Repasamos 40 de los mejores documentales de la historia.
Dice uno de los principios de la física cuántica que la mera presencia del observador modifica la naturaleza del hecho observado. Reflexionando sobre este principio durante la preparación de este especial, me preguntaba si, entonces, podríamos decir que el cine documental existe como tal, o al menos ese cine documental que pretende ser trasunto exacto de la realidad. Quizá la respuesta más válida sea una duda, la de si la realidad, entendida como algo unívoco, existe verdaderamente o si somos nosotros, los observadores, los que creamos mediante este acto un número infinito de realidades, reforzadas, de manera consciente o subconsciente, por la elección de un encuadre, de un montaje u otro, de un acompañamiento musical.
Nos gustaría tener infinito espacio en nuestra revista para dar cabida a ese infinito número de realidades pero, lamentablemente, las leyes de internet difieren sensiblemente de los principios de Schrödinger, así pues hemos convocado a un buen grupo de amigos para que escogieran a sus favoritas dentro de una lista cerrada que les facilitamos. A todos ellos les agradecemos sus palabras y su entusiasmo, y a vosotros, lectores, que los enriquezcáis con vuestra lectura e interactuación. Si encontráis agradable el proceso damos el esfuerzo por bien empleado.
Martín Cuesta.
1. El fondo del aire es rojo (Le fond de l’air est rouge – Chris Marker, Francia 1977)
En 1924 Serguéi M. Einsenstein estrenaba La huelga. En uno de los primeros ejemplos de montaje paralelo en la historia del cine, el director soviético alternaba las imágenes de la represión zarista sobre los manifestantes con las de vacas siendo conducidas al matadero. No parece raro que Chris Marker utilizara, muchos años después, el mismo recurso narrativo, insertando, en un claro juego referencial, la carga en la escalinata de Odessa y las porras de la policía gaullista o a grupos neonazis y a brokers de Wall street pidiendo ambos, casi con una sola voz, el bombardeo de Hanoi. A fin de cuentas El fondo del aire es rojo tiene afán de ser crónica de otro movimiento revolucionario, tan cerca y tan lejos de aquellos diez días que estremecieron al mundo en octubre de 1917, el levantamiento contra el orden establecido en los últimos años de la década de los 60 del pasado siglo. De las barricadas estudiantiles del Quartet latin al napalm incinerando las selvas de Vietnam, de los tanques del Pacto de Varsovia arrasando con sus orugas la Primavera de Praga al acribillado cadáver de Ernesto Guevara en Bolivia, de la matanza en la Plaza de las tres culturas al levantamiento golpista contra el gobierno de Salvador Allende, Marker nos cuenta, desde el compromiso del que toma partido, el doliente relato de la creación y la caída de la utopía, de la última utopía. El testimonio en forma fílmica de que las revoluciones sólo existen para poder ser traicionadas.
Por Martín Cuesta.
2. Let’s get lost (Idem – Bruce Weber, Estados Unidos 1988)
- -¿Encuentras la vida aburrida?
- – Bajo ciertas circunstancias puede ser muy aburrida
La historia de Chet Baker es un triste y viejo cuento conocido por todos: el genio y el talento devorado por el peso de la existencia, por sentir que la vida se queda pequeña. La historia es sabida, sí, pero Bruce Weber logra estremecer y asustar con el retrato que realiza del jazzman. No hay contemplaciones: esplendor y abismo se dan la mano a través del rostro lleno de arrugas de Chet Baker, a través de su voz quebrada por todos los excesos cometidos, a través de sus ojos llenos de vida y muerte. Y es que el documental no trata de explicar qué hacía de Baker un músico excepcional; sino que su foco se centra en desvelar a la persona que hay detrás del artista, en ser testigos del feroz proceso de autodestrucción al que se ve abocado de forma inevitable y consciente. Como dice en uno de sus más famosos temas: ‘Almost blue / Flirting with this disaster became me / It named me as the fool who only aimed to be’. Sus turbulentas relaciones con las mujeres y con las drogas también son relatados por su entorno personal, testimonios todos ellos que ponen en evidencia al protagonista y que perfilan una personalidad realmente compleja. Un tipo capaz de despertar auténtica admiración y repulsión, compasión y miedo.
Por Dean Moriarty
3. El hombre de la cámara (Chelovek s kino apparatom – Dziga Vertov, Unión Soviética 1929)
Vertov, el protoyoutuber
El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929) está disponible a un click. Eso sí, ¿se ve? El adolescente aficionado al séptimo arte que un día fui, en su empeño de convertirse en cinéfilo a base de visionados y lecturas, llegó a Vertov a través de lo segundo. Ya no recuerdo qué libro en la biblioteca activó mi deseo de adquirir también el DVD. Fue un interés que nacía de una utopía ideológica: el cine por y para todos del «cine-ojo». Ese término me atrapó y me acompaña a día e hoy. El soviético buscaba en sus obras una «objetividad integral» que creía que el ojo de la cámara, mecánico, podía captar, desembarazándose de los prejuicios de la visión humana. ¿Qué es esto sino cine documental puro?
Hay, sin embargo, una gozosa contradicción en esta sinfonía urbana. Vertov mueve la cámara con inusitada pasión, la lleva a buscar sus límites, a definir líneas y volúmenes imposibles… En esencia, su cine-ojo es una extensión de su cuerpo, más personal de lo que él habría admitido. Paul Strand o Walter Ruttman fueron mucho más objetivos que Vertov. Su cine tenía un interés más pictórico, arquitectónico, urbanístico; que en El hombre de la cámara se aplica notablemente a Odessa, Moscú y Kiev. Esta faceta habrá despertado el interés por la película de los amantes de lo urbano, entre los que también me incluyo. Pero su valor va más allá. Con su cine-ojo, en el fondo Vertov está ejerciendo una forma de individualidad instransferible. Como el pintor con su pincel, o el poeta con su pluma, este cineasta dibuja lirismo con su cámara. Un arma, sí, un rifle civilizado contra los de arriba, y con voz propia.
Su teoría podía a veces confundirse con su práctica, pero Vertov, de espíritu, era libre y puro. Su utopía se ha convertido hoy en distopía, como le ocurre a todos los buenos sueños que se dan de bruces con la realidad. Lo público no ha invadido el espacio de lo privado, ha ocurrido justo lo contrario, en una maraña de imágenes proporcionada por el pueblo, controlado por el poder. Vertov fue un protoyoutuber, un visionario. Dejémonos de gatitos sonrientes, y más cine-ojo.
Por Víctor Paz, co-editor de A cuarta parede.
4. Elegía de Moscú (Moskovskaya elegiya – Alexandr Sokurov, Unión Soviética 1987)
En Elegía de Moscú, Alexander Sokurov homenajea a Andrei Tarkovsky en un tono oscuro y esperanzador, melancólico y devoto. El artista fuera de su país amado, el artista más amante de su tierra exiliado (por voluntad propia o no) por un país, Rusia, que, paradójicamente (pues Rusia dispone de un espíritu intenso), no comprende a menudo que el arte es pureza y coraje, acción y deseo, que para el arte se necesita artistas y que deben ser valorados y respetados pase lo que pase, cueste lo que cueste. Podrá no gustarnos lo que el arte dice, podrá incluso estar equivocado, pero, si es auténtico, es expresión humana en esplendor. Controlar lo humano es controlar lo animal y nunca viceversa.
Sokurov comprende el alma de Tarkovsky y la busca con imágenes poderosas, tranquilas. Lo encuentra a veces, otras se queda en búsqueda hermosa, y no es poco. Elegía de Moscú logra capturar algo de la existencia, esa profundidad imaginada y rescatada de lo material, esa espiritualidad escondida en todas las cosas, hallazgos por los que Tarkovsky ya pasó. Aunque Sokurov logra hacer arte en Elegía de Moscú, su intención primordial aquí es homenajear a Tarkovksy, la condición sine qua non del concepto que maneja. Pero no imita a Tarkovsky, sino que el arte de uno se comunica con el arte del otro en su idioma en este documental hecho a la medida de quien ame el cine del ruso inmortal, hecho, entonces, a la medida de Sokurov y la mayoría de los espectadores de Sokurov, amantes también o sobre todo de Andrei Tarkovsky. Un humilde golpe de autoridad, una jugada maestra, el único modo de llegar, de todas formas.
No quiso Sokurov dejarse nada y quiso dejarse todo lo que hiciera falta para ello; uno de los rasgos esenciales del arte auténtico.
Por Cristian Perelló
5. Sin sol (Sans soleil – Chris Marker, Francia 1983)
En el siglo X una dama japonesa, perteneciente a la corta de la Emperatriz Sadako, volcó en un pequeño diario la esencia misma de su vida, desde los ámbitos más formales y externos referentes a las costumbres imperiales, hasta las cosas más íntimas que estimulaban a su autora. Sei Shonagon llenaría aquellas páginas de listas azarosas que plasmarían un mundo propio e interno, en el que tendrían cabida desde ‘cosas que dan vergüenza’ o ‘cosas acongojantes’, hasta una de las más perdurables… ‘cosas que hacen latir rápido el corazón’. En base a esa idea, Chris Marker dirigió Sin sol exactamente con la misma filosofía, tomando el testigo para crear su propio retrato. Un ensayo aparentemente libre, no regido por más ataduras que las del fluir del pensamiento, que sigue el hilo de las cartas ficticias de un cámara en su viaje alrededor del mundo. Marker habla de la memoria y de su carácter efímero a través de un montaje de imágenes de asociación meramente simbólica que en ocasiones, aunque cargante, resulta de una densidad tan detallista e hipnótica que uno no puede menos que dejarse llevar por ese caleidoscopio ensayístico que parece no atender a reglas de montaje. Cuando las imágenes se vuelven mudas, la expresividad visual alcanza sus cimas y el recuerdo de Octavio Paz se materializa, definiendo, a través de las palabras que dedicaría al diario de Sei Shonagon, la esencia misma de Sin Sol: ‘un mundo milagrosamente suspendido en sí mismo, cercano y remoto a un tiempo, como encerrado en una esfera de cristal’.
