8 de octubre de 2024

CAH 4º Aniversario: Las 100 películas (y II)

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En Cinema ad hoc cumplimos 4 años.

Resulta difícil resumir cuatro años en unas breves líneas, más cuando éstas van dirigidas a compilar la existencia de un medio que, a lo largo de este tiempo, ha sufrido tantos cambios como el nuestro. Cuatro años que, como comienza casi todo, surgieron de una reunión de amigos con alcohol y delirios de por medio. Ni siquiera entonces, en medio de los disparates etílicos que os podéis imaginar, esperábamos el alcance y la repercusión que CAH ha tenido en vosotros, vosotros que nos leéis habitualmente y que incluso en ocasiones hacéis caso de nuestras recomendaciones. Gracias por esto, todo el mundo que escribe lo hace, entre otras cosas, para que le quieran un poco… y quien diga lo contrario, miente.

En lo estrictamente personal, también quiero aprovechar este momento para otorgar el reconocimiento a la gente que realmente ha mantenido (mucho más que su director) Cinema ad hoc durante estos cuatro años. Gente como Javier Ruiz, Maldito Bastardo, que, durante más de un año, fue la persona que más pases se comió en toda la ciudad de Madrid (incluido alguno en el que se le podía confundir con un pedófilo) o Mari Carmen Fúnez y Sergio de Benito, que han tirado de la web durante estos meses en los que mi tendencia personal a embarcarme en proyectos locos me han apartado del día a día. Sin todos ellos no estaríais leyendo este artículo ahora mismo, así que ya sabéis a quién darle las gracias en caso de que os guste.

Por último dar las gracias también a todos los compañeros y amigos que han participado en la redacción de este artículo especial. Siempre hemos considerado a CAH como un proyecto colectivo, siempre hemos intentado resaltar el buen trabajo que se hace, desde buena parte de los medios online, en esto de la cinematografía. Así que esto es tan vuestro como nuestro (en realidad es más vuestro) y eso es algo que nunca va a cambiar, por muchas revistas que editemos, por muchas nuevas aventuras en la que nos embarquemos. Ojalá todas comiencen en un bar, esto suele ser el mejor indicio de un éxito futuro.

Martín Cuesta Gutiérrez

(PARA VER LAS PELÍCULAS DEL 100 AL 51 HAZ CLIC EN ESTE ENLACE)

50. Perdida (Gone Girl, David Fincher, 2014) por Beatriz Bravo

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En Perdida encontramos una crítica realmente astuta hacia dos cuestiones fundamentales: el matrimonio y los medios de comunicación. Sobre lo primero Fincher apunta directamente hacia temas como la incomunicación o la mentira para construir una visión desalentadora de la entidad del matrimonio en particular, y de la sociedad norteamericana en general; y sobre lo segundo, el director parte de la hipérbole, rozando casi la parodia, para reflejar la falta de escrúpulos y ética que existe en los medios, esos que hoy en día, gracias a la importancia que les ha dado una audiencia masificada, son capaces de moldear a la sociedad a su antojo, de guiarla ideológicamente hacia donde quieren y de transformar la realidad a su conveniencia. Ahora los conceptos de ética y rigor no tienen valor alguno, y lo único que de verdad importa es tener a alguien a quien señalar, un verdugo con el que ensañarse y sobre el que la audiencia pueda descargar su ira. En Perdida todo eso se refleja a la perfección en la figura de Nick Dunne, un hombre al que los medios manipulan a capricho y que se ve inmerso en un circo mediático del que sólo se puede escapar desde dentro, jugando a su mismo juego. Aunque más allá de sus alegatos críticos en Perdida encontramos una película que funciona muy bien a todos los niveles: juega a la perfección con el tiempo y los puntos de vista, su historia se desentraña con ritmo pausado, dejando espacio para que las emociones calen lo suficiente en el espectador, no apostando todo a sus giros argumentales sino a la incertidumbre que sus personajes, su música y su atmósfera (los tonos fríos son claves en este sentido) se encargan de construir desde el comienzo. Todo acentúa el desconcierto, la perplejidad, pero también la atracción que sentimos por todo lo que se nos muestra. Porque al final Perdida tiene un efecto similar al que produce la personalidad de Rosamund Pike en la película: te seduce, te engaña, pero no te la puedes quitar de la cabeza.

49. Tabú (Tabu, Miguel Gomes, 2012) por David Martínez de la Haza

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De entrada, Tabú (2012) hay que verla para creerla. De alguna forma inspirada por el Tabú (1931) de F.W. Murnau, Miguel Gomes prefiere comenzar a explicar por el final esta genealogía del amour fou por la vía de la elipsis invertida, cuando los remanentes de la pasión casi parecen extinguidos en un primer relato cercano al costumbrismo y al naturalismo que, a mitad de metraje, muta de forma abrupta en un pequeña fábula romántica cercana a cierto realismo mágico. Como en la cinta de Murnau, el Tabú de Gomes también narra la gestación, el desarrollo y las consecuencias de una relación trágica y prohibida enmarcada en un conflicto socio-político. Sin embargo, aquí se reduce a los mínimos la investigación de la pasión para obtener sus máximos (“a su lado, el futuro parecía un concepto vago y estúpido”, dice el amante Ventura para dar fe en una sencilla frase de lo que es realmente el amor correspondido).

El rigor de la mirada de Miguel Gomes vuelve a demostrar qué es lo que mejor se le suele dar al cineasta portugués: crear magia. Magia como hizo antes en Aquel querido mes de agosto (2008), disección de la alegría pura de vivir, o como haría después en Redemption (2013), la más apasionante muestra de cine político hecho este siglo. Magia en una película que no tiene fecha de caducidad porque en sí misma no deja de dilatar y contraer el tiempo y el espacio, en una transición eterna entre géneros y sensaciones, y en la que sólo una canción (aquí esa “Tú serás mi baby”, versión en español del clásico de Phil Spector a cargo de Les Surfs) es capaz de volver a vincularnos con nuestro pasado, nuestra realidad y nuestra consciencia. Esos paraísos encontrados y perdidos que conforman Tabú, considerada “onanismo para farsantes” por el inigualable Carlos Boyero, dan forma a una de las películas capitales para entender el cine de este siglo. Auténtica espeleología de la belleza.

48. Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2012) por Ignasi Ferrer

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Un regalo caído del cielo. Así podría definir Malik Bendjelloul la historia que descubrió sobre Sixto Rodríguez y que materializó en un documental que se convirtió en un clásico instantáneo. Combinando imagen real con animación, este documental nos descubría la existencia de un músico que en los años 60 tocaba en bares, grabó dos discos que no tuvieron ningún éxito en su país y que, años más tarde, descubrió que se había convertido en un fenómeno en Sudáfrica. Lo que se tenía que convertir en el siguiente the next big thing de la música americana, curiosamente, se convirtió en una gran inspiración en la Sudáfrica del Apartheid y, bastantes años más tarde, en el gran debut de Malik Bendjelloul en la dirección de un documental.

Una cinta que se caracteriza por una excelente toma de decisiones a la altura de una excelente historia. Bendjelloul se sirvió de las leyendas que se generaron sobre la supuesta muerte de Sixto Rodríguez para vestir una narración que, si no conoces de la existencia del músico, te hace caer en la trampa de creer que realmente está muerto hasta que le ves asomar la cabeza por la ventana de su casa. El director crea un halo de misticismo alrededor de una figura que todavía está presente entre nosotros para contar su historia y lo que consigue es que lo escuchemos con más atención.

Lo mejor de Searching for sugar man es el descubrimiento de un buen músico y gran persona, con una filosofía de vida humilde y muy sana. Lo peor, que no podamos disfrutar de más obras de Malik Bendjelloul tras su suicidio dos años más tarde de estrenar el documental por culpa de una depresión. Afortunadamente, podemos contar Searching for sugar man como una especie de testamento fílmico que supuso un soplo de aire nuevo para el género del documental musical.

47. Boyhood (Momentos de una vida) (Boyhood, Richard Linklater, 2014) por Juanma de Miguel

Boyhood

Si Richard Linklater siempre ha tenido una ambición por mostrar algo ha sido la realidad sin filtros, apoyada en la conversación de una manera realmente cercana a como la concebiría John Cassavetes. Boyhood, su más ambicioso y magno proyecto hasta la fecha es también una obra completamente lógica con lo que siempre ha mostrado en su filmografía. Linklater, ya siendo padre, necesitaba investigar en los adentros de la infancia. Su imperiosa necesidad no era mostrar como el ser humano va creciendo, sino la forja de la personalidad en el ser humano. De cómo el niño pasa a ser un hombre y aprende a tener una actitud frente a la vida según los avatares que le ha tocado sufrir, pero lejos de concesiones cinematográficas, lo que busca es plasmar la realidad del ser humano instalado en un ambiente tan contemporáneo como es el de una familia desestructurada.

Del mismo modo que hiciese en la saga Antes de…  Linklater se acerca a la vida de un muchacho durante doce años a partir de pequeños momentos de gran relevancia para su existencia, que sirven para resumir todas las situaciones que ha podido atravesar a lo largo de su vida, momentos tan distintos que dejan patente que la vida no es una colección de greatest hits y el más pequeño detalle dentro de tu propia existencia puede acabar volviéndose relevante. Así, Boyhood, consigue mostrar algo que en raras ocasiones hemos podido ver en el cine, una evolución plena de sus personajes apoyada en unos actos que se encuentran completamente alejados del convencional dramatismo cinematográfico.

