Ciencia, espiritualidad y Mentos.
En su anterior película Otra Tierra (2011), un singular compendio de ciencia ficción y drama intimista, Mike Cahill mostró las cartas de un cine que no por absorber molestos automatismos de otras obras se revelaba menos original y seguro de sí mismo, sintetizando su visión en un resultado tan sumamente irregular como estimulante en su fondo. Los interrogantes que despertó se han visto multiplicados con Orígenes, un ambicioso y extraño proyecto que ha triunfado en Sundance y Sitges. A grandes rasgos, se puede definir como una película que apuesta por hablar de una duda metodológica y espiritual a través de la inducción de otra muy distinta al espectador.
Cahill parte de varios hallazgos científicos sobre el iris humano y su posesión de un patrón irrepetible en cada ser muy similar al de las huellas dactilares, construyendo sobre su base otra historia acerca del íntimo e invisible lazo entre ciencia y espiritualidad. Su punto de partida no puede resultar más loable: se trata de introducir lo grandilocuente en un marco minimalista, de descomponer el término «ciencia ficción» acercándolo al permanente y cotidiano miedo de los seres humanos a abrazar el vacío de la incertidumbre. Sin embargo, su primer tramo bordea el ridículo por culpa de un diseño de personajes y situaciones absolutamente exagerado, todo ello a pesar del buen hacer de un reparto de afinadísima elección. Michael Pitt encarna a un científico cuya composición a ratos roza lo paródico, que inicia una relación con una misteriosa modelo cuyo culmen tiene lugar en una secuencia que puede pasar por anuncio de una conocida marca de caramelos sin que nadie se sorprenda, con Dust It Off de The Dø como arma ejecutora. ¿Suena bien ahora un matrimonio impulsivo? Pues eso.
Sin prescindir de la cámara al hombro y plagando su discurso del habitual catálogo de tics de ese cine indie americano que se vende al peso, la relación entre ambos fluye entre carantoñas y diálogos aparatosamente trascendentales. Dios, la ciencia y un pavo real dejan entrever a un Cahill desatado, sintiéndose tan insultantemente seguro de lo que expone y los medios que utiliza que provoca incluso respeto contemplarlo como alguien que se aproxima sin temor al abismo cinematográfico. Y entonces llega el seco quiebro, una ruptura que en principio se contempla como elemento que confirma la debacle, pero que finalmente supone la salida a la que se aferra Orígenes para autojustificar la elección de un camino plagado de baches y rematar la exploración de aquello de lo que hasta entonces parecía que iba a hablar, pero que permanecía sepultado entre lo molesto del artificio y la mera toxina argumental.
Huelga decir que desvelar los pormenores de este giro, al que suceden ralentizados y una violenta elipsis, puede arruinar toda la película a aquellos más reticentes a conocer detalles de la trama. Lo que no lo hará será advertir que Cahill pone toda la carne en el asador, sin cortarse lo más mínimo en el camino que utiliza para llegar a sembrar una estimulante duda sobre la ciencia y sus posibles respuestas, ligando el miedo a la investigación empírica y las incógnitas que debe sortear. Podría establecerse sin rubor una analogía entre el vacío del que habla Orígenes y aquel en el que empieza cayendo, al alternar grandes aciertos con estrepitosos fallos procedentes sobre todo del continuo abuso del subrayado emocional más elemental –utilizar temas de Radiohead como simple recurso sin justificación a estas alturas debería estar penado por la ley–.
Hablando de la relación entre ciencia y espiritualidad y enfrentando, por tanto, la cuantificación de los logros a la omnipresente ambigüedad inherente al ser humano, la película de Cahill alcanza cotas bastante altas, jugando todas sus cartas a una progresión dramática final que por momentos hace olvidar sus defectos. Una secuencia post-créditos infantil y del todo accesoria no ayuda a inclinar la balanza hacia ninguno de los dos lados: soy incapaz de hallar una respuesta tajante en Orígenes, una de esas obras cuyo fondo es susceptible de provocar rechazos y adhesiones extremas. A mí me deja tan dividido como con la sensación inequívoca de haber contemplado algo sólido, además de suponer otra oportunidad para contemplar el rostro de una actriz tan brillante y ascendente como la magnética Brit Marling.