Por Gonzalo Hernández Espinosa, redactor de El antepenúltimo mohicano.
6. Shoah (Idem – Claude Lanzmann, Francia 1985)
Una de las grandes virtudes de S:21 The khmer rouge killing machine era su uso de la representación. Como enfrentar a un juicio, nunca hecho oficialmente, a víctimas y verdugos mediante un juego teatral que expusiera sus vergüenzas, sus miedos, sus odios. No se trataba de venganza, retribución o masoquismo sino de exposición, de toma de consciencia.
Aunque Claude Lanzmann adopta en cierta manera esta visión poliédrica en su idea de cómo explicar el extermino judío en la Segunda Guerra Mundial, renuncia deliberadamente a enfrentar a sus entrevistados entre ellos. No, el reto es enfrentarlos a sus recuerdos, sus vivencias, sus miedos y negaciones.
Shoah es un Boyhood de la construcción del relato a través de la memoria. Un documental que pretnde ser microscopio analítico de la crueldad humana precisamente usándola de instrumento. Por ello Lanzmann no duda en presionar, a sus entrevistados, como si sólo a través del dolor pudiera emerger la verdad.
Lo terrible y lo aséptico, lo cotidiano y lo terrorífico se dan la mano para construir un edificio hecho de lágrimas, silencios y memoria. Un fresco dantesco sobre el horror que impresiona precisamente por la elipsis de lo explícito, por la incapacidad de llevarlo a la retina por la vía de la reproducción. Shoah es un retrato oral de lo inimaginable, lo irrepresentable y el imposible a la manera de Cocteau. Como no sabían que lo era, los nazis lo hicieron, Lanzmann lo expone y nostros oímos, contemplamos, nos estremecemos.
Por Álex Pérez Lascort
7. Crónica de un verano (Chronique d’un été – Edgar Morin & Jean Rouch, Francia 1961)
En el París de 1960, los realizadores Edgar Morin y Jean Rouch se plantean un experimento sin precedentes en el campo del cine documental. Chronique d’un été refleja el pensamiento de una sociedad a través de un grupo de individuos de características muy diversas entre sí que formulan tanto reflexiones personales acerca de sus vidas, como sociales y políticas acerca del momento que están viviendo. Es así como se plasma un desencanto y al mismo tiempo un confrontamiento entre expectativas y realidad. Pero lo que verdaderamente hace trascender al film es el ejercicio de autodiagnóstico al que se somete. Un documental que se pone a prueba y se cuestiona a través de los testimonios de los protagonistas al final del metraje. Es en ese momento en el que se manifesta el verdadero propósito de la cinta: la conexión entre cine y realidad, entre cine y verdad. Los mismos protagonistas cuestionan las reflexiones y afirmaciones que se han vertido previamente ante la cámara así como las «actuaciones» de algunos. Y esto hace plantearse hasta a sus autores qué es lo que han logrado con ello y si han alcanzado su objetivo. Finalmente, queda en manos del mismo espectador, que no solo ha visto una radiografía social y generacional de auténtico valor, sino que además ha presenciado una hábil reflexión sobre el cine como arte capaz de ofrecer una mirada real y auténtica sin intervenciones manipuladoras ni artificios de ningún tipo. Y es que este es en definitiva uno de los más altos valores que proclamaba el movimiento y contexto en el que se enmarca Chronique d’un été, el de la Nouvelle vague.
Por Isart Armengol.
8. At sea (Idem – Peter Hutton, Estados Unidos 2007)
“Al nacer, el ser humano se precipita en un sueño como un hombre que cae al mar”, o como el primero de los 81 planos se precipita, con un discretísimo zoom, sobre la narratividad.
At sea no parece una película de Peter Hutton. Primera apoyatura en la palabra –la cita a Conrad; introducción definitiva del personaje –conversión de la figura humana, ya no parte integrante al bios sino actante en el relato; introducción de la instancia de registro como documento –la cámara ya no es extensión subjetiva/proyectiva sino aparato de inscripción/receptiva de una realidad transcendente al acontecimiento.
A su vez, At sea sólo puede derivar de las películas de Peter Hutton. Su cosmovisión partía de una enunciación lírica del sujeto que al contemplar es en el paisaje. Esta mirada afuera es la perspectiva privilegiada para el ojo crítico, que al decidir sustraerse como eje temático sabe que esa objetividad yace siempre en un artificio del enunciador. El relato entonces se forma a sí mismo: desde una estructura extrínseca, la del ciclo de la vida, la fábula se modula formalmente con sus planos en rima y se cuentan las peripecias de una civilización reducidas al dramatismo esencial del montaje.
Y es que esta evolución hacia la narrativa de At sea juega una de las estrategias más arcaicas de la cultura occidental. Los clásicos deducían una evolución desde la diégesis pura, aquella que simplemente enuncia la entidad relataria, a la diégesis mixta, la que introduciendo sucesos y personajes agrega la distancia necesaria para el relato épico, ficción perfecta que posibilita la autopercepción de una cultura en el principio de su disolución. Es decir, su documento por excelencia.
At sea, siendo la más obvia obra de ficción de Hutton, es el documental definitivo. Puesto que la historia inmediata sólo puede comprenderse en la alegoría, sólo desafiando la belleza imposible, el misterio del celuloide, puede desvelarse el mito del capitalismo. La mirada del otro, de los trabajadores, rompe la confusión entre el sujeto y la historia, autorizando un discurso que confluye en la cámara y precipita el documento fabulado, la perfecta epopeya contemporánea.
Por Blanca Pavía.
9. En el cuarto de Vanda (No quarto da Vanda – Pedro Costa, Portugal 2000)
Si existe un largometraje que representa un punto de inflexión en la filmografía de Pedro Costa es En el cuarto de Vanda (2000). Aunque el director luso ya decidió prescindir de actores profesionales en su anterior ficción Ossos (1997) -medida que ha mantenido incluso en su trabajo más reciente Cavalo Dinheiro (2014)-, no es hasta la elaboración de En el cuarto de Vanda cuando consigue aniquilar todas las convenciones cinematográficas que lo definían. En otras palabras, dicha obra es el eje que procura su giro estético y narrativo. Pues, finalizado el rodaje de Ossos, Pedro Costa es adoptado por la comunidad marginal del barrio lisboeta de Fontainhas, un microcosmos regentado por politoxicómanos, entre los cuales se halla una de las figurantes de Ossos llamada Vanda Duarte. Durante dos años, Costa sitúa su cámara en un trípode que encuadra pocos metros de esa asfixiante y minúscula habitación donde viven Vanda y su hermana Zita. De forma más estática y menos intrusiva que La chambre (1977) de Chantal Akerman, unos inmóviles planos secuencia plasman el ritual doméstico-social del abastecimiento de heroína. Sin embargo, la representación de ese gesto, es decir la exhibición de la drogodependencia, no es la intención de este falso documental. Partiendo del conocimiento de que la oralidad es la base del cine de Pedro Costa, la acción En el cuarto de Vanda se identifica con un fuera de campo verbal y sonoro. Esas personas convertidas en personajes al interpretarse a sí mismas -al modo de Albert Serra-, sólo dialogan recordando hechos pretéritos, porque la narración de las anécdotas les permite perpetuar una memoria colectiva a punto de extinguirse. Ese fuera de campo, acontecido hace décadas, batalla contra otro fuera de campo todavía más agresivo: el del sonido de las grúas demoliendo el barrio que, como Tie Xi Qu: West ot the tracks (2003), se lleva los edificios y sus historias. En este sentido, la temática de la pérdida de las raíces de En el cuarto de Vanda anticipa la síntesis de su opus magnum: Juventud en marcha (2006).
Por Carlota Moseguí, redactora de Videodromo.
10. Noche y niebla (Nuit et bruillard – Alain Resnais, Francia 1955)
En el corpus fílmico de Alain Resnais la memoria ocupa una parte fundamental, diríamos que su cine es un continuo enfrentamiento entre memoria y olvido en el punto de que las imágenes alcanzan una misteriosa dimensión espacial intensamente opuesta a la manifiesta realidad. En la sobrecogedora Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) el cineasta opera un documento único trasunto cinematográfico de acontecimientos de horror, donde la cámara se hace responsable de un terrible olvido retratando aquellos lugares que años antes eran testigos, en blanco y negro, de un monstruoso exterminio.
La hierba brota en los campos de Auschwitz eludiendo a la memoria dormida de una conciencia llena de agujeros con la intención de culpar cualquier tipo de complicidad. En las imágenes de Resnais hay una voluntad de devolver aliento a las huellas del holocausto interpretando los reflejos fuera de foco dormidos en el paisaje. Las vidas apacibles de los altos cargos oficiales en sus hogares omitiendo la muerte sinfín de millones de judíos y ahora, terminado todo, numerosos turistas fotografiándose al lado de los crematorios silenciando de nuevo la culpabilidad colectiva. En los extremos (de la historia) dirimen, subrayan, unos y otros, la tristeza común de un asunto de memoria.