Dentro del interesante experimento forjado por Linklater, cabe también destacar la necesidad del cineasta por plasmar al mismo tiempo la evolución cultural de Estados Unidos durante ese transcurso. Boyhood, es sin lugar a dudas una obra de su tiempo pero también de su director, una película clave para entender cómo funcionaban los primeros años del siglo XXI de un modo bastante similar al que podría serlo Avaricia con los primeros años del siglo XX. Pero su mayor logro reside en ese estudio de vital importancia que realiza acerca de la forja de una personalidad en el ser humano de un modo que resulta extrapolable a prácticamente la totalidad de la sociedad occidental.

46. Nebraska (Alexander Payne, 2013) por Ignacio Dorado

Nebraska

En sus comienzos, el cine se vendió como la única máquina que conseguía retratar el movimiento. Y como deja claro Alexander Payne, ese movimiento que tanto tardó en representarse, muestra a la propia vida. La de un Woody que está cerca de la muerte pero que en un último esfuerzo se agarra a un sueño, a ese millón de dólares que le hace encontrarse con su pasado, y lo que es más importante, con su hijo, junto al que emprende ese “viaje hacia ninguna parte” por las tierras del norte de Estados Unidos.

Bajo ese manto de paisajes áridos y estáticos transita el coche de los protagonistas, al igual que los miles de vehículos que pueblan el camino. Unas máquinas que siguen la línea de las infinitas carreteras y que, como nuestros cuerpos, se sienten vivas al estar en continuo desplazamiento.

De ahí que ese gesto final de David hacia su padre (dejarle conducir la camioneta) sea de vital importancia.  Porque consigue enseñarnos que esta generación cercana al olvido todavía puede creer, puede sentir ese movimiento en sus carnes, puede agarrarse a una vida que está a punto de serles esquiva. Y es necesario que, sentados en nuestro asiento, lo veamos y seamos conscientes.

45. El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, Martin Scorsese, 2013) por Cristian Perelló

THE WOLF OF WALL STREET

¿Cómo un señor con más de setenta años puede dirigir El lobo de Wall Street? Es una película tan potente, tan arriesgada, de moral tan gris, tan fresca y creativa. Pero, claro, ya en el pasado otros grandes artistas nos sorprendieron de un modo similar. Y ya sabemos que la mente envejece si se deja de ejercitar, pero que solo en ese caso, porque, de lo contrario, se mantiene joven. Gracias a Dios. Pero que el fenómeno sea de sobra conocido no quita para pueda seguir maravillándonos por infrecuente y afortunado.

Así que, sí, el abuelo Scorsese nos deja boquiabiertos con una película cuyos ritmo, personajes carismáticos, historia y estilo apenas solo él nos trae de cuando en cuando, una película que se nos ofrece abierta de par en par y que o la tomamos como viene o podría repugnarnos, una película que, de cualquier forma, se gana al cinéfilo y a la taquilla. Y ya sabemos esto de Scorsese. No necesitaría volver a demostrarlo de otra manera. Pero se reinventa, o le añade una dosis nueva de arte nuevo para seguir evolucionando cuando ya lo tiene todo conquistado, tanto a nivel de éxito comercial y académico como a nivel de calidad artística. Todo. Sí, Martin Scorsese es un genio y El lobo de Wall Street, otra obra maestra.

44. Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) por Alain Garrido

Gravity

GRAVITY: EL VIAJE INTERIOR (Y ESPACIAL) DEL SER HUMANO

Una banda sonora envolvente. Unos mensajes directos. Una máxima científica irrefutable: «La vida en el espacio es imposible». Un silencio atronador y repentino. Alfonso Cuarón nos sumerge, de golpe, en la inmensidad de la vía láctea partiendo de la materia prima del cine: conjugar dos artes anteriores, la pintura y la música. El juego con las imágenes y el sonido es vital en el film durante todo su metraje y, de hecho, el séptimo arte debería explorar siempre la convergencia de ambas y abrir nuevos caminos en la representación creativa del ser humano.

El director mexicano lo logró con creces con este mastodóntico proyecto, bajo el paraguas de un gran estudio de Hollywood, la Warner Bros. En Gravity, técnica del 3D mediante, el espectador se adentra totalmente en el film, como si de un tercer personaje se tratara en esta odisea espacial de dos únicos protagonistas. La inmersión es absoluta y las tres dimensiones tienen justificada su uso en los noventa minutos de metraje. El cineasta consigue que el visionado sea una experiencia sensorial única al investigar con la técnica y progresar, un poco más, en la narración cinematográfica.

La historia, tildada injustamente de pornografía sentimental, es una metáfora universal sobre el renacer interior de las personas ante un hecho crucial en la vida. La protagonista, la doctora Ryan Stone (impecable Sandra Bullock con su mejor interpretación hasta la fecha), tiene un aspecto andrógeno y un nombre masculino; pues la película no va de ella, sino de cualquiera. El adrenalítico tramo final pone el punto y final a esta profunda reflexión del ser humano y concluye este carrusel de emociones (desamparo, tristeza, amor..) en un acto de valor y de perseverancia. Mientras, los restos de la cápsula Shenzou parecen ser meteoritos que dan comienzo a un segundo origen de la humanidad. La magistral música de Steven Price termina de hacer levitar del todo al espectador, hacerlo vibrar en la butaca. Y, de golpe, otro silencio atronador. Cuarón nos devuelve a la realidad. La magia del cine se termina, pero su recuerdo perdura. Gravity es una de las obras artísticas capitales del nuevo siglo y, en perspectiva de tres lustros en adelante, su importancia será apreciada con mayor claridad.

43. Amour Fou (Jessica Hausner, 2014) por Martín Cuesta

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Todo en Amour fou es una trampa, desde ese engañoso título que presagia epopeyas wertherianas hasta la romántica languidez que se desprende de sus pictóricos, sutilmente iluminados, encuadres. Quizás se podría acusar a Hausner de hanekismo, de que la ironía que reverbera a lo largo de todo el metraje es una forma de distanciamiento casi tan cruel como el falso delirio amoroso que denuncian sus imágenes, pero nosotros, quizá bienintencionadamente, percibimos pureza en la intención: ¿acaso hay mejor herramienta que el humor para aligerar el drama?. Y es que sí, hay humor en la emboscada para aspirantes a tenorios que es su película, como lo había en la mucho más famosa (y menos sutil) obra de Choderlos de Laclos, pero percibimos que la crueldad, en este caso, no reside en el punto de vista de la directora sino en la naturaleza caduca, tendenciosa, paternalista de una sociedad patriarcal abocada a la extinción. Podríamos hablar del Siglo XIX o de la actualidad, el postureo siempre ha sido el postureo. Aquí y ahora y antaño, en los rectilíneos jardines de Sanssouci, si obviamos las flores al final siempre aparece el estiércol.

42. Cheatin’ (Bill Plympton, 2013) por Nacho Vázquez

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Si entendemos el cine como una máquina de emociones y de empatía, no podemos olvidarnos de Cheatin’, de Bill Plympton. Una de las obras más completas del autor en lo que refiere a la creación de sensaciones, pudiendo sentir amor, lujuria, celos, decepción, furia, dolor y, en ocasiones, todo a la vez. Ayuda mucho que esté dibujada a mano con acuarelas y colores pastel, un estilo que le da originalidad y magia a cada fotograma. Plympton aprovecha las herramientas que le permite la animación para crear una obra llena de preciosas metáforas visuales, cargada de un simbolismo no realizado para ser razonado, sino para ser experimentado. Se podría analizar la obra y comprender con facilidad sus mensajes, pero el film no busca eso, es una película que te obliga a inmiscuirte emocionalmente en una historia de pasión desmedida. Plympton se vincula a la historia desde una perspectiva absolutamente humanista, comprendiendo en cada momento de dónde vienen esas emociones que sienten los personajes y potenciándolas visualmente. La cercanía del autor con la obra, basada en una mala relación del director, le permite reescribir su propia historia desde una perspectiva donde la pureza de los sentimientos es el principal motor de los protagonistas y no la aburrida realidad. Precisamente por eso, Cheatin’ es tan bella y representativa de lo que puede hacer el cine. Permitir a una persona poder reescribir su propio pasado, generar emociones en los corazones de los espectadores y abandonar su aburrida realidad durante una hora para disfrutar de una absoluta y bella mentira, eso es el séptimo arte.

41. 20.000 días en la Tierra (20,000 Days on Earth, Iain Forsyth & Jane Pollard, 2014) por Ainhoa Marzol

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La vida de Nick Cave parece estar regida por las normas que dictan los cuentos sobre estrellas de rock, o al menos eso da a pensar el casi medio siglo de carrera musical resumido en el prólogo de imágenes que muestra el film. Sin embargo, Cave ya tiene 54 años, o 20.000 días, y la aceptación de este fantasma pasado hace que las ambiciones prosaicas de documentar su vida queden eclipsadas por ideas mayores que surgen de ello.

Cave es la única mente directora detrás de su propia leyenda, y parece estar más interesado en mostrar la dualidad de su persona que en afincarse en cualquiera de las dos caras: cuando habla de su padre leyéndole Lolita, de la transformación de Nina Simone en un escenario o de un enigmático vecino con una vida secreta. La más propia de las egolatrías está ausente, y en su lugar lucidez y cierto orgullo. Porque él no es el Dios que los de la primera fila de sus conciertos creen que es, sino otro Dios: su propio creador.

El documental mimetiza el estilo creativo del cantante: coge la realidad y la expande, la dilata, consiguiendo inyectar todos los requisitos del documental biográfico tradicional en un film que se asemeja más a la ficción técnica. Cave convierte las personas de sus historias en personajes, las intensifica y acaba por hacerlas parte de su propia fábula. Es esta conciencia de la canibalización (como él mismo la llama) que tiene el proceso creativo de convertir en ficción toda realidad que toca lo que transforma el biopic en una alegoría del mito del mito. La incapacidad de reflejar 20.000 días de vida en un film, más allá de un puñado de anécdotas, y la plena autoconciencia sobre ello.

