes que alterna con la dirección de episodios de series de éxito como Homeland o Dexter, se embarca en su primer film para una major (en este caso para la división independiente de los estudios Universal, Focus Features) en la adaptación de un libro que levantó ampollas entre las fuerzas de seguridad de los Estados Unidos a finales de los años 90. Gary Webb, que para entonces ya había el premio Pulitzer y era un reputado periodista de investigación de un modesto diario californiano, descubrió una conexión entre los carteles de la droga que durante la década de los 80 abastecieron de crack a las calles de las principales ciudades estadounidenses y la CIA, que permitió la financiación a través del negocio de la droga de la compra de armas para que las organizaciones contrarrevolucionarias nicaragüenses se alzaran para derrocar al gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional. La serie de artículos que bajo el nombre de Dark Alliance publicó Webb en el periódico local San José Mercury News, y que más tarde convertiría en libro, supusieron su encumbramiento inmediato y casi al mismo tiempo el fin de su carrera como periodista debido a las presiones por parte de la mayoría de los principales medios de comunicación del país, incluyendo al propio periódico que publicó sus informes, movidos por los hilos de la CIA y del gobierno estadounidense. No fue hasta después de su muerte en 2004, aun sin resolver, cuando su trabajo fue defendido y alabado, e incluso confirmado por la propia CIA.
Matar al mensajero se centra en el periodo que va desde que Webb descubre los primeros indicios de la trama hasta que recibe el premio al periodista del año en 1996, es decir, en toda su investigación, en los atajos que utiliza para llegar a sus conclusiones y en las consecuencias directas que dichas investigaciones causaron en su vida profesional y personal. Para ello, Cuesta insufla a la historia un estilo clásico de thriller político que recuerda más a películas como Todos los hombres del presidente o a J.F.K. con las teorías conspiratorias de Oliver Stone, que a series como House of Cards que, a pesar de tener en común las investigaciones de los tejemanejes políticos por periodistas entregados a su causa que a su vez acaban siendo el objetivo de los más poderosos, no basa su relato en la fidelidad de casos reales como sí lo hacen las películas mencionadas.
Pero a pesar de la buena dirección de Michael Cuesta que logra mantener el suspense y la tensión durante gran parte del film, y por supuesto de la convincente interpretación de Jeremy Renner como Webb, la película se resiente por un guión que queriendo centrarse en la investigación del periodista, plantea salidas a través de personajes que se supone que realmente existieron y le ayudaron, pero que no llegan a convencer de su verdadera utilidad en la historia. Todo el esfuerzo que invierte para describir con precisión y profundidad el personaje de Webb, lo evita al presentar a otros cuyo peso en la trama, aun con poca presencia temporal, es lo suficientemente grande como para dar varios vuelcos a la misma. Así, desfilan por la película actores como Michael Sheen, Andy García o Ray Liotta mostrando a Renner el camino que debe seguir para avanzar en su investigación sin una explicación lógica a su presencia en la mayoría de los casos.
Este es el principal problema de Matar al mensajero, el pretender que un thriller conspiranoico con una base tan interesante y tan sólida como los informes y el libro de Gary Webb, se resuelva a base de coincidencias o personajes salidos de la nada mientras por otro lado intenta ser fiel a la historia que tiene entre manos alternando imágenes de movilizaciones o entrevistas de archivo y mostrándose por momentos como un híbrido entre la ficción y el documental. Es en definitiva un thriller entretenido que por lo general hace una interesante denuncia, superando los tópicos, sobre los hilos que maneja el poder político-periodístico y la falta de ética de este último, pero a la que le falta profundizar en cuestiones básicas para entender la magnitud de lo que cuenta.