Los travellings en color atraviesan fantasmalmente las zonas del desastre pero a pesar de pivotar sobre un dispositivo poético innegable la función de la narración es la de tratar a las imágenes de guía, forjando una gran incógnita alrededor de la eterna negación de los actos delictivos del hombre. La propia comitiva del documental parte de un paisaje abandonado, sugiere un repaso histórico a los fondos de la memoria, y acaba, con una pregunta al aire en la que replantear cuestiones de moral, cuestiones de culpa, de obligación y juicio. En definitiva, esa carga que la sociedad niega duerme en un final abrasador: el fundido a negro con el que Resnais instruye, interpela, un dialogo radical hacia el monstruo latente, puesto que miramos para otro lado, incautos, deshumanizados, a lo que espera y se repite.
Por David Tejero Nogales, redactor de Visual404.
11. Nuestro siglo (Mer dare – Artavazd Pelechian, Unión Soviética 1983)
Tuve la inmensa suerte de conocer a Artavazd Pelechian en marzo de 2012, con motivo de la retrospectiva que le dedicamos en Play-Doc aquel año. Nuestro amigo A. L., que les acompañó, a él y a su mujer Aida Galstyan, durante todo el viaje desde Moscú, nos contaría después cómo Pelechian le despertó sin escrúpulos de un sueño profundo en pleno vuelo Madrid-Vigo, para preguntarle si en Tui había montañas.
Pero para alguien que habla en sus películas con el lenguaje de las montañas y las estrellas, era sin duda una pregunta importante. Como dijo Godard, el cine de Pelechian es “un lenguaje anterior a Babel”. Un cine intraducible a ninguna lengua humana que genera comprensión actuando sobre el subconsciente, mediante la intuición y la emoción, y que nos devuelve a la armonía del cosmos, al ritmo de la naturaleza.
Fue precisamente a orillas del Miño, donde Pelechian nos confesó que de todas sus películas Vida era quizás su preferida, la que mejor expresaba la belleza, el misterio y el sufrimiento de la existencia, pero que era Nuestro siglo con la que él más se identificaba. Ninguna otra de sus películas plasmaba mejor el deseo de trascender del hombre, que era también el suyo propio, el nuestro, el de toda la humanidad. Hay quien ve en ella, sin embargo, una crítica apocalíptica y desencantada sobre el progreso humano, o incluso la futilidad de la carrera espacial entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Pelechian nos contó además que Nuestro siglo la había concebido para su mujer Aida, como una prueba de amor irrefutable. –“¡El hombre ha llegado a la luna!”– decía con admiración.
La última noche, caminando de vuelta hacia el hotel, el cielo resplandecía de estrellas y una brisa suave anticipaba la llegada de la primavera. Ante nosotros, la luna en cuarto creciente brillaba con belleza conmovedora. Nos detuvimos a admirarla por unos instantes. Pelechian sonrió, cogido del brazo de su mujer; y así quedamos los tres, en silencio, como no podía ser de otra manera.
Por Sara García Villanueva, co-directora del Festival Play-doc.
12. Nanuk, el esquimal (Nanook of the north – Robert J. Flaherty, Estados Unidos 1922)
Apenas 11 años después de que el explorador noruego Roald Amundsen hollara el último polo de la tierra, otro explorador y aventurero, Robert J. Flaherty, estrenaba lo que muchos consideran la obra que abre el campo de la docuficción cinematográfica. Son muchos los valores que adornan a este Nanuk, el esquimal pero si tuviéramos que destacar alguno nos quedaríamos con la limpieza en la mirada de su autor. Más allá del tópico del acercamiento antropológico, resplandece en la obra el respeto por la cultura inuit, alejada de la clásica postura del hombre occidental acostumbrado a despreciar o compadecerse de todo aquello que le es ajeno. Sólo alguien como Flaherty dispuesto a compartir riesgos, espacio y aventuras con los retratados por su objetivo puede afrontar desde esta perspectiva una mirada de igual a igual, sin cebarse en los aspectos más folklóricos o chocantes. Noventa años después de su estreno Nanuk no sólo resplandece por el brillo de su sonrisa o por el reflejo del sol en el hielo perpetuo sino por su ejemplar narrativa que la convierte en una de las mejores películas de aventuras, sin más etiquetas adicionales, que uno pueda ver en una pantalla.
Por Cinema ad hoc.
13. Häxan: la brujería a través de los tiempos (Häxan – Benjamin Christensen, Dinamarca 1922)
Muchas cosas habría que analizar de Häxan, del danés Benjamin Christensen y una de las piezas más insólitas y misteriosas de la historia del cine: desde su acertada apuesta por el humanismo racional, que tan bien trasmiten sus muy documentadas escenas de recreaciones históricas (una de las primeras), pasando por su cuidada producción y puesta en escena, con momentos que aún a día de hoy tienen la capacidad de asombrarnos (sus efectos especiales, su uso alucinado de la luminosidad y del encuadre) pero también de estremecernos (aquelarres, brujas que besan el trasero de Satán, ancianas con sus senos siendo atenazados por la Santa Inquisición… Bruehel y el Bosco campando a sus anchas). Pero si por algo ha pasado a la historia Häxan es por ser un profundo tratado sobre el horror, haciendo que en la cinta se transmute lo grotesco entre dos áreas bien definidas: apoyándose, según el momento, en el espectáculo morboso de sus obscenas criaturas (no pierdan detalle de cada loquísimo plano en el que sale el diablo, que por cierto no es otro que el mismo director) o en el pánico que produce la revelación de que las dinámicas de opresión siguen ahí, intactas y refinadas, llamándolo histeria en lugar de caza de brujas, desvelando los hilos de la incomprensión en última instancia. Sí, este documento arqueológico ha hecho pasar a Christensen a la historia como pionero del collage de diferentes niveles de representación lingüística (ficción y documental), pero también fue uno de los primeros cineastas feministas, o si lo prefieren, un aliado muy valioso para la concienciación y pedagogía sobre esta eterna cuestión. Que este falso documental fuese en su momento severamente censurado por diferentes instituciones puede no sorprendernos. Que casi un siglo después su denuncia de la intolerancia entre los hombres siga vigente puede que tampoco
Por Esther Miguel Trula, creadora de Flamenca stone.
14. Instrument (Idem – Jem Cohen, Estados Unidos 2003)
Sin pensar demasiado se me ocurren varios ejemplos de cómo acercarse a una banda de música desde un punto de vista documental. La narración cruda de un directo tal y como podemos ver en Stop making sense o The last waltz o presentar la desnudez emocional de los miembros de la misma como en The swell season son dos buenas muestras. Una tercera sería aproximándose descriptivamente al ecosistema del que nace la música de esa banda. Pienso en que el punto de vista de Jem Cohen en Instrument es parecido a la búsqueda de los orígenes de los sonidos de Sigur Rós que se dibuja en Heima, pero al contrario que con el grupo islandés, ésta no se centra en referentes estéticos sino en la construcción de un nexo unívoco entre los principios éticos de Ian MacKaye y las nubes sonoras en las que flota Guy Piccioto. No se trata, por tanto, de presentar una postura concreta de Fugazi como banda (política, ideológica), sino de observar cómo esta postura nace directamente de un ambiente determinado. O más bien que ambas cosas, música y ambiente, son parte de un mismo ciclo que se realimenta continuamente regurgitando nuevos principios y nuevos sonidos. Las colas previas a los conciertos, con heterogénea representación de las tribus urbanas de la época (llamativa tanto la variedad étnica como la notable presencia femenina para tratarse de la escena independiente americana de finales de siglo), son la mejor muestra de aquello de lo que habla Instrument: la capacidad que tiene la música, más allá de ser un vehículo de expresión, para crear espacios paralelos a la sociedad donde las normas de ésta no son válidas o pueden ser transformadas. En definitiva, Jem Cohen nos presenta a Fugazi desde sus primeras imágenes como luces que, moviéndose, refulgen en la más absoluta oscuridad, faros que iluminan un mundo frío y oscuro generando pequeñas zonas en las que cualquiera se pueda sentir seguro.
Por Dani de la Cuesta.
15. Decasia (Idem – Bill Morrison, Estados Unidos 2002)
A mitad del metraje de Decasia (Bill Morrison, 2002) un boxeador pelea directamente con la descomposición que invade toda la película, como si fuera una infección que los personajes, encerrados en sus mundos de principios del siglo XX, trataran de frenar con sus propias manos. Algunos yacen ya desfigurados, casi moribundos, otros aun mantienen las formas de sus siluetas e incluso podemos distinguir sus rostros. Es en estos últimos casos cuando Decasia resulta más hipnótica pues el espectador comprueba que a pesar de los daños que ha experimentado el celuloide (se resquebraja y parece sufrir a cada fotograma) aun quedan almas vivas debajo de él. Hablamos por tanto de un documental angustioso, que lidia con la idea de la muerte -empezando por la del propio material analógico- pero que a su vez resulta extrañamente bello… ¿Quiénes serán estos seres a punto de esfumarse?