40. Outrage 2 (Autoreiji Biyondo, Takeshi Kitano, 2012) por Mario Iglesias

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EL FIN DE LA PARODIA

Después de un breve ciclo autoparódico con el que perdió buena parte del favor de la crítica, parecía que Takeshi Kitano se dirigía a un callejón sin salida, cansado del personaje que él mismo había sobrecargado en sus primeros años como cineasta y falto de cualquier idea que no fuese la puesta en cuestión de sus propios excesos. Sin embargo, con el díptico Outrage (2010) y Outrage 2 (2012) nos ofreció un sorprendente cambio de registro, en el cual desaparecieron ciertas constantes de su filmografía anterior, como las relaciones sentimentales imposibles o los afectos marcados por algún tipo de discapacidad, así como cierto humor escatológico, para dar un convincente giro hacia la sobriedad.

En Outrage 2, al igual que en su predecesora, nos encontramos con una depurada visión del mundo yakuza, liberado de otras distracciones que no sean los inevitables tentáculos que, en este caso, el clan de los Sanno despliega hacia la política, la policía y la economía, durante el próspero reinado de Kato. Kitano interpreta a Otomo, un otoñal yakuza que es liberado de prisión como inconsciente peón del corrupto y maquiavélico policía Kataoka, y sus apacibles maneras concuerdan con el tono a lo Melville que el cineasta imprime a la película, marcada por tenues movimientos de cámara y una prevalencia de ambientes nocturnos y tonos azulados, destacando, como en la primera parte, la procesión de coches de alta gama como parte del ritual de oropeles que usa el crimen organizado en su concisa puesta en escena.

Sin más línea argumental que una partida de ajedrez jugada a varias bandas entre los Sanno, los Hanabishi, los disidentes internos, la policía y la nueva e inesperada alianza entre Otomo y Kimura, Outrage 2 destaca como un acertado ejercicio de austeridad del que solo cabe lamentar que se perdiese en la más villana indiferencia.

39. Oslo, 31 de agosto (Oslo, 31. August, Joachim Trier, 2011) por José Manuel Rebollo

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“Una luz que va apagándose sin más
y eso es lo que sucede.
Una luz que va apagándose sin más
y eso es lo que más duele”

Tormentas – McEnroe

Anders se cansó de pelear. Estamos en Oslo y es 31 de agosto. Ni él como personaje ni nosotros como audiencia abandonaremos jamás este día en la ficción del noruego Joachim Trier, rozaremos ese 1 de septiembre que marca el cambio de mes y que es a la vez inicio y final del camino para muchos. Algo que se esconde en toda la cinta, que está debajo de las palabras, detrás de la luz u oculto en una mirada, haciendo de éste un camino con bellos momentos y silencios atronadores. Anders es un periodista adicto a las drogas en rehabilitación que obtiene un permiso para asistir a una entrevista de trabajo y ver a unos amigos. Mientras recorre las ruinas de sus 34 años de vida, con una permanente mirada gacha, en silencio se apodera de nosotros el vacío que le asfixia. Tiene amigos, tiene familia, tiene capacidad económica: ¿qué le empuja a seguir su camino a la autodestrucción? ¿acaso el hedonismo propio de su/nuestra generación le ha dejado en un túnel rumbo a las tinieblas? Anders no se cansó de pelear, comprende que la belleza con la que sueña es efímera, un fugaz reflejo que no se puede atrapar y conservar, imposible de alcanzar: un fuego fatuo.

38. Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch, 2013) por Diego Bejarano

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La hazaña de Jarmusch al estrenar Solo los amantes sobreviven fue doble: reinventar todo un subgénero del terror que parecía casi agotado —el de vampiros— y reciclar su propia trayectoria a través de nuevas vías de expresión formal —aunque nadie pueda negar la conexión con obras previas como su espléndida Dead Man—. Pero no se conformó con eso: también fue capaz de filmar la decadencia, el romanticismo más lánguido, el tedio existencial. Hizo concretos conceptos tan abstractos que solo los hubiésemos concebido a través de la descripción literaria; plasmó sensaciones y emociones con tanta intensidad que casi se podían tocar. Jarmusch despojó el mito vampírico de todos sus rasgos definitorios, desechó todo aquello que no le interesaba —dejando, por cierto, el terror en el camino—  y aprovechó el resto para recomponerlo a su antojo. Se preguntó a sí mismo: ¿cómo sería la vida de un vampiro si existiese realmente en nuestro mundo? Y la respuesta fue esta película. No habría castillos góticos ni monstruos de postín. Habría personajes que, a pesar de estar sumergidos en la incansable búsqueda de una razón de peso por la que vivir siglo tras siglo, acudirían al banco de sangre para encontrar alimento de la forma más práctica posible, se refugiarían en la música y la literatura por mero placer estético y afrontarían, de cuando en cuando, problemas familiares como cualquiera de nosotros. ¿Y las localizaciones? Detroit, Tánger: escenarios perfectos que, dotados de poderosas atmósferas, se fundirían en uno con el ánimo de sus personajes. ¿Y la música? Elemento fundamental, intra y extradiegético, que ayudaría a transmitir el cúmulo de sensaciones que emana la película (¡cómo sigue resonando en nuestras cabezas la inquietante «The taste of blood»!). ¿Y los actores? ¡Ah, los actores! Esta película no podría existir sin Tilda Swinton y Tom Hiddleston, porque ellos son, simple y llanamente, Eve y Adam. Todo funciona a la perfección en este engranaje fílmico que es Solo los amantes sobreviven.

37. Spring Breakers (Harmony Korine, 2012) por Iván Villarmea

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Spring Breakers (Harmony Korine, 2012) es una fiesta que nunca se acaba, un bucle que se retuerce hasta anular el sentido de la realidad. La película parece muy gamberra al principio, pero poco a poco se va volviendo cada vez más siniestra. Su director, Harmony Korine, debe ser un tipo divertido y retorcido a partes iguales, porque hace falta mucha retranca (y una mente sucia) para contratar a Selena Gomez, Vanessa Hudgens y Ashley Benson para poner en práctica la teoría de la precesión del simulacro. Sus personajes, en todo caso, no parecen interesarse por el tema, aunque vayan a la universidad. De hecho, están en modo ‘I don’t care’ total: son una banda encantadora de descerebradas entregadas al ocio y al placer, sin límites ni preocupaciones más allá de alargar su fantasía todo cuanto puedan. El simulacro, no obstante, es un agujero negro que todo se traga, incluyendo al propio relato, que vuelve una y otra vez sobre sí mismo con una destreza e insistencia solo comparable a The tree of life (Terrence Malick, 2011). El personaje de Selena Gomez (o más bien su agente) percibirá el peligro y no se atreverá a seguir. El de Rachel Korine recibirá un aviso en sus propias carnes y tendrá que retirarse antes de tiempo. Solo los de Hudgens y Benson llegarán hasta el final: entonces, cuando el amarillo fluorescente se junte con el rosa fucsia, cuando el climax de Scarface (Brian de Palma, 1983) parezca sacado de Mulholland Drive (David Lynch, 2001) o de Inland Empire (David Lynch, 2006), solo entonces las chicas habrán cruzado el umbral, el punto de no retorno: estarán definitivamente del lado de allá, sin necesidad de psicopompos con pinta de mafiosos de medio pelo que las guíe. El público, mientras, podrá decidir: dejarse llevar y entregarse al simulacro, o bien tomar conciencia e intentar huir de él. El simulacro, en todo caso, hace tiempo que llegó para quedarse, así que, al menos, podemos intentar pasárnoslo bien. Ya sabéis: ¡Spriiiiing Break!

36. Blind Dates (Shemtkhveviti paemnebi, Levan Koguashvili, 2014) por Álvaro Casanova

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Partiendo de una idea sencilla (Sandro tiene 40 años y necesita encontrar esposa ante la presión de sus padres por lo que, junto a su amigo Iva, organiza una cita a ciegas con mujeres de otra localidad), Blind Dates va desarrollando una historia íntima, atractiva desde el punto de vista narrativo por su capacidad para buscar el adecuado punto de unión con la siguiente escena. Gracias a un suave pero certero punto cómico, Koguashvili consigue no resultar cargante a la hora de contarnos una historia de falsas esperanzas, matrimonios erróneos, amores imposibles y, sobre todo, de falta de metas claras en un país que en la historia reciente no ha podido disfrutar de un período pleno de estabilidad. Esto se refleja a la perfección en la trama entre Manana y su marido Tengo quien, pese a su carácter violento tornado en abrupto tras su estancia carcelaria, se mantiene lejos de ese punto de maldad típico en cualquier antagonista, convirtiéndose su personaje en el perfecto reflejo de lo que es ir dando tumbos por la vida, característica común a la del protagonista Sandro pese a la evidente diferencia en el carácter de ambos. Un sutil símil que no es sino una muestra concreta de la inteligencia que va demostrando el cineasta georgiano a lo largo de esta deliciosa película.

35. Ernest & Célestine (Benjamin Renner, Stéphane Aubier & Vincent Patar, 2012) por Alberto Mulas

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A veces el cine es pura evocación. Ernest & Célestine es una cinta que se gana el corazón de su público por lo que este siente más que por lo que piensa, en un primer momento. Sin embargo, con el paso del tiempo el recuerdo cerebral es tan potente como el emocional. Todo se debe a la perfecta conjunción de imagen, sonido y dirección que hace de todos nosotros unos niños, sobre todo por su aplastante sencillez (en apariencia). Para mí, sin duda, fue uno de los grandes regalos para la vista y los oídos del 2012 ya que, además, su banda sonora contiene varios grandes momentos que reinsertan nuestras cabezas en las de un infante feliz y transparente, y que aportan más ritmo a la historia y agrandan el lenguaje cinematográfico.