Rodados entre 1914 y 1954, los extractos originales fueron hallados por Morrison en instituciones como la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y el MoMA. Cuando le propusieron al cineasta -que desde hace años trabaja con found footage– ilustrar una sinfonía de Michael Gordon, decidió junto al compositor que el deterioro sería la fuente de inspiración, tanto visual como sonora. Ambos se pusieron a trabajar por separado, fundiendo ya en el corte final la banda de imagen y la de sonido, una sinfonía admirable e imprescindible cuyos agudos generan inquietud, anunciando el final que se acecha. Es tanto el final del celuloide como el final de muchas otras cosas porque Morrison se sacude de encima la nostalgia para aproximarse a la idea de la conservación fílmica de manera alegórica, dando pie a la reflexión acerca de la inevitabilidad del fin pero, afortunadamente, no extendiéndola a la decapitación del cine. Guiados por una estructura circular no necesariamente narrativa, estos fantasmas nos saludan desde el pasado justo antes de perecer, ralentizados, intentando escapar de la abstracción de la imagen cuando se llena de burbujas o se queda hecha jirones. Se produce entonces una transferencia entre lo que le está ocurriendo al soporte y lo que experimenta el contenido: el mismo fuego que quema el paisaje parece destruir el celuloide… Decasia es una película a punto de convertirse en cenizas.
Por Andrea Morán, editora de Filmin 365.
16. Walden: diaries, notes and sketches (Idem – Jonas Mekas, Estados Unidos 1969)
En un fragmento de estos diarios fílmicos, un grupo de reporteros graba a Mekas y a otros directores del llamado “cine underground” para conocer su método de trabajo. Se escenifica la apuesta por un cine comprometido, noble, militantemente barato… Pero pronto Mekas se cansa de todo esto y se marcha a filmar, como hace siempre y según sus palabras, para sí mismo.
Se suele presentar este Walden como un retrato de la contracultura americana de los 60, pero en realidad es algo mucho más difícil de etiquetar. Warhol, la Velvet, Lennon e incluso grandes figuras aparte como Carl T. Dreyer o Hans Richter aparecen como una pieza más de un mosaico de incontables momentos cotidianos. Si el contexto no fuera esa época, quizá pudiera ser otra, pero lo primordial es la filmación de la vida personal que rodea al propio cineasta.
El por qué esas imágenes y sonidos rara vez en sincronía, sin ningún tipo de estructura ni guion, adquieren una cierta cualidad de magia, de una pureza que nos lleva a los cineastas primigenios (con toda coherencia, esta obra se dedica a los Lumière) para mí responde a un estilo único donde el error se convierte en virtud y seña de identidad: sobreexposiciones, desenfoques, vibraciones… Se logra la belleza de lo no buscado con una cámara hiperactiva, que nos lleva a una Nueva York vista por los ojos fascinados de un inmigrante. “No hay drama, no hay tragedia, no hay supense. Sólo imágenes.”
La palabra, contra todo pronóstico tratándose de un diario, no es un arma indispensable, como en la obra de otros cineastas del yo (David Perlov, Ross McElwee o Alan Berliner), sino que aparece como comentario puntual, dejando la mayor parte de la expresión a la hipnótica fluidez de lo filmado y al misterio que encierra. Más que una reflexión existencial sobre la vida o el yo, lo que Mekas nos ofrece, por tanto, es esa existencia condensada en cine.
Una celebración vitalista en cámara rápida, de momentos que fluyen incesantes en la retina. Un presente congelado en celuloide que Mekas convierte en su propio Walden.
“I live, therefore I make films. I make films, therefore I live” (Vivo, luego hago películas. Hago películas, luego vivo).
Por Guillermo Villar Duque.
17. Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin. Die Symphonie der Großstadt – Walter Ruttmann, Alemania 1927)
Antes de los años 30, cuando se empezó a pensar el documental como tal, Berlín, sinfonía de una ciudad (1927) se concibió más como una polifonía visual de formas y movimientos que como un registro descriptivo de una metrópolis. Estructurada en cuatro actos como si fuese un día cualquiera, las imágenes actúan como huellas de presencias. Se prioriza la alusión y la sugerencia antes que el enunciado. Ruttman, inscrito en el impulso vanguardista de los años veinte que investiga los dinamismos visuales desde la abstracción, sigue las enseñanzas de Dziga Vertov para componer un fresco que prioriza el engarce rítmico de imágenes libres e improvisadas frente al carácter divulgativo inherente en el documental. La imagen se embarga de iconicidad y sólo adquiere sentido en el flujo, cuando forma parte de asociaciones conceptuales o de contrastes. La génesis del videoclip se encuentra aquí.
Más allá de una visión antropológica que nos embalsama el Berlín de entreguerras, la película se resiste a ser considerada un simple objeto de la Historia. Es sobre todo una coreografía a partir de un tiempo impuro, dinámico y dialéctico. La retórica musical en la imagen la expande, la hace exuberante y en su latencia nos deja marcas del ocio y del trabajo, de lo humano y de la materia, de la manufactura y lo orgánico: la ciudad como ser vivo.
Por Manu Argüelles, co-editor de Cine Divergente.
18. Videogramas de una revolución (Videogramme einer Revolution – Harun Farocki & Andrei Ujica, Alemania 1992)
“La revolución no será televisada”, advertía Gil Scott-Heron en 1970, pero casi dos décadas después la revolución rumana desafió esta profecía. Las cámaras estaban allí y sus imágenes, confusas y opacas en un primer momento, estaban llenas de indicios para comprender la evolución del proceso. Videogramme einer Revolution (1992) surge a partir de esta materia prima: una mezcla entre ensayo filmado y documental de metraje encontrado en la que los cineastas Harun Farocki y Andrei Ujica ofrecen una lectura sumamente lúcida de esta revolución y, sobre todo, de sus imágenes. El montaje establece una cadena clara de acontecimientos desde el momento en el que el pueblo rumano abuchea a Nicolae Ceaușescu durante su última intervención pública, el 22 de diciembre de 1989, hasta que el viejo dictador y su esposa son juzgados y condenados a muerte frente a las cámaras, el 25 de diciembre de 1989. La voz de Harun Farocki interpreta minuciosamente ciertas secuencias, que a veces incluso aparecen repetidas en el metraje, en busca de aquellos detalles, propios del dispositivo televisivo, que dejan al descubierto los hitos del proceso: puede ser la panorámica de una cámara que abandona al presidente en pleno discurso para filmar el descontento de su pueblo, o bien la disposición de los manifestantes frente a las cámaras en el momento de anunciar la toma de los estudios centrales de la televisión, o simplemente los gestos cómplices entre Nicolae y Elena Ceaușescu que delatan su incredulidad ante su propio juicio. La revolución no será televisada, cierto, pero puede dejar su estela en las imágenes, como Farocki y Ujica revelan en este trabajo.
Por Iván Villarmea, co-editor de A cuarta parede.
19. El sol del membrillo (Idem – Víctor Erice, España 1992)
Aunque prodigado últimamente más en el cortometraje y el mediometraje, el -hasta el momento- último largometraje de Víctor Erice podría incluso llegar a verse como un apropiado testamento fílmico. En El sol del membrillo, Erice y Antonio López, cineasta y pintor, parten de una misma mirada para asaltar una utopía: ¿es posible encapsular el tiempo? ¿Es viable condensarlo en los márgenes del lienzo del pintor y en el doble lienzo del cineasta (el del celuloide y la blanca pantalla donde la luz proyectada revela las imágenes en movimiento)?
El tiempo como eje discursivo ha atravesado tanto la trayectoria artística de Erice, como la del propio Antonio López. Dos obras artísticas que nacen y evolucionan en dos medios dialogantes entre sí. En el caso de ambos creadores, esta idea del tiempo va más allá del discurso artístico para entrar en algo puramente vivencial: el tiempo es también el modus operandi de dos artistas que eternizan sus creaciones en busca del Santo Grial, como si quisieran a atrapar la vida misma. La batalla silenciosa por capturar ese tiempo escurridizo, sin embargo, es una batalla perdida de antemano. La aleatoriedad de la propia existencia, la pintura blanca sobre el resplandor amarillo del membrillo como la huella de un fracaso y los frutos maduros que visibilizan la implacabilidad del tiempo hermanan dos miradas que, en sus intentos por capturar una luz esquiva, acaban por obrar todo un milagro artístico.
Por Daniel Jiménez Pulido.
20. Olimpiada (Olympia – Leni Riefenstahl, Alemania 1938)
A principios de 2015 recibíamos la buena noticia que el Mein Kampf pasará en 2016 a ser de dominio público, por lo que la prohibición del gobierno de Baviera que no permite su reedición quedará en papel mojado. Por esta razón, se publicarán dos ediciones de la famosa autobiografía de Hitler contextualizada por historiadores. Una prohibición que, afortunadamente, no se ha extendido a la fantástica obra de Leni Riefenstahl. En este caso nos ocupa el documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, Olimpiada (Olympia, 1938), encargado personalmente por Hitler para que fuera una pieza más de su importantísima maquinaria de propaganda.
A pesar de esta condición panfletaria, la obra de Riefenstahl elabora su mensaje con una belleza estética considerable. Sólo basta tener en cuenta el prólogo de la primera parte con las imágenes del Partenón de Atenas, cuna de los Juegos Olímpicos modernos, la comparación de las esculturas griegas con los atletas o la carrera de relevos de la llama olímpica camino de Berlín. Igual de destacable es el apartado técnico. La manera como planificó y situó las cámaras, los primeros planos de los atletas, la cámara lenta, las reacciones del público… Elementos que en su momento fueron rompedores y hoy en día son un ingrediente más de las masivas retransmisiones deportivas.
Olimpiada es propaganda nazi recubierta con un envoltorio estético impecable. Una obra trufada de detalles técnicamente asombrosos que la han hecho perdurar hasta el día de hoy. Detalles tan apabullantes que nos estremecen al pensar que puso su gran talento al servicio de una causa tan reprobable. Pero de la misma manera que es una buena noticia que el Mein Kampf sea más accesible, es una buena noticia haber disfrutado de la obra de Riefenstahl. Nuestras retransmisiones televisivas se han visto reforzadas y es importante no olvidar el pasado para no recaer en los mismos errores.
Por Ignasi Ferrer.
21. Ne change rien (Idem – Pedro Costa, Portugal 2009)
La sutileza de un tenue blanco devorado por el negro más puro revela una figura, un rostro que a partir de ese instante relegará por completo la esencia del celuloide a un segundo plano conformándose como un todo, Jeanne Balibar, sólo compartiendo escena con sus compañeros y con sus instrumentos. Así es como decide emprender Pedro Costa algo que va más allá del mero retrato, que se desprende de la concepción que el espectador pueda tener sobre qué es el cine y dibuja un impávido marco de vaporosas imágenes que únicamente mutan con el movimiento: el de una Balibar que sólo abandona el escenario creado por el cineasta portugués para atestiguar hacia dónde se dirige Ne change rien. Costa prescinde así de un montaje sólo consumado cuando la actividad presente en cada mosaico llega a su fin y en ocasiones ni eso, haciendo de su obra algo más que un testimonio o una imagen off the record de lo que en realidad es el universo Balibar envuelto por su faceta como cantante. Ne change rien se olvida del proceso creativo y desnuda una figura con el poder de evocación que sólo puede sugerir la quietud de una mirada desprovista de todo ornamento y recogida en una fascinación capaz de capturar lo etéreo y lo humano como si el rastro de Balibar se hubiese perdido entre tonos, compases e improvisaciones para revelar algo más que un documento, algo más que una obra.
Por Rubén Collazos Montero, director de Cine Maldito.
22. Oh, uomo (Idem – Yervant Gianikian & Angela Ricci Lucchi, Italia 2004)
Oh! Uomo
(Trampilla subterránea hacia cloacas humanas)
Duerme la compasión bajo la madre muerta, la hija, moribunda, se resguarda bajo el brazo frío y espera, espera a que tú
Oh! Uomo
despiertes también con ella al mundo de las bestias civilizadas, y rescates a todos los huérfanos de este lodo macabro, impúdico
Oh! Uomo
¿qué les estás haciendo al hombre desarmado, desalmado-hombre, desarrollo-hombre, desorientado-hombre, hombre ya sin niño dentro, niño-hombre devastado?
Oh! Uomo
tu rostro putrefacto, roto en pedazos, recompuesto, conjuro de piel y plástico, augurio de un ojo que ve sólo en pasado
Oh! Uomo
sonrisa sin boca, bocado sin dientes, rescoldo de un hombre que quiere todavía arder en este mundo, a pesar del mundo, a pesar de ti
Oh! Uomo
el pesar de todos se enreda en el cuello de los candorosos, alondras sin vuelo, mirada de hombre en niño gastado, sin llantos, sin hombros
Oh! Uomo
sin pecho en el que guarecerse de un martirio común: con él, a través de él, debajo del brazo de la madre gélida, asesinada por guerras y naufragios humanos, todos estamos muertos ya.
Por David Varela, coordinador de programación de la Asociación de Cine Documental, DOCMA.
23. The king of Kong: a fistful of quarters (Idem – Seth Gordon, Estados Unidos 2007)
A veces las contiendas más salvajes no se libran en el campo de batalla, y The king of Kong: a fistful of quarters evidencia que hasta la más pequeña de las cosas puede desencadenar -de manera más o menos controlada- guerras que afectan a varios bandos. Con una idea tan sencilla como seguir los pasos de dos personas en su intento por superar y mantener el Record Guiness de Donkey Kong, Seth Gordon se las ingenia para hacer algo grande y que va mucho más allá de su punto de partida para hablarnos del ser humano y de su búsqueda incansable por superarse y borrar los límites; de cómo un hobby se puede transformar en obsesión, firmando uno de los documentales deportivos, por ponerle alguna etiqueta, de los últimos tiempos. Porque da igual que te gusten o no los videojuegos; aquí se habla de algo que está mucho más al alcance de cualquiera, como es la superación personal y el intentar evitar la derrota. El grabar tu nombre a fuego -literalmente- con esos tres caracteres que quedarán eternamente asociados a ti en una máquina de Donkey Kong. Y consigue algo milagroso: crear una subtrama de cuasi-ficción que consigue que, por los roles desempeñados por las personas protagonistas, haya una perfecta traslación de ese Jumpman (o Mario) y del mismísimo Donkey Kong, como villano, tratando de raptar una y otra vez a Pauline. Un documental esencial que consigue emocionar como pocos mediante herramientas sencillas pero efectivas.
Por Caith Sith.
24. No direction home: Bob Dylan (Idem – Martin Scorsese, Estados Unidos 2005)
SCORSESE/DYLAN
En una de las seis cuerdas de la guitarra del viejo Zimmerman se encuentra la línea de sentido que el siglo XX nos juró a los niños occidentales que no tuvimos una adolescencia de pop y anfetas. Quisimos tomarnos la vida en serio, la vida vivida y bebida como un cóctel de polvo del camino, niña mal pirándose tras subirse la ropa interior y aldabonazos en la puerta de la tristeza. Scorsese, a su vez, es uno de los grandes maestros dominadores de la melancolía en ese punto exacto en el que se encuentra con el pánico. Entre los dos surge el mapa de lo que pudo haber sido y se quedó congelado, de alguna manera, en su propio pasar.
Es cierto que No direction home queda más acá de otros documentales (la sombra de Pennebaker sigue siendo alargada), que no se atreve a pasearse por las sombras del mito, que en ocasiones parece la confesión asmática de un hombre pegado a una máscara atribulada. Y sin embargo, tiene ese encanto de las habitaciones conocidas por las que puede transitarse con comodidad, toda esa recreación de los acontecimientos que ya son sobradamente conocidos por todos (el accidente de moto, la ruptura con el folk, los desvanes de la fe errante poblada por fantasmas), y que sin embargo, al volver a ser contados casi desde cero retornan a nosotros con un extraño placer. Quizá somos, frente a Martin, el niño que suplica volver a escuchar el mismo cuento.
Después de todo, Scorsese lo sabe demasiado bien, no todas las historias son dignas de contarse ni todas las carreteras son dignas de ser cruzadas a ciegas. Rodar a Dylan es fracasar, como si se pretendiera rodar de un plumazo todo el amor, toda la furia y todos los descubrimientos de una vida. Sin embargo, qué noble manera de convertir el cine en dignidad, la mirada a cámara en gesto quebradizo, la maldición del judío errante (no volveremos jamás a casa) en puro celuloide celebrativo.
En algún momento pensamos quizá que el documental podría dar cuenta de la realidad. Sin embargo, el monstruo Scorsese/Dylan asume honestamente que el juego de cartas es otro: dar cuentas del propio documento real, para, en un truco de magia, hacer que brille la más hermosa fantasía. La vivida en los surcos del Blood on the tracks, por ejemplo.
Por Aarón Rodríguez Serrano, creador de El séptimo sello.
25. Bus 174 (Ônibus 174 – José Padilha & Felipe Lacerda, Brasil 2003)
Un golpe con un martillo contra la pantalla puede equivaler al bombardeo de insólitas imágenes que surgen de la pantalla al exterior. El verdadero impacto es la narración de ambos hechos. José Padilha, junto a Felipe Lacerda, nos invita a presenciar la masificación de uno de estos bombardeos, uno que lleva implícita la frase «la realidad siempre supera la ficción», de un modo en el que cuanto más se asientan los actos que llevaron a este punto de no retorno, mayor es la necesidad de vivir en una de esas ficciones. Un día, una persona anónima sube a un autobús en la ciudad de Río y, durante el trayecto, decide secuestrarlo. Bus 174 no sólo dibuja la historia del secuestro perpetrado por Sandro, su secuestrador, perfila el estado de un país a través del voyeurismo exacerbado en una de esas concatenaciones de errores en las que no se ve una salida digna para nadie. Los puntos de vista de cada parte se perfilan acompañados de todo el material gráfico que se recogió aquel día sin reserva, con una cámara que se aproxima a nuestro horror más que a los hechos. Llegamos al punto en el que el martillo golpea conciencias mientras la pantalla escupe una película paralela, probablemente una de acción con una rocambolesca premisa que resulta difícil de olvidar, acompañada de un drama certero que atrae el caos humano en un Brasil desgastado por mirar a otro lado.
Por Mnemea.
26. Neil Young: heart of gold (Idem – Jonathan Demme, Estados Unidos 2006)
A la conclusión de The last waltz (Martin Scorsese, 1978), probablemente el concierto con la mayor suma de talento sobre el escenario jamás filmado, desde Bob Dylan al propio Neil Young, se suceden las apariciones de leyendas del rock norteamericano para despedir a The Band, éstos cerraban el film y en definitiva su trayectoria, interpretando en un escenario con tintes oníricos un tema instrumental cargado de emoción. Mientras la cámara se alejaba cada vez más, su música no cesaba de sonar.
Como referente visual y sentimental, no se encuentra lejos de esas intenciones Neil Young: heart of gold (Jonathan Demme, 2006), con el clásico Ryman Auditorium de Nashville como testigo de excepción del primer concierto del nuevo disco de Neil Young, Praire wind. Un disco surgido tras ser operado de un aneurisma cerebral y en el que tanto la traumática enfermedad y posterior muerte de su padre, como avistar el ocaso de su propia vida, son el eje central de sus letras. También la motivación de filmar su legado, volver a sus orígenes y a su encuentro con el pasado en un lugar como Nashville donde, en sus palabras: «Things change but the spirit is still here».