Y eso que poco de niño queda en mí, pensaba antes de ver Ernest & Célestine. Un cuento invernal que hace brotar la primavera. Una película entrañable, tierna y bonita, de trazos delicados y sencillos; una pintura digna del mejor marco que no sólo se convirtió al nacer en una de las grandes películas de esta década que está a su mitad, sino también en la pequeña película de animación europea que un gran amante del cine estaría deseando ver.

Gracias a Stéphane Aubier & Vincent Patar, a Vincent Courtois & Thomas Fersen y a Ernest & Célestine, por hacerme más humano y hasta por enseñarme a no temer a las ratitas, sólo a mis prejuicios. Una lástima que su distribuidora en España se niegue a lanzarla en DVD o Blu-Ray, porque es la clase de cine que te ayuda a ser mejor persona y rejuvenecer por varios años.

34. Whiplash (Damien Chazelle, 2014) por Víctor Esquirol

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Creo que muchas películas desperdician su escena de apertura, y es algo que no entiendo, porque es sólo ahí cuando todavía tienes, seguro, la atención del público. Las luces se acaban de apagar y todavía no has perdido a nadie. Se trata pues de un momento crítico en el que, si puedo, me gusta ya crear una especie de microcosmos que sintetice buena parte de mis tesis; de la intensidad que quiero darle al film.” Y a fe que lo consigue. Con estas palabras, Damien Chazelle disecciona los primeros minutos de su apabullante Whiplash, y de fondo se oye, como no podía ser de otra forma, esa maldita batería que, para la ocasión, nos transmite ya los primeros impulsos eléctricos. A ritmo militar, claro, y con una violencia inherente sólo comparable a su magnetismo. Una hora y cuarenta -sudorosos- minutos después, vuelven a encenderse las luces, y es como si todavía estuviéramos recibiendo ese primer puñetazo. Prohibido bajar la intensidad, relajarse o dejar de jadear. La paliza es de las que hacen época. Para su segundo largometraje, Chazelle se apoya en su ya característica fusión entre cine y música, y la lleva al límite. Con la audiencia, hace exactamente lo mismo, y con Miles Teller, y con ese monstruo llamado J.K. Simmons, y con el uso de un montaje que sobrepasa lo magistral. Está claro, la -puta- excelencia, tan inspiradora como, sobre todo, tóxica, está en cada fotograma; en cada nota… porque al Carnegie Hall no se llega practicando, sino llorando… y sangrando. Y por lo que más quieran, no confundan la auto-superación con la auto-destrucción.

33. Hara-kiri: Muerte de un samurai (Ichimei, Takashi Miike, 2011) por Nacho Villalba

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Con 13 samuráis, el iconoclasta y prolífico Takashi Miike pareció abrazar una suerte de clasicismo al tiempo que incursionaba en un género (el jidaigeki) que había pisado poco o nada con anterioridad. Este espejismo, que algunos interpretaron como una entrada en una presunta madurez estilística y narrativa, dio pie a la idea de que nuestro hombre, uno de los cineastas más heterodoxos del panorama contemporáneo, había, en cierto modo, claudicado ante esa parte de la crítica que miraba con suspicacia sus trabajos más libres y extravagantes. Dicha impresión no hizo más que reforzarse con el estreno de Hara-kiri, su remake del clásico de Kobayashi, facturado igualmente atendiendo a una sobriedad muy alejada del fulgor creativo de su autor.

Ahora bien, ¿había realmente renunciado a la locura el artífice de Audition? En opinión de quien esto escribe, no. Ocurre sencillamente que dicha locura se había infiltrado en sus nuevas creaciones a través de una puesta en escena tan aparentemente clásica (rigor formal férreo, reflejado en un exquisito gusto en la composición del encuadre), como hábil a la hora de resaltar la turbiedad dramática que recorría, soterradamente, cada minuto de metraje de ambas películas (en el caso de Hara-kiri, hasta cuajar una atmósfera enrarecida, casi eléctrica, dentro de su calmada disposición).

Pausada, detallista e hipnótica, Miike arranca en Hara-kiri la piel del relato (descarnándolo hasta el hueso) con una suavidad inusitada, conduciendo al espectador al corazón mismo de esta trágica historia de pobreza, injusticia y sacrificio con verdadera mano de hierro, dando tanta o más importancia al drama de sus personajes que a la violencia física a la que los arrastra su difícil situación. La demencia de Miike nunca desapareció: se sublimó a través de una puesta en escena de hermoso recogimiento (con unos interiores tenebrosos que remiten a Caravaggio o José de Ribera) que, en su tranquilo discurrir, acaba alcanzando unas cotas de emoción y enfermiza belleza muy raras de encontrar en el cine que se hace hoy en día.

32. The Master (Paul Thomas Anderson, 2012) por Pep S. Ledoux

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En el año 2012, entre la estupenda Pozos de Ambición y su tan desconcertante como divertida visión del universo Pynchon  de la reciente Inherent vice,  el gran Paul Thomas Anderson nos obsequió con esta personal y apasionante obra que coincide con las dos anteriormente citadas en diseccionar una década muy concreta de su país (como también hizo en sus dos apasionantes obras corales de los 90, Boogie Nights y Magnolia).

The Master depara un sarcástico y pausado lienzo sobre la posguerra estadounidense de la segunda guerra mundial. El director angelino va  mucho más allá de la mera crítica hacia las instituciones religiosas de dudoso proceder que se multiplican en tiempos complicados y, como siempre, se detiene especialmente en las circunstancias que dominan las complicadas relaciones humanas, generadoras de la confusión total de unos personajes atrapados en su burbuja de remordimientos y de voluntario aislamiento, guiados por unas imprevisibles motivaciones que les inducen a comportarse de manera insondable, caracterizados por elegir casi siempre el camino más tortuoso y absurdo en su existencia.

Anderson,  en su trabajo más desafiante, complejo  y ambiguo, del cual cada uno puede dar cuerpo a su antojo  a la multitud de ideas expuestas en cada rincón, vuelve a ofrecer un apartado visual deslumbrante con una paleta de colores con marcados guiños estéticos al cine de los cincuenta, aunque en esta ocasión prescinde de buena parte del virtuosismo y la ambición técnica de obras anteriores en beneficio de una puesta en escena más absorbente que se preocupa esencialmente de situarnos en la psique del encorvado protagonista, con la inestimable ayuda de la partitura extraña y disonante de Jonny Greenwood (miembro de Radiohead). El duelo interpretativo entre un Joaquin Phoenix más inspirado que nunca y el añorado Philip Seymour Hoffman es de los que permanecen en la retina.

31. La chica del 14 de julio (La fille du 14 juillet, Antonin Peretjatko, 2013) por Pedro Villena

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Resulta curioso cómo la premisa tragicómica sobre la que se desarrolla la historia de La chica del 14 de julio –la cancelación institucional de un mes de las vacaciones de verano para aumentar la productividad– podría no llegar a ser tan descabellada en el contexto actual de pleitesía ciega a los dictados de la todopoderosa Europa. Quizás por eso mismo Antonin Peretjatko se propone caricaturizar la debacle antes de que realmente llegue a producirse. El simple hecho de pasar a cámara lenta el desfile del Día de la Bastilla al principio de la película, recurso tan básico como efectivo, coloca a sus personajes por encima de los designios políticos, lejos de esa corrección de la que escapa el mundo que se mueve a la velocidad normal.

La exploración que Peretjatko hace de Francia va más allá del granado catálogo de referencias a su cinematografía; nos introduce en su historia, sus representaciones artísticas, y sobre todo en la vida de sus habitantes, desprovistos por la imparable modernidad de su sagrado derecho de ir a la playa.

Aunque es también a través de estas referencias al cine francés como se encauza una suerte de road movie que es difícil de clasificar sin pensar en los delincuentes de andar por casa a los que Godard sumía en sesudas reflexiones en voz en off, ni tampoco sin la vivacidad que desprendía el slapstick de Jaques Tati en Mon Oncle, con los frustrados esfuerzos de Monsieur Hulot por pasar desapercibido. La joie de vivre, esa irracionalidad inseparable de la idea del amor y de la vida en general impulsa al insospechado cuarteto protagonista hacia sus ansiadas vacaciones de verano, una meta que ni el Banco Central Europeo les podría arrebatar.

30. Winter Sleep (Sueño de invierno) (Kis uykusu, Nuri Bilge Ceylan, 2014) por Juan Pairet

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Fue en mi primera incursión en el Festival de San Sebastián cuando me enfrenté a Winter Sleep (Sueño de invierno). El último día y tras el cansancio acumulado de toda la semana. Me habían aconsejado que no fuera, que conociéndome no merecía la pena: al fin y al cabo, se trataba de una película turca de 3 horas (y pico) de duración. Ahí estaba yo, temeroso de Dios y de la figura de Nuri Bilge Ceylan. ¿Qué narices era eso tan importante que requería de tres horas (y pico) de mi vida?

Tres horas (y pico) después, incluso sentí que acabase. Unos turcos hablando durante tres horas (y pico) no me habían sido suficientes, que aún estando de resaca quería más. Los ojos como platos, y el corazón en un puño. Lo cierto es que ahora mismo, más de un año después de aquello, apenas sí recuerdo algo concreto de la película. Tengo una imagen mental un tanto vaga que contrasta con el recuerdo tan vivo de la experiencia de haberla visto. Una experiencia que además me llevaré a la tumba, aunque suena tan dramático decirlo de esta manera…

La película en sí misma es cierto que la puedo tener algo olvidada, como nos ocurre a todos: son muchas, tantas las películas que vemos que el cerebro no da a basto. Pero no puedo evitar sonreír cuando escucho o leo su nombre, porque mi cerebro automáticamente activa el recuerdo de su visionado. Y eso me crea una sensación que se resume en una sola frase: cine con mayúsculas. Aquel que, más allá de la propia película o de una mera opinión, es capaz de generar algo que perdure en el tiempo.