Presa de una bucólica melancolía, Neil Young se rodea de los viejos amigos que siempre le acompañaron para desplegar uno a uno todos los temas del álbum, finalizando el concierto con una serie de grandes éxitos ligados de cierta manera a una forma de entender sus raíces musicales. Pero más allá de la elegante planificación de Demme, la idea de mantener el orden del disco y las nostálgicas palabras del músico canadiense entre canción y canción, con recuerdos constantes a su infancia, familia y amigos, otorgan una sensación de narratividad y permiten compartir el transcurso de toda una vida sobre el escenario, un último reencuentro. Reencuentro del que el propio Demme fue partícipe, asistiendo a los ensayos de la grabación del disco para durante diez días preparar la realización, donde entre fundido y fundido, logra filmar algo irrepetible, un sueño.
Posteriormente la carrera de Neil Young ha continuado con múltiples vidas, pero en lo estrictamente cinematográfico resulta obligado reseñar la estrecha relación entre Jonathan Demme y Neil Young, que surge desde su colaboración para la banda sonora de Philadelphia. Fruto de esta simbiosis y las inquietudes tras las cámaras del músico canadiense, que ya dirigió un concierto de la gira Rust never sleeps de The crazy horse, y que posteriormente dirigiría el documental CSNY Deja vu (2008), esta vez bajo el seudónimo de Bernard Shakey, llevarían a cabo otro trabajo titulado Journeys (Jonathan Demme, 2011). Un viaje por carretera que ahondaría con mayor detenimiento en los recuerdos de Young, y que también permitiría a Demme experimentar con la imagen más allá del concierto clásico, de lo que en esta ocasión ya rozó lo memorable.
Por Antonio M. Arenas, co-editor de Revista Magnolia.
27. 20.000 días en la Tierra (20.000 days on Earth – Iain Forsyth & Jane Pollard, Reino Unido 2014)
Ejercicio representativo tan intenso como ambiguo sobre el artista y la creación en sí, en 20.000 días en la Tierra, la figura de Nick Cave evoluciona astutamente y se transforma pasando de ser el retratado al retratante de sí mismo. Como un demiurgo omnisciente, Cave juega con el espectador como juega con su público en los conciertos, algo que astutamente se nos muestra de forma abierta durante el metraje de la película firmada por Iain Forsyth y Jane Pollard. En cierta manera, 20.000 días en la Tierra no es tanto un documental como una docuficción especulativa en el que la verdad se asume como poliédrica, tergiversable y relativa, como atestiguan esos elementos casi dickensianos que aparecen en la obra transformados en fantasmas del pasado (Kylie Minogue o Blixa Bargeld), del presente (Warren Ellis o su pareja Susie Bick) y del futuro (sus hijos, Arthur y Earl), con los que, irónicamente, es el protagonista el que de alguna forma ajusta ciertas cuentas pendientes según su interés. Cinematográficamente asombrosa en ocasiones (recuerdo el brillante montaje centrado en Jubilee street, superponiendo especularmente material de archivo y las imágenes actuales de Nick Cave y The Bad Seeds) y cargada de una dialéctica apabullante, 20.000 días en la Tierra fascina más cuanta menos verdad aloja. O, si más no, cuanto más se retuerce y se manipula esa verdad.
David Martínez de la Haza, redactor en Fantastic Plastic Mag.
28. El último bolchevique (Le tombeau d’ Alexandre – Chris Marker, Francia 1992)
Hamlets de la Rodina
Los años 20 fueron en la Unión Soviética un periodo de relativa libertad tanto a nivel económico como cultural, el legado (algo forzado por los hechos de Kronstadt) de Lenin fue la NEP (Nueva Política Económica) que preconizaba la capacidad del campesinado para vender libremente sus productos y abonaba el terreno cultural para el florecimiento de nuevas tendencias en el cine, la literatura, el teatro, etc. que situaban a un país que, apenas 10 años antes, era un ejemplo de feudalismo medieval, a la vanguardia del arte y la cultura mundial. El arte, quizá por única vez, no era sólo un elemento de deleite burgués sino una herramienta revolucionaria en forma y fondo.
Todo eso cambió en 1928, la permisividad de la NEP con el comercio privado de los productos agrícolas había supuesto el nacimiento de una clase acomodada, los kulaks, y un atraso industrial con referencia a las grandes potencias, Stalin decidió resolver el problema a las bravas y desmanteló el uso privado de la tierra, forzando a los pequeños propietarios a unirse en granjas colectivas cuyas cosechas, compradas por el Estado y destinadas a la exportación, serían la fuente de las divisas que financiarían la forzada industrialización del país.
Las consecuencias de esta colectivización forzada serían una hambruna que condenaría a la inanición a millones de seres humanos, la persecución de los kulaks antes mencionados como enemigos de la clase obrera y una ruptura dentro del seno del partido bolchevique que separaría a los defensores de la industrialización frenética y a los partidarios de mantener el régimen mixto de la NEP, éstos, con Bujarin a la cabeza, serían primero apartados, luego denunciados como traidores al partido y a la patria y finalmente ejecutados en los lóbregos sótanos de la Lubianka.
Estos eventos configuran la tragedia de Medvedkin y de tantos otros comunistas, la disonancia entre su sincera militancia, su confianza en que las ideas de Marx y Lenin llevarían a la humanidad a la felicidad y la constatación de la ejecución práctica de esos ideales y sus terribles consecuencias: ¿defender la revolución de octubre y sus incontestables conquistas sociales con respecto al feudalismo cuasi medieval de los Romanoff o denunciar los masivos asesinatos estalinistas, su nulo respeto con los derechos individuales?, he aquí la pregunta clave, el drama seminal de estos Hamlets del S. XX cuya figura tan bien representa Medvedkin y que son, en conjunto, el claro protagonista de la obra de Marker.
Por Martín Cuesta.
29. Hombres de Arán (Man of Aran – Robert J. Flaherty, Estados Unidos 1934)
Robert J. Flaherty, pionero documentalista, se inició en la etapa silente con ese auténtico hito cinematográfico que es Nanook, el esquimal (1922). Años después, en Hombres de Arán, cambia el enclave —pasamos de la bahía de Hudson, Canadá, a la bahía de Galway, Irlanda— y la comunidad —de los esquimales al pueblo de pescadores—, pero la esencia permanece: se trata de un documento que refleja la lucha del hombre contra la naturaleza y la batalla diaria por la supervivencia en las condiciones más adversas.
Bien es cierto que Flaherty adultera en más de una ocasión la realidad filmada —ciertas licencias dramáticas, interpretativas y de puesta en escena así lo atestiguan—, pero, si tenemos en cuenta, y este es un antiguo y larguísimo debate, que la sola presencia del antropólogo ya supone una perversión del entorno y un factor condicionante de la actitud de sus gentes, podemos concluir que es casi imposible capturar la realidad virgen y que, por tanto, en un documental como Hombres de Arán prevalecerá su valor testimonial de los usos y costumbres de los isleños a la estricta veracidad de sus escenas.
Cabe destacar, entre la recolección de algas marinas, la búsqueda de tierra fértil entre las grietas de las rocas y otras actividades rutinarias, una escena de particular interés. Frente a la forma de documentar la caza de una morsa en Nanook —escena en la que Flaherty se valió de la fuerza del plano secuencia para lograr que el espectador sintiese la agonía del esquimal como si lo estuviese contemplando en vivo y en directo—, aquí el cineasta muestra la caza de un tiburón haciendo uso de un montaje vibrante, cosiendo planos cortos que, como rápidos fogonazos, reflejan a la perfección el frenesí del momento. Distintas vías, al fin y al cabo, para conseguir un mismo objetivo: almacenar en nuestra memoria la valiosa cotidianeidad de un pueblo destinado al olvido.
Por Diego Bejarano.
30. Histoire[s] du cinéma (Idem – Jean-Luc Godard, Francia 1988)
Luz y oscuridad, movimiento y quietud, sonido y silencio, realidad y ficción. A través de los ocho episodios publicados en un periodo de diez años que conforman el videoensayo Histoire(s) du cinéma (1988-1998) Jean-Luc Godard explora la dualidad intrínseca del cine como arte e industria, como transfiguración y reflejo de la realidad, como instrumento político y entretenimiento. En el proceso interrelaciona pasado, presente y futuro del medio a través de una densa simbología, contrastando su evolución con la de la turbulenta historia del siglo XX. Mientras tanto pone en perspectiva su relevancia cultural e importancia social, a la vez que se plantea el significado y la naturaleza contradictoria del cine en términos de su intento de ser una fiel reproducción de la vida e investiga el origen de la fuerza creadora original que impulsa y legitima su existencia y necesidad como forma artística todavía joven y frágil.
Su propio título, que en idioma francés supone un doble juego de palabras imposible de traducir directamente al nuestro es per se una advertencia de su contenido. El cine es forma y fondo en eterno conflicto y su crónica admite múltiples interpretaciones en función de la perspectiva que se quiera dar de ella, al igual que el cine transmite distintas versiones de la realidad según las incontables visiones de ella que coexisten en el mismo a un lado y otro de la pantalla. Godard usa infinidad de insertos de fotografías, pinturas, esculturas, narraciones literarias, diálogos, canciones y segmentos audiovisuales de decenas de films. En este ambicioso proyecto documental el cine deconstruye su mecanismo narrativo e iconografía para relatar su autobiografía a través del poder referencial y reflexivo de la imagen. Un poder que no se puede infravalorar ni considerar aislado de sus transcendentes implicaciones filosóficas que subyacen en el alma humana.
Por Ramón Rey, redactor de La culpa es del Script.
31. The atomic cafe (Idem – Jayne Loader, Kevin Rafferty & Pierce Rafferty, Estados Unidos 1982)
En 1945 la Segunda Guerra Mundial tocaba a su fin, no sin antes haber presenciado la caída de sendas bombas atómicas en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Fue un preludio de la era pro-nuclear que poco después empezaría a invadir Estados Unidos. Los hermanos Rafferty y la periodista Jayne Loader se hicieron eco de esta nueva era gracias a un catálogo fílmico de propaganda que durante los años 50 y 60 invadieron prácticamente todos los hogares estadounidenses. Cinco años de trabajo dieron su fruto, y a principios de los 80 sorprendían con este documento llamado The atomic cafe.
Resulta un documento caricaturesco, irónico y bastante crítico, pero en el fondo espeluznante por su contenido. El mensaje era muy claro: amar a la bomba atómica que traería la paz, la misma que devastó dos ciudades japonesas, pero de forma “segura”, una seguridad impostada que enviaban a sus ciudadanos en forma de armas propagandísticas, anuncios publicitarios que pintaban la situación de color magenta. Todo un festival del humor. Por eso no se extrañen de su alto contenido irónico, una caricatura que critica la sociedad del momento que parecía vivir en un caparazón, como la tortuga Bert, el simpático animalillo que enseñaba a los más pequeños cómo sobrevivir a un ataque nuclear: “duck and cover”, agacharse y cubrirse, aunque fuera en medio de Central Park.
Pero la auténtica ironía fue la moda que se instauró: cócteles atómicos, refugios nucleares, ropa protectora,… todo un desfile grotesco que se nos presenta con un gran sentido del humor. Resulta un autorretrato bastante acertado de esa borrachera atómica que inundó al gran Imperio americano. Un pedazo de la historia más rocambolesca de los Estados Unidos de América contado únicamente con ese material audiovisual (encontrado en una librería de San Francisco) que habla por sí mismo.
Por Kosti.
32. Louis Lumière (Idem – Éric Rohmer, Francia 1968)
Las edades del cinematógrafo
Se abre el telón y aparece Jean Renoir (1894-1979), con su cabeza redonda de luna sabia y bonachona. Hay más cine en cada una de las arrugas de su rostro que en la filmografía entera de muchos cineastas. Sus palabras rezuman entusiasmo, sensibilidad, conocimiento. No concibo mejor oficiante para esta ceremonia de amor al cinematógrafo que nos presenta Éric Rohmer.
Detrás de la cámara, el propio Éric Rohmer (1920-2010), que sabe mantenerse –igual que en sus largometrajes de ficción– a la distancia justa.
El tercero en concordia no es otro que Henri Langlois (1914-1977), con su aspecto de Cyrano turco y desgreñado. Cofundador (con Georges Franju y Jean Mitry) de la Cinémathèque française, su empeño en conservar y restaurar películas de celuloide es proverbial. “Era la oveja negra de mi familia. Amaba demasiado el cine.”
Louis Lumière es la celebración del culto a una forma de arte. Las palabras –muy especialmente las de Jean Renoir– constituyen una homilía sentida y verdadera del cinematógrafo. Pero cada vez que Éric Rhomer inserta uno o varios cortos de Lumière (o de los operadores de Lumière, como puntualiza Henri Langlois), sentimos un escalofrío que nos cala hasta la médula. En ese silencio, reverencial y puro, palpita el cine de los pioneros.
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Jean Renoir, como el cinematógrafo, nació en París. Igual que ese “invento sin futuro”, probó fortuna en Norteamérica. Finalmente, murió en Beverly Hills.
Por Servadac.
33. Nostalgia de la luz (Idem – Patricio Guzmán, Francia 2010)
El desierto de Atacama es el único lugar del planeta en el que no existe ningún grado de humedad, lo que sumado a su altura al nivel del mar y a la casi inexistente contaminación lumínica hacen de su territorio el lugar idóneo para que al menos una docena de observatorios astronómicos y miles de aficionados a contemplar el firmamento se hayan establecido allí. Los astrónomos miran al cielo tratando de descifrar los enigmas del pasado, de descubrir el origen del universo y de la vida en la tierra a través de los reflejos de estrellas que hace tiempo murieron. Desde la misma superficie, los descendientes de los miles de desaparecidos durante la dictadura de Pinochet miran hacia más abajo del suelo que pisan buscando los restos de sus seres queridos. Unos duermen tranquilos para poder seguir estudiando el pasado, mientras otros no descansan en una búsqueda infructuosa que permanentemente choca contra la incomprensión y el afán por encubrir que hubo un tiempo en el que el desierto era una inmensa fosa común. Nostalgia de la luz habla de las diferentes maneras de hurgar en el pasado para comprender el presente, desde la conjunción que Patricio Guzmán realiza con el trabajo de los astrónomos, el dolor de los familiares de los desaparecidos y el paisaje árido e inabarcable del desierto. Unos elementos que va mezclando sin prisa y con delicadeza, hasta conseguir un documental en el que la nostalgia, la tristeza y la belleza forman un todo imprescindible para no dejar el pasado en el olvido.
Por Mª Carmen Fúnez Galán
34. Canciones para después de una guerra (Idem – Basilio Martín Patino, España 1971)
Canciones para después de una guerra se construye a través de una premisa tan sencilla que asusta; usar el material “legal” que el régimen franquista había usado para la manipulación y la exaltación nacional-católica, jugando con el montaje y las canciones populares de la época para cambiar su significado. El resultado es brutal al pervertir la intención del metraje original y observar la evolución de la sociedad española alejada de la imagen triunfalista de la que se hacía gala desde el régimen, usando su propio material. La cosa no sentó demasiado bien y la censura se cebó con la película de Basilio Martin Patino e incluso estuvo a punto de estar secuestrada, pero el cineasta pudo ocultar a tiempo su cinta.
Por su naturaleza, durante todo el filme transita una nada disimulada ironía sobre el propio material y se hace una revisión de la historia oficial, pero lo interesante es comprobar como hoy en día y en parte debido al total desconocimiento que hay sobre el propio documental y su cineasta, sigue siendo bastante divertido descubrir que mucha gente sigue sin pillarle el truco al documental. Un caso más sangrante es si cabe el otro documental de la época del propio cineasta sobre la figura de Franco, haciendo un repaso bastante irónico y muy sutil sobre su vida, que es considerado incluso por personas cercanas al extinto régimen como un documental que glorifica al caudillo de España.
Así pues, Canciones para después de una guerra es un documento que sabe jugar con la mirada del metraje y del propio espectador, con un control del montaje simplemente maravilloso, incluyendo esas canciones tan típicas de esos años. Una patada en los huevos al franquismo usando su propio material de archivo.
Ese manejo del corte oportuno que crea el contraste está milimétricamente calculado. Un segundo más o menos y no habría el cambio de significado ni la ironía. Una auténtica operación a canal abierto en la sala de montaje.
Por Sarajeski.
35. The act of killing (Idem – Joshua Oppenheimer & Christine Cynn, Dinamarca 2012)
Conservo frescas las imágenes de la primera vez que vi The act of killing. Hace poco volvieron a mí tras ver a Robert Durst devolver sus demonios en el último episodio de la miniserie documental The Jinx. Pertenece a esa clase de vómitos semihumanos que tornan hombre al diablo. Asesinos que, incapaces de asimilar sus crímenes -y su propio calvario-, acaban por dar cuenta de todo, por encontrar la breve humanidad consciente que les resta en sus cuerpos, en un chispazo revelador. Como si a un robot, cerca de llevar a cabo un asesinato, le activaran el interruptor de ‘sentimientos’. El universo coherente al que obedecían, desmontado en cuestión de segundos. El desplome, obviamente, sólo puede que revolver los adentros.
Anwar Congo responde de forma similar cuando Joshua Oppenheimer le espolea para que asimile su pasado genocida en la terraza donde quitó la vida a decenas de indonesios. El camino hacia esa asimilación indigesta es el reenactment del que Rithy Panh hizo uso en su también inconmensurable, aun repulsiva, S-21: La máquina de matar de los Jémeres rojos, donde los carceleros recreaban el trato a los prisioneros en un campo de trabajo de la Camboya de mediados de los setenta.
En The act of killing, la aproximación a esa recreación se hace mediante Congo y algunos de sus colegas, a los que se les pide contar las ‘glorias’ del exterminio contra los comunistas indonesios en la purga que tuvo lugar allí a mediados de los sesenta. Oppenheimer ayuda a que sus protagonistas reproduzcan aquellas matanzas a través de la ficción y ellos toman sus referencias nostálgicas de las películas de gangsters de aquellos años para vanagloriar sus otrora heroicas campañas.
El resultado es una caracterización tan sorprendente como vergonzosa que evidencia la ignorancia de una sociedad indonesia que no se permite, o no se puede permitir, volver a abrir las heridas de su pasado. El primer paso, eso sí, parte de Congo y su definitiva interpretación de la culpa; de las endemoniadas arcadas que en absoluto exculpan, pero al menos dan pie a que otros pueden apartar las tinieblas para perdonar a los asesinos. ¿Cómo? The look of silence, la secuela de este documental, da alguna respuesta al respecto.
Por Emilio Doménech, co-creador de Cinéfagos.