29. Dos días, una noche (Deux jours, une nuit, Jean-Pierre & Luc Dardenne, 2014) por Gonzalo Ballesteros

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El cine de los hermanos Dardenne siempre ha estado cerca de las clases bajas o los marginados, huyendo de posiciones maniqueas y de miradas condescendientes, lo suyo es un cine compacto, sin fisuras y con el nervio suficiente para emocionar una y otra vez. En Dos días, una noche (Deux jours, une nuit) Jean-Pierre y Luc Dardenne deciden apostar por una estrella internacional, Marion Cotillard, para esta historia donde una única protagonista carga con todo el peso. Es una película que encuentra la emoción por la vía de la introspección pero también de la narración al enfrentarnos a una carrera contrarreloj, Dos días, una noche termina convirtiéndose en un thriller social.

Por otro lado, abordar una película sobre la clase trabajadora en un momento en el que Europa -mediante las políticas neoliberales y de austeridad- ha destruido la clase media no deja de ser arriesgado pero los belgas tienen una enorme capacidad para sintonizar el estado de la sociedad, pese a llevar casi tres décadas haciendo cine han sabido adaptar sus sensores al momento actual y el resultado es claro y meridiano. A diferencia de otros filmes, en esta ocasión los directores no están poniendo el foco sobre los márgenes del sistema, lo están haciendo sobre el epicentro. La historia de Sandra es dolorosamente nuestra, empatizamos con ella y su situación pero también con la de sus compañeros. Por eso es tan importante que acompañemos en su viaje a Sandra porque en su espalda está la esperanza de la clase trabajadora que puede estar machacada pero que sigue teniendo en su mano la capacidad de ser heroica.

28. La mirada del silencio (The Look of Silence, Joshua Oppenheimer, 2014) por Alfonso Mazarro

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Ramli era un joven comunista indonesio que, durante el golpe de estado militar de 1965, fue asesinado por un grupo paramilitar. Un millón de personas corrieron ese año la misma suerte que él. Cincuenta años después, su hermano Adi, que no había nacido aún en ese momento, busca respuestas, y quizá consuelo, entrevistándose con los verdugos, con la cámara de Joshua Oppenheimer como testigo. Ninguno de los responsables pide perdón, sí algunos de sus familiares. Quizá tengan que morir todos los genocidas antes de que pueda haber reconciliación en Indonesia. Oppenheimer filma la odisea vital de Adi con una sensibilidad no muy habitual en documentales de este tipo, en silencio, sin imágenes de archivo, con ningún interés por el morbo gratuito… La mirada  del silencio es el documental que uno tenía la necesidad de ver después de The act of killing, en donde el punto de vista lo ponían los verdugos, sin un ápice de remordimiento. Las imágenes de Adi con la mirada fija, sin pestañear, tragando saliva, mientras observa en una pequeña TV el relato frío y salvaje que hacen los asesinos de su hermano, poseen tal fuerza que será muy difícil que nadie que vea este documental pueda olvidarlas. Refleja de maravilla La mirada del silencio los tres puntos de vista en esta historia, el miedo y el dolor de las víctimas, la indiferencia de los testigos y la frialdad y la crueldad de los asesinos. «El pasado, pasado está», dice uno de los supervivientes del genocidio en un momento del documental. «El pasado, pasado está», dice más tarde uno de los paramilitares. Misma frase, muy diferente significado.

27. Nader y Simin, una separación (Jodaeiye Nader az Simin, Asghar Farhadi, 2011) por Sergio Díez

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El director iraní Asghar Farhadi (A propósito de Elly, El pasado) nos entregó en el año 2011 este drama sobre el divorcio de un matrimonio de clase media en Irán. El film ganó en el Festival de Cine de Berlín el Oso de Oro a la Mejor película y el Oso de Plata al Mejor actor y a la Mejor actriz. También recibió el Oscar a la Mejor película de habla no inglesa, y estuvo nominado al de Mejor guion.

Simin quiere irse del país para ofrecer un futuro mejor a su hija. Su marido, Nader, quiere quedarse en Irán para cuidar a su padre, enfermo de alzhéimer. Ella le pide el divorcio, aunque en realidad no lo desea; y él se lo concede. Ella no soporta la indiferencia que recibe de su marido, que no luche más por ella a causa de un orgullo que impide cualquier reconciliación. Un amago de separación llevará a una separación verdadera.

Farhadi profundiza en cómo afecta una enfermedad a la unidad familiar, en el funcionamiento de la justicia, en el papel de la religión y en la subordinación de determinadas mujeres a sus maridos en el Irán contemporáneo. La película tiene además el mérito de derribar prejuicios sobre lo que creemos que es hoy en día el país persa pues, sin negar sus particularidades, nos sentimos asombrosamente cercanos tanto a los acontecimientos y a los conflictos que presenta como a la forma de narrarlos.

Unas interpretaciones naturales y sinceras contribuyen a que funcione un guion sobresaliente y complejo, minuciosamente elaborado. Todos los personajes tienen sus razones y el espectador no saber a favor de quién posicionarse. Ante diferencias de carácter como las que plantea la película, solo queda hacer lo que creemos correcto, respetarnos a nosotros mismos y al otro, y aceptar que muy probablemente nos equivoquemos  con nuestras decisiones. Quizá en un futuro todo mejore; mientras tanto, seguiremos agarrados a nuestros prejuicios y temores. Como en el plano de cierre de la película, sentiremos el frío de esa prolongada espera en la que está prohibido mirarse.

26. Bellflower (Evan Glodell, 2011) por Daniel De La Cuesta

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Apareció de la nada y fue para quedarse en nuestro imaginario. Bellflower. La historia de dos chicos que, aburridos durante el asfixiante verano de un lugar aleatorio de la costa americana, deciden crear su propio muscle car para dominar el aún por llegar apocalipsis como Lord Humungus dominaba The Wasteland en la segunda parte de Mad Max. Con una espontaneidad salvaje se engarza esta idea con el transcurso decadente de ese verano que solo una chica como Milly puede convertir en inolvidable. Lanzallamas, motocicletas, viajes, venganzas, alcohol, violencia y amor se entrecruzan a un ritmo vertiginoso en la vida de personas tan corrientes como cualquiera de nosotros, embebidos en la referencialidad pop de lo cool. Porque al final esa es la idea transversal a Bellflower, cómo nuestro universo cultural se traslada a la realidad y comienza a crearnos una espiral de confusión que no cesa. Cómo, al mismo tiempo, una imagen suficientemente potente lo puede cambiar todo. Lo dice claramente Aiden a su amigo Woodrow: «Dude, it’s cause you’re thinking about the wrong shit. You need some better images in your mind». Y en ese momento aferrarse a la imagen de ellos dos huyendo, dedicándose inequívocamente a molar en cualquier otro lado, hace posible, real, tangible convertirse en El Señor del Fuego, en Humungus el que no se deja dominar por nadie.

Bellflower es, apoyada en su virtuoso material audiovisual, el delirio estético y melancólico de una juventud hedonista e insegura. Los hijos bastardos de la Cultura de la Imagen.

25. Shame (Steve McQueen, 2011) por Caith Sith

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Shame me golpeó de forma completamente inesperada cuando la vi por primera vez en el Festival de San Sebastián. Conocía la obra de su director, pues Hunger me había parecido ya un golpe en seco gracias a que puso en el mapa definitivamente a Fassbender, pero en ningún caso sabía que lo que estaba a punto de presenciar cuando se apagaron las luces iba a llegarme tan dentro. La primera secuencia, con un hombre cruzando miradas con una mujer en el metro a ritmo de Hans Zimmer ya me capturó, pero la cosa fue en ascenso hasta una secuencia que considero clave para entender la psicología de la obra: una conversación entre Fassbender y Mulligan en la que ambos, como hermanos, dialogan y conversan primero de forma jovial y más adelante violenta. Su relación era palpable, creíble, sentida; dos actores brillantes intercambiando diálogos mientras la cámara de McQueen filmaba sin interferir en ningún momento, como simple registro de acontecimientos. Shame está plagada de esos momentos en los que asistimos al trabajo de una cámara fantasma que no filma; registra el movimiento. La carrera nocturna de Fassbender, el plano fijo de Mulligan cantando New York, New York, la fascinación por el cuerpo y aquello que lo daña… Shame es una de las películas capitales de los últimos tiempos, y quien sólo vea en ella sexo y desenfreno, desde luego está bastante distanciado de lo que en verdad es la vida.

24. Django desencadenado (Django Unchained, Quentin Tarantino, 2012) por Jorge Aceña

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Original, atrevido, innovador, peculiar, colérico, apasionado, respetuoso y a la vez transgresor, auténtico, brillante…único. Así es Quentin Tarantino, uno de los directores más fascinantes y genuinos de todo el panorama actual. Pero, ¿Qué pasa cuando una película reúne todas las características intrínsecas de un autor determinado, reconocibles momentáneamente, y que se compone únicamente por todas aquellas virtudes que encumbraron en su día a su creador? Pues ocurre que solo podemos estar ante una película redonda. Y sí, Django desencadenado es la más eficaz, explosiva e magnífica película de Tarantino desde todo un tótem cinematográfico como Pulp Fiction.

Si estructuramos la filmografía de Tarantino en tres etapas, siendo la primera más “pulp” (Reservoir Dogs, Pulp Fiction, Jackie Brown), la segunda más homenaje (Kill Bill 1 y 2, Death Proof) y la tercera más entremezclada (Malditos Bastardos y Django Desencadenado), la proliferación de los caracteres de las dos primeras etapas hacen que nazca una nueva fase mucho más fructífera y coral, donde el impacto de sus obras más insólitas y la vital reminiscencia pasional y nostálgica hacia el cine de antaño nunca va a dejar de parecernos sorprendente. Solo ha bastado ver el segundo trabajo del incandescente pack tarantiniano para quedar rendidos (una vez más) a los pies de este maestro absoluto. Y donde caer mejor que en la parte más venerada por Tarantino de entre toda la anatomía.

Así pues, Django Desencadenado funciona como un modelo de revitalización imponente y como una conjunción incisiva y despampanante de todo un registro tan blindado como el suyo propio. Poseedora de innumerables secuencias sensacionales, no hay reproche posible para un western tan vigoroso como inolvidable. Guión impecable, un uso de la música extremadamente preciso, montaje dinámico, interpretaciones extraordinarias…Lo que viene a ser una película de Quentin Tarantino.

23. I Am a Ghost (H.P. Mendoza, 2012) por Manu Argüelles

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I am a Ghost es la deslumbrante demostración de que el cine gótico no necesita más que una localización, una ambientación evocadora, pocos personajes -aquí uno sólo tiene presencia física-, y sobre todo mucha personalidad. Ya saben, las gloriosas enseñanzas de Polanski y su cine de la opresión. De esta manera, no sólo se erige en un perfecto manual de cómo construir una película de terror con esta filiación -su condensación y minimalismo clarifican los códigos y la gramática visual-, sino que además pone en evidencia el fraude de películas prefabricadas como El orfanato (Juan Antonio Bayona, 2007) o Los otros (Alejandro Amenábar, 2001), vestidas con el nuevo traje del emperador.

Pero la película de H.P. Mendoza no sólo se limita a ser un caligráfico e ingenioso ejercicio nostálgico sino que se adscribe perfectamente a nuestro entorno multipantalla donde impera lo hegemónico de lo visual. Dado que, siguiendo la brecha abierta por James Wan y su brillante reformulación a través de Insidious (2010), hace visible aquello que siempre había estado fuera de campo: lo espectral. Y no para conseguir un efecto sorpresa en lo argumental (ahí la diferencia con Amenábar ya que él juega con la apariencia de lo que no es) sino para trabajar la compleja estructura de la identidad a partir de lo sobrenatural. ¿Nos excedemos si buscamos una analogía entre lo que le sucede a la protagonista con el proceso conocido como salida del armario? La posibilidad existe como si buscamos cualquier equiparación con un proceso traumático de aceptación. Porque en todo caso, no hay nada que mejor nos represente en el cine contemporáneo que la fantasmagoría: ese espacio evanescente y contaminado, esa forma de trastornar lo real en fantasía, ese miedo que se convierte en puro exceso y en su afluencia nos devuelve el goce de lo sublime, aquello que nos aterra tanto como nos fascina. Porque nos construimos en un completo estado dislocado, sin historia, sin ideología, sin creencia.

En esta brillante inversión de dimensiones de I am a Ghost, lo humano pasa al estado ausente, por lo que lo único que nos queda es esa delicuescente naturaleza de lo virtual. Lo físico adquiere nuevos contornos, mientras que las repeticiones abruptas, obsesivas y fragmentadas distorsionan nuestra percepción de lo ordinario. Al fin y al cabo nuestros circuitos de la memoria nos llevan siempre al mismo destino: soy… y  en eso seguimos perdidos, en el laberinto de un lugar que ya no nos pertenece, en el que sólo somos rastro de algo que ya no existe.

22. El gran hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, Wes Anderson, 2014) por Nicolás Ruiz

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ROMPER LA SONRISA

Nuestra primera cita fue Moonrise Kingdom,
como quienes hallan un pasado ajeno
que se convierte en memoria robada.

Fuimos Sam y Suzy en ese océano
que habita el recuerdo, oleaje que,
en ecos,
muere en la orilla,
costas sedientas huyendo del olvido.

Y buscamos nuestras huellas en las playas
que no existen en Lutz,
a miles de latidos de El gran hotel Budapest,
vistiendo de gala a la nostalgia.

Quisimos ser Agatha y Zero en un cementerio
donde solo habita la mirada y no la caricia,
en la cartografía del recuerdo,
en la búsqueda y no el hallazgo.

Y ya no bailábamos en la playa
sino que hablábamos, en salones decrépitos,
de cómo bailábamos en la playa.

Recorrimos el tiempo para mirar atrás,
como quien invierte una sonrisa
convertida en paréntesis.

Quisimos ser un futuro
que deseara ser pasado.

Y como esas sonrisas que nacen amargas
rasgadas por la navaja del tiempo
nos descubrimos en la mecánica
que convierte el recuerdo en viento.

Sonreímos al alba como desconocidos
en la fuga inagotable del descubrimiento
para habitar ahora este hotel yermo
que nos parte la sonrisa en una mueca de muerto.

Porque Suzy, Sam, Agatha y Zero son los actores
en los mismos recuerdos, revividos desde lugares
distintos, en bodas o funerales:
proyecciones que no se encuentran en el mismo camino.

21. The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012) por Manu Cabrera

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¿Qué usted no sabe nada de Indonesia? Bueno, pues vamos a hacer una cosa: vamos a rodar una película que ni es documental ni es no-ficción. Desde luego ciencia-ficción sí que no es: esto ha ocurrido de verdad. Y podría sugerirle que vaya, vaya y pregunte… pero le adelanto que nadie le dirá nada a cerca de lo que ocurrió durante aquella época. Nada a cerca de las matanzas y el sadismo, o de la corrupción que aún hoy es un triste remanente. Nada le dirán sin mirar antes por el rabillo del ojo. ¿Y así como se rueda un documental? Me dirá. Así no se rueda ni un documental ni nada, está claro. Así lo único que puedes hacer es prestarle tu cámara a ese verdugo que aniquilaba una vida con la misma depravación e inocencia que un niño puede amputar las patas de una mosca… y que dios nos pille confesados.

Así se articuló The act of killing en 2012, jugando con un lenguaje tan aterrador y naif que apenas puedes sobreponerte a su puesta en escena en cada cambio de acto. ¿Pero qué me estas contando? ¿Y ese número musical surrealista bajo la cascada cuando minutos antes me habías descrito pormenorizadamente cuál es la mejor y menos engorrosa forma de estrangular a un comunista? Y aún así eso no es lo que más angustia, en realidad. Buena molestia se toma Oppenheimer de esbozar un retrato costumbrista de sus protagónicos saturnos devorando a sus hijos, recreando matanzas en pueblos con niños lagrimando ante la incomprensión. Y tú, pobre espectador… no sabes si la película debe o no sobrecogerte o simplemente hacerte gracia… hasta que entran los créditos y ves que gran parte del equipo indonesio no ha querido dar su nombre. ¡Lo que no nos habrán contado!

20. En la casa (Dans la maison, François Ozon, 2012) por Antonio Cabello Ruiz-Burruecos

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HIPNOTISMO META-NARRATIVO

Justo atrás, en la última fila de la clase, ese es el lugar del espectador, el punto de vista privilegiado que nos reserva François Ozon. Ante nosotros, el cineasta francés despliega su juego más sofisticado, toda una lección de meta-narrativa, de plasticidad del lenguaje, de gusto por el detalle, de absorción de los referentes (Pier Paolo Pasolini, Woody Allen o Alfred Hitchcock) y, sobre todo, de convergencia artística. Porque el espectador, al igual que el perverso Ozon, sabe que “la vida sin historias no vale nada”, y, claro está, entonces decide entrar En la casa: el relato de un alumno extrañamente fascinado por aquello que simboliza un hogar perteneciente a una familia de clase media, bajo cuyo techo experimentará unas vivencias que atraerán a su profesor de literatura hasta las últimas consecuencias.

¿Dónde termina la realidad y comienza la ficción? François Ozon nos posiciona en un presente atemporal, idéntico al punto de vista adoptado por el alumno protagonista, pero la mezcla de géneros, la confusión de las linealidades y el ágil ritmo de la narración actúan sobre el espectador como una hipnosis de la que solo se despertará cuando el profesor lo decida. A través de la obra de teatro de Juan Mayorga (El chico de la última fila), Ozon logra potenciar las características de su cine hasta su madurez (el proceso creativo del autor, el manejo del suspense, los juegos de identidad o el retrato de la clase media francesa) apoyándose, a su vez, en la intrigante música de Philippe Rombi y en las notables interpretaciones de Fabrice Luchini y Ernst Umhauer. Después de todo, recuerden, “siempre hay una forma de entrar en la casa”, así que observen, imaginen y transgredan para entrar en ella.

19. Our Sunhi (Woori sunhee, Hong Sang-soo, 2013) por Luis Suñer

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Sin la imponente figura occidental de un peso pesado como Isabelle Huppert, quien protagonizó la interesante En otro país (2012), parece misión imposible que llegue a salas comerciales la obra de uno de los cineastas independientes más importantes del momento, el surcoreano Hong Sang-soo. Our Sunhi (2013), filme que se hizo con el premio al mejor director en Locarno (festival afín en el cual este año se ha llevado la mejor película con Right Now, Wrong Then), solo se pudo disfrutar en España gracias al festival de Gijón.

Siguiendo la estela un poco woodyalleniana de trabajos anteriores como Nobody’s Daughter Haewon (2013), nuestro particular cineasta adicto al soju (vino de arroz típico de su país), quien confiesa levantarse todas las mañanas, ir a la localización escogida antes que nadie y escribir en ese preciso instante el guion de las escenas a rodar ese día, construye un relato que gira en torno a las temáticas ya tratadas a lo largo de su filmografía. Rondando en torno a una joven y bella protagonista, Sang-soo nos regala, mediante su dirección pausada de planos secuencia fijos con leves movimientos y zooms que inciden en el énfasis dado a algo en particular sin romper la ilusión de veracidad, el reflejo de una juventud perdida que ahoga sus frustraciones nacidas de la incomunicación en el alcohol y la autocomplacencia.  Desde lo más tragicómico de la existencia, nos topamos ante la universalidad de una manera de ser, una oda al fracaso social, amoroso y a veces laboral que nunca se da por vencido y que nos acompaña incesante en el continuo ridículo que supone la vida.