36. The corporation (Idem – Mark Achbar & Jennifer Abbot, Canadá 2004)
The Corporation: Primero como tragedia, después como farsa
A principios de este siglo se produjo una oleada de documentales políticos que tuvieron un gran impacto social. Gracias, principalmente, al éxito de las películas de Michael Moore se abrió una brecha en la cartelera por la que se coló un tipo de cine documental que buscaba sacudir los cimientos del capitalismo desde la propia industria capitalista. Un claro ejemplo de esto y además una de las películas más ambiciosas y valientes de la década fue The Corporation. La cinta canadiense dirigida por Jennifer Abbott y Mark Achbar (Manufacturing consent) analiza el comportamiento e impacto de las grandes empresas para descubrirnos que en su relación con la sociedad y el entorno actúan como verdaderos psicópatas.
Dividida en tres bloques: análisis de personalidad, influencia en el entorno y relación con la democracia; el documental va construyendo un perfil de las corporaciones en las que muestra sus luces pero, sobre todo, sus sombras. Utiliza una estructura narrativa clásica dentro del género, con una voz en off que conduce al espectador por entrevistas personales e imágenes de archivo. Aunque hace uso de algunas técnicas de montaje para dar ciertos toques de humor e ironía lo cierto es que es bastante pobre en su concepción visual dejando caer todo el peso de la película en el guión y en los testimonios de nombres propios como Noam Chomsky, Michael Moore o Naomi Klein, pero también directivos y responsables de las corporaciones en cuestión.
Lo más interesante es descubrir cómo han ido creciendo las compañías hasta convertirse en gigantes supranacionales por encima del bien y del mal. Más allá de comportamientos conocidos como la destrucción del medioambiente o la explotación laboral en países en desarrollo es interesante conocer otros “hitos” de las corporaciones: cómo se aprovecharon de la abolición de la esclavitud para blindarse jurídicamente, cómo apoyaron al fascismo en Europa para ganar dinero o cómo convirtieron los atentados del 11S en un negocio rentable. Aunque el documental termina con un epílogo relativamente optimista en la medida en que muestra la capacidad del activismo social lo cierto es que más de una década y una crisis capitalista después parece que las corporaciones son inmunes a cualquier cambio que deteriore su poder confirmando aquello que dijo Marx y repitió Zizek: la historia se repite primero como tragedia, después como farsa.
Por Gonzalo Ballesteros, co-editor de Revista Magnolia.
37. Images of asian music (A diary from life 1973-74) (Idem – Peter Hutton, Estados Unidos 1974)
Peter Hutton, como el también cineasta Robert Gardner, vuelca su generosa sensibilidad en películas que fusionan el arte y la vida. Con ellas, también, construye su propia visión del mundo. Si todos los trabajos previos de Hutton conducían a la mayúscula At sea (elegíaca reflexión sobre el progreso y el paso del tiempo), en Images of asian music encontramos una de sus primeras y más paradigmáticas creaciones. Concebida como diario fílmico, la cinta exhibe la proverbial capacidad de observación de su autor, motor de todo su cine, y presenta una extraña cualidad “sinestésica” en su título (acentuada por la ausencia de sonido) que contribuye a que la mirada reposada de Hutton alcance densidades estéticas aún más notables. El mismo hecho de ser una obra enteramente muda no hace más que potenciar la musicalidad interna de las imágenes que la constituyen, cuya cadencia fantasmal actúa en el espectador con la contundencia de un narcótico exquisitamente sutil.
Images of asian music, con su plasticidad brumosa y su suave discurrir, se aleja del prototipo clásico del cine documental para abordar modelos creativos más incatalogables. Es un documental en el sentido en que documenta retazos de vida que el cineasta capta con su cámara sin recurrir a filtros propios de la ficción (por mucho que las personas por él filmadas aparezcan a menudo mirando directamente al objetivo: al hacerlo, refuerzan paradójicamente la propia espontaneidad del momento, revelando, con sus rostros innegablemente francos y honestos, la propia excepcionalidad de esa situación). En el fondo, estamos ante un retrato poético de un tiempo y un lugar. Igual que Jonas Mekas convirtió fragmentos de su propia vida en un puzle hermoso y febril que entroncaba con el cine experimental, Hutton convierte su experiencia en Asia en un collage sereno y profundo que sublima la realidad y la transforma en algo misterioso y perdurable.
Por Nacho Villalba.
38. La batalla de Chile (Idem – Patricio Guzmán, Chile 1975-1979)
»Un país sin cine documental es como una familia sin álbum de fotografías», puede leerse tanto en la web oficial de Patricio Guzmán como, ya de forma implícita, en buena parte de la obra de éste mismo. El tríptico La batalla de Chile podría definirse pues como una colección de instantáneas que, como dictamina la famosa proporción, pesan más que miles de palabras. Solo que quien mueve los hilos aquí es un maestro de la imagen escrita o, si se prefiere, de la letra filmada.
El conjunto formado por La insurrección de la burguesía, El golpe de Estado y El poder popular hace que la noción de discurso adquiera la pluridimensionalidad que reclama el arte cinematográfico. Gracias a la siempre clarividente narración de Guzmán, la omnipresencia de la voz en off del propio cineasta se fusiona a la perfección con las tomas irremediablemente limitadas (pero para nada poco reveladoras) de un pie de calle asfixiante, para situar así al espectador en la posición de privilegio que se le negó al mundo durante aquel traumático último año de gobierno de Salvador Allende.
Quizás la verdad se encuentre en el espacio entre los bandos enfrentados, y quizás por esto Patricio Guzmán intenta situarse ahí mismo al principio del documental… para después ir basculando decididamente hacia lo que la experiencia nos ha descubierto como más importante: aquella verdad que intenta ser acallada.
Nacida en la urgencia de la inmediatez; consolidada en los sedimentos de un tiempo que ya no deja lugar a dudas. La batalla de Chile sigue revalorizándose como documento histórico, crónica periodística y claro, página de ese álbum que aunque algunos no quieran ni tocar (el documental jamás ha sido emitido en la televisión pública chilena), permanece como el más doloroso (y por ello necesario) de los recordatorios.
Por Víctor Esquirol Molinas, redactor de El séptimo Arte.
39. Antonio Gaudí (Idem – Hiroshi Teshigahara, Japón 1984)
Este documental es la vuelta de Hiroshi Teshigahara tanto a la dirección, después de un parón de 12 años, como a este género, al que casi no se había dedicado desde sus inicios, allá por los años 50.
Teshigahara nos adentra en la obra del gran arquitecto del modernismo catalán de una forma natural, pausada y sin estridencias, comenzando por mostrarnos los grandes pilares en los que se inspiran sus obras: la naturaleza, el románico catalán y su tierra, Cataluña. Estos grandes temas se irán intercalando a lo largo del recorrido por sus edificios más emblemáticos de Barcelona. No hay voz en off que explique nada, salvo una brevísima entrevista a Isidre Puig Boada, y la cámara se limita a mostrar los edificios y los espacios creados por Gaudí, acompañada por una música que los envuelve, dejando que éstos se expliquen por sí mismos. El director de La mujer de la arena (Suna no onna, 1964) utiliza larguísimos travellings para ir acercándose a los edificios y así adentrarse en sus recovecos, casi acariciándolos con la cámara en cada una de sus curvas, tan características de la arquitectura de Gaudí. Es capaz de filmar los espacios arquitectónicos con la naturalidad del ojo que los observa y recorre y los dota de una calidez increíble, consiguiendo salvar la dificultad que entraña este tipo de filmaciones, que suelen pecar de frías y distantes.
Así podemos pasear plácidamente por la Casa Batlló, la Pedrera, los Pabellones y el Parque Güell y el Colegio teresiano, entre otros, para finalizar, como no podía ser de otra manera, en el espectacular Templo Expiatorio de la Sagrada Familia. Solo nos queda desearles un buen viaje.
Por Laura Merlo Solano.
40. Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse – Agnès Varda, Francia 2000)
Con el cambio de milenio, Agnès Varda se lanza a reflexionar sobre el modo en que los tiempos están transformando la tradición de espigar para aprovechar aquello que no tiene cabida en la opulencia de otros, motivo recurrente en el arte francés del XIX. El surgimiento de las cámaras digitales, con el abanico de posibilidades que inició, sirve aquí a la precursora de la Nouvelle Vague para experimentar y lograr plasmarse a ella misma como orgullosa recolectora de momentos. Por tanto, a la reivindicación de una infinita pluralidad de modos de vida basados en el aprovechamiento se superpone la suerte de autorretrato que permite el nuevo siglo: Agnès, incansable en su búsqueda de imágenes, es capaz de filmarse y mostrar en el plano su lúcida vejez a la vez que espiga. Así otorga un sentido íntegro a su periplo a través de Francia recogiendo fragmentos desordenados de existencias que asoman espontáneas, quizá esperando a que alguien tan extraordinario sepa comprender su auténtica naturaleza. Se trata de rescatar la utilidad de lo pretendidamente inútil, de permitir que los despojos de toda una sociedad puedan salir a la superficie y alcanzar la condición de plenitud que encierran en sí mismos, incluso cuando ahora forman parte de un concepto mucho más amplio y heterogéneo que el que abordaba el cuadro realista de Millet. Los espigadores y la espigadora se revela como un documento de esplendorosa singularidad, en cuya absoluta libertad estructural queda reflejado el doble placer y utilidad del proceso fílmico: para la propia creadora y, ante todo, para todas esas personas que pasan de ser un supuesto desecho a formar una valiosísima e inmortal muesca en su trabajo.
Por Sergio de Benito.
Es un excelente aporte! Gracias 😀
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