18. Saint Laurent (Bertrand Bonello, 2014) por Antonio Sánchez Marrón

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Bertrand Bonello ha explorado, a lo largo de su filmografía, diferentes aristas que rodean al sexo como motor de la existencia humana. Desde Le pornographe hasta su trabajo en Saint Laurent, el cineasta francés ha utilizado la sexualidad bien como excusa, bien como línea temática de cara a sus posteriores trabajos. Saint Laurent ha resultado ser un experimento en el que la elegancia de su forma se yuxtapone a la grandilocuencia y pompa (con sobrada circunstancia) de su fondo.

Saint Laurent presenta a un dios en plena caída libre. Alguien que una vez tocó el cielo y fue despojado de sus alas por la propia inoperancia de sus actos. Un hombre que en una ocasión fue solo eso, un hombre. Aquel que dominó una época en un universo tan frívolo como la propia línea temática de su biopic, la moda. Bonello tiene, casi al final de la película, un portentoso detalle consistente en mostrar la decadencia de un icono de la moda a través de los ojos precisamente decadentes de un icono del cine (y no por casualidad) de la época en la que Yves Saint Laurent recibía atronadoras ovaciones en las pasarelas de todo el mundo. ¿Quién podría identificarse mejor con la figura de aquel que un día lo tuvo absolutamente todo que el actor alemán Helmut Berger? ¿Quién podría sentir mejor en su interior lo que es el crepúsculo más absoluto?

Gaspard Ulliel confiere a su personaje de un misterio exquisito, una claustrofóbica composición que agranda aún más la leyenda de su personaje. Bonello ha realizado un biopic sin el consentimiento de aquellos que rodearon durante su vida al modisto, especialmente sin la aprobación de Pierre Bergé, compañero sentimental de Saint Laurent durante la práctica totalidad de su vida. Bonello se desmarca de la biografía “oficial” cinematográfica (estrenada también en 2014) y cuya carrera en cartelera ha seguido una estela ascendente. Sin embargo, la riqueza visual, temática y mística del Saint Laurent de Bonello supera cualquier acercamiento insulso y oficialista de todo un mito del siglo XX.

17. Casa de tolerancia (L’apollonide, Bertrand Bonello, 2011) por Àlex Pérez Lascort

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La podredumbre, la miseria. Esto es el plano final de L’Apollonide. El final de un trayecto que parece indicar el destino moral del mundo de la prostitución. Pero nada es lo que parece en manos de Bertrand Bonello. La belleza es, para el director francés, el leitmotiv de todas las cosas, incluida la decadencia.

Porque efectivamente, esta casa de tolerancia es un compendio de bellezas decadentes. Un rapto a hurtadillas de cuando ser puta no era insulto sino casi un noble ejercicio de demacrada aristocracia. Nada aquí es gratuito, ni los anacronismos, ni las descontextualizaciones. Ni tan siquiera el título. Recuerdos de la casa cerrada. ¿Y qué son los recuerdos sino distorsiones más o de lo vivido? ¿O acaso no las cambiamos a voluntad para embellecerlo todo?

El primer beso o la primera felación, el baile novecentista a ritmo de Nights in White satin, la apertura de puertas con el primer gas light mientras suena Lee Moses.  Imposibilidades manifiestas que en pantalla Bonello hace que sean funcionales, creíbles y exuberantes. Cromatismos que supuran el fotograma  e invaden ojos, mentes y cuerpos. Y por supuesto la crueldad, violenta, salvaje, abusiva y refinada. Ser objeto de deseo, miembro pasivo de una humillación suave como la seda y cortante como el filo de la navaja de un perro andaluz.

Eso es L’apollonide. Contraste, juego, narración y cero moralidad. No, no es amoralidad de lo que habla sino de ausencia de prejuicio, de pintura automática, de reflejo Toulouse Lautrequiano. Bonello con escalpelo, pincel y microscopio. Científico y romántico. Amour fou en toda regla.

16. Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) por Yago París

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La corta filmografía de Carlos Vermut es una transgresión continua de los géneros cinematográficos. El director español domina los estándares, lo que le permite jugar con ellos. Sin embargo, su narración nunca se sale de lo real o lo verosímil, ni tampoco abandona el propio género. Simplemente, retuerce las reglas y estira sus bordes para lograr la extrañeza en el público. Un desconcierto que no nace de ofrecer algo extraño, sino inesperado. Magical Girl (2014), su última obra, es la máxima expresión de estas ideas: un neo-noir castizo que manipula a su audiencia al encauzarla hacia unas expectativas que nunca se cumplen, lo que dispara la expectación con balas de incertidumbre.

Para no hacer el ridículo y caer en la pretensión insípida, el manejo del tono debe ser exquisito. El solapamiento de géneros requiere una precisión quirúrgica, que evite el estorbo mutuo y alcance la sinergia. A la imposibilidad de adivinar la siguiente línea de diálogo se le suma esa indefinición definida que de manera tan sutil deja a la audiencia en constante fuera de juego, incapaz de discernir las intenciones del autor y sin saber si reír, estremecerse o ambas cosas a la vez –el mayor hallazgo de la corriente del posthumor, con la que el director y guionista colabora estrechamente–. Vermut permite que el espectador decida cómo reaccionar frente a cada situación. Una exigencia para su público, a la vez que el mayor acto de respeto hacia éste, al que trata con respeto, madurez y, lo más importante, hace partícipe. Y es que en el cine de Carlos Vermut, más que nunca, la obra se completa en nuestra mente.

15. El Havre (Le Havre, Aki Kaurismäki, 2011) por Antonio M. Arenas

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No hace falta imaginar una película más claramente significativa de nuestros tiempos, en la que un cineasta haga acto de presencia artística en un mayor grado de expresión, donde la esperanza y los milagros reinen frente al desengaño cotidiano y los titulares de los periódicos, para que pese a todo sintamos la extraña complicidad de encontrarnos ante una reunión de amigos como esta, eso sí, rodeados de buen vino. Existe Le Havre (2011). Aki Kaurismäki recupera a su protagonista de La vida de bohemia (1992), Marcel Marx, anciano limpiabotas cuya dignidad traspasa lo ordinario, creando un microcosmos donde la honradez y el compañerismo confirman que la revolución en el cine y en la vida solo puede ir del lado de la solidaridad y los más débiles. De aquellos sin papeles o de los que los pierden para dejar el cine y marcharse a un pueblo perdido de Portugal a construirle un invernadero a su mujer.

En Le Havre, como en buena parte de la filmografía del finés, la sencillez de sus elementos remiten a la puesta en escena del mudo, alcanzando lo sublime desde las herramientas cinematográficas más básicas: la colocación de un florero, un emocionante movimiento de aproximación a primer plano o la complicidad que establece el plano-contraplano. Una búsqueda de la pureza en lo elemental que se refrenda en una escena, la apertura de un contenedor portuario en el que se hacinan numerosos inmigrantes subsaharianos, imagen fundamental para entender el siglo actual y que gracias a Kaurismäki cobra todo su significado. Son sus miradas en la penumbra, la expresión de sus ojos, los motivos por los que el cine tiene sentido en nuestros días y por los que esta película trasciende la travesura de sus protagonistas hasta convertirse en un alegato político y cinematográfico extraordinario, cerezos en flor mediante.

14. A propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, Joel & Ethan Coen, 2013) por Carlos Fernández Castro

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La filmografía de los hermanos Coen está plagada de perdedores, pero ninguno de ellos es tan patético como Llewyn Davis. Cuando alguien siente que es el mejor en su especialidad, y el éxito le esquiva constantemente para encumbrar a rivales que considera inferiores, puede claudicar o emprender su particular lucha contra el mundo con todas las de perder. Al igual que tantos otros, el protagonista de este film comete el error de pensar que todos se equivocan al no rendirse a sus pies, desprecia a los que han conseguido sus sueños, y piensa exclusivamente en si mismo.

Y es que los Dioses ciegan a los que más tarde pretenden castigar. De acuerdo con la moral griega, podríamos afirmar que los hermanos Coen culpabilizan a Llewyn Davis de haber cometido un hibris, es decir, haber aspirado a metas que no estaba llamado a conseguir. Por esa misma razón, está condenado a fracasar eternamente, una y otra vez. De nuevo, encontramos referencias a la literatura clásica griega: aquí, la Odisea está protagonizada por un Ulises armado con una guitarra acústica y dotado de un inmenso talento; pero al contrario que el héroe de Homero, Llewyn ni siquiera tiene un hogar al que regresar después de haber sufrido un sinfín de penurias y haber experimentado los sinsabores de la caprichosa industria discográfica.

Afortunadamente, los Coen compensan el pesimismo de esta narración con su típico sentido del humor y la refrescante extravagancia de algunos personajes. Pero incluso en los momentos más relajados, los cineastas americanos disparan con malicia contra el populismo del negocio musical y el borreguismo de las grandes masas.

A Propósito de Llewyn Davis recrea ese Nueva York de los años 50 que vio nacer a Bob Dylan y vivió la efervescencia de un novedoso estilo musical. En sus garitos tenuemente iluminados, presenciamos los nacimientos de un nuevo mito y la emergente estrella cinematográfica que lo interpreta. Seamos sinceros, un alto porcentaje del éxito de esta película corresponde a ese Oscar Isaac de pelo rebeldemente rizado y mirada melancólica que jamás olvidaremos.

13. Moonrise Kingdom (Wes Anderson, 2012) por Mari Carmen Fúnez

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Dear Suzy, here’s my plan
           Dear Sam, my answer is yes
                                  Dear Suzy, when?
                                            Dear Sam, where?

Cuándo. Dónde. Simples detalles sin importancia para comenzar la aventura de las vidas de Suzy y Sam. La aventura del amor. Así de fácil… cuando se tienen 12 años.

Y así de complicado cuando se crece: incomprensión, soledad, insatisfacción y frustración en un mundo adulto que no comprende la necesidad de dos niños, a quienes ese mundo adulto ha dejado incompletos, de buscarse y encontrarse para complementarse el uno al otro.

Bob Balaban avisa, rompiendo la cuarta pared, de que una tormenta acecha a la isla. Sólo quedan 72 horas para que un nuevo diluvio arrase con la aparentemente apacible Black Beacon; 72 horas para que Suzy y Sam puedan alejarse de la realidad de sus vidas carentes de amor y disfrutar de su complementariedad. Lejos de la marcialidad del campamento Ivanhoe. Lejos de la frialdad de un hogar que exteriormente semeja una casita de muñecas. Huir por amor, luchar por amor e incluso morir por amor. Unos Romeo y Julieta que a ritmo de Françoise Hardy se dan su primer beso exactamente en la mitad del film. Simetría marca de la casa Wes Anderson. Un beso que rompe con el ritmo marcado por los jóvenes enamorados y provoca una segunda parte en la que pierden el control en favor de los adultos que, paradójicamente, se encuentran más perdidos emocionalmente que ellos.

Al igual que los instrumentos van entrando uno a uno y con suavidad en las variaciones de la banda sonora compuesta por Alexandre Desplat, en Moonrise Kingdom el compás se va acelerando hasta llegar a un tramo final desenfrenado en el que todos los elementos convergen y estallan. Vientos dulces y cuerdas suaves dejan paso a la percusión, la aparente calma se rompe con la tormenta y, después de ésta, de nuevo la calma. Es pronto para hablar de orgasmos, aunque Suzy y Sam acaben de experimentarlo sin ni siquiera darse cuenta.

Car le temps de l’amour ça vous met au coeur
Beaucoup de chaleur et de bonheur

12. El cuento de la princesa Kaguya (Kaguya-hime no Monogatari, Isao Takahata, 2013) por Javier H. Estrada

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Llegará el día en que la cinefilia internacional se lamentará por haber relegado a Isao Takahata al segundo peldaño de la animación japonesa, oscurecido por coetáneos como su socio en Ghibli Hayao Miyazaki, o representantes de las siguientes generaciones como Mamoru Oshii o Satoshi Kon. Se dice que El cuento de la princesa Kaguya será muy probablemente su última obra. De cumplirse el pronóstico, la extraordinaria carrera de este gran maestro habrá concluido con un capítulo espléndido.

El film es la adaptación de una leyenda conocida por todos en Japón, la historia de una princesa, hija de la luna, que surge de un tronco de bambú para ser amparada por una pareja de ancianos sin descendencia. La criatura crece a un ritmo vertiginoso, pasando en pocos días de bebé a mujer. Su padre adoptivo pone todo su empeño en proporcionarle una educación estricta, digna de sus orígenes elevados, forzando a que reprima su verdadero espíritu: alegre, lúdico, terrenal. Takahata transita con extrema elegancia por los diferentes episodios de este cuento mágico en el que la balanza entre la libertad y las responsabilidades adquiridas juega un papel esencial. Visualmente El cuento de la princesa Kaguya es un sensacional ejercicio de virtuosismo en el que se combinan las técnicas de la acuarela, el carboncillo y la tinta con absoluta armonía. Su punto álgido llega con una escena onírica en la que la imagen se aproxima decididamente hacia la abstracción radical, alcanzando una expresividad portentosa, sin duda uno de los instantes memorables de la sublime trayectoria de Takahata.

11. El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, Bruno Dumont, 2014) por Manuel Ortega

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A mí me gusta que cuando voy al cine (o cuando veo una miniserie de televisión de una sentada) me rompan la cabeza, el alma y los esquemas. Por ese orden o de manera desordenada, con la precisión del cirujano licenciado en sistemas o con la sangría virulenta del sociópata disidente. Dumont es todo eso; es la universidad y es la cárcel, es La vida de Jesús y también es Hadewijch, es el concepto y es la patada, es el intelecto y el nonsense. La filosofía y la carne.

En P’tit Quinquin cabe todo ese aluvión de dicotomías pertinentes, las sublima, las engrandece, las hace desaparecer e integrarse dentro de una obra que se expande sobre su propia falta de limitaciones. Y os voy a decir el por qué:

Porque responde sin que se le pregunte.
Porque su capacidad para romper cabezas, almas y esquemas es inabarcable, inasible e infinita.
Porque la tragedia es comedia más tiempo más espacio menos lugares comunes.
Porque no hay discurso oficial que aguante a un creador en libertad, desmedido y enajenado.
Porque en los pueblos habitan los demonios y en los altares de la crítica oficialista el vacío de cualquier dios creador.
Porque el arte es mezclar a Tati con Chabrol en una obra que hubiera encantado a los dos.
Porque sí, porque no o porque puede que las pistas nos lleve a un sitio donde no hace falta adivinar quien es el asesino.
Porque lo somos todos y ninguno.
Porque dentro de una vaca muerta se vive mejor.

Elija uno. Valen todos.

10. Circles (Krugovi, Srdan Golubovic, 2013) por Sarajesko

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Circles es una película dirigida por una de las uniones artísticas más importantes de los balcanes, concretamente la del cineasta Srdan Golubovic, el guionista y también director Srdjan Koljevic y sobre todo, la productora Jelena Mitrovic (la colgada que produjo Klip, por ejemplo), que ha producido un sinfín de películas que dan forma a esa idea llamada “yugosfera”. Koljevic y Mitrovic son además pareja. Son parte de una generación que vivió el final de Yugoslavia en una Serbia asfixiada por el nacionalismo, y contra él han dirigido su mirada en varias ocasiones. Suelen mirar el pasado para entender el presente, aparte de radiografiar una sociedad contemporánea totalmente en estado catatónico.

Con estas premisas se lanzaron a crear Circles, una obra sobre las consecuencias de una acción sucedida en plena guerra de Bosnia por parte de un joven serbio que intenta evitar el asesinato de su amigo musulmán. Como indica su título, asistimos a unos ecos de un pasado que se resisten a morir. Los protagonistas deben hacer frente a esos fantasmas que parecían olvidados, pero que siguen haciendo acto de presencia trastocando sus vidas allá donde estén, sea Belgrado o Hamburgo. Estamos ante una obra esencialmente humanista y donde todo se dice con miradas y silencios. Palpamos la carga emocional de unos personajes atormentados en el alma que luchan contra sus demonios interiores.

Circles es una obra imprescindible para entender qué se está cociendo en Serbia y los Balcanes hoy en día. Una obra que huye del sentimentalismo barato, que nos regala unos personajes deshechos pero dignos, mortificados por los sucesos del pasado mientras anhelan algo parecido a un futuro sin pesadillas. En definitiva, una de las joyitas de estos últimos años.

9. Mommy (Xavier Dolan, 2014) por Aarón Rodríguez

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EL AMOR INSALVABLE

Con el paso de los años –y es, después de todo, una celebración sobre el (feliz) paso del tiempo la que nos convoca aquí- he descubierto que cada vez valoro más las películas en las que alguien se atreve a poner la forma fílmica al servicio del Otro. No se trata de reivindicar ningún tipo de cine social, sino más bien todo lo contrario: recordar que las buenas intenciones no hacen buenas películas podría parecer una verdad de perogrullo si no estuviéramos ya cansados de aguantar discursillos éticamente hinchados sobre el procomún, el bien eterno y otros parabienes de los palmeros de la supuesta concordia política.

Mommy se atreve a decir aquello que, de tanto doler, fue robado en ciertos tics del cine clásico: que el amor tiene sus límites, que el sacrificio hacia el prójimo puede ser un acto frustrado, que ni siquiera las formas más puras de compromiso ético pueden garantizar la supervivencia. Y, sin embargo, lo hace sin admitir su condición de proyecto fracasado, con toda la pasión y toda la dignidad del mundo. Mommy puede ser el gigantesco pese a todo que necesitamos para seguir adelante y para comprometernos radicalmente, en el amor, hacia el Otro. Pese a todo quiere decir: amar pese a todo, inventar un cine nuevo pese a todo, buscar el contacto con el Otro pese a todo, pese a que sepamos que la pulsión y el mundo nos herirán en lo más profundo del corazón.

La no aceptación de la derrota –y sin embargo, la noble mostración de la misma- hace que Mommy sea una película incómoda para las voces más reaccionarias de una supuesta izquierda enredada en su propia melancolía –no digamos ya, para ese pensamiento conservador que se ha olvidado voluntariamente de la radical importancia y quemadura del legado cristiano. Lo que hay en el centro mismo de su enunciación es el amor, en su forma más pura –el amor entendido como fracaso, pero un fracaso que es lo permanentemente y definitivamente humano.

Celebremos, pues, nuestra pequeñez, nuestro no-salvarnos en el amor, y la posibilidad de que el cine pueda seguir haciéndose cargo de las más brillantes y voluntariosas excepciones del mundo.

8. Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) por Álvaro Faure

Drive

Hasta las partituras más detalladas suenan de forma diferente si, en lugar de un pianista sencillamente correcto, es uno brillante el que toca. En manos de otro director, Drive probablemente no habría sido más que un thriller del montón, pero el inmenso talento de Refn la convierte en una obra única. El cineasta danés, lejos de descuidar el «qué», se decide por potenciar el «cómo», ideando una propuesta puramente formal, reinterpretando su partitura de tal forma que la historia se reduce deliberadamente a un segundo plano, y el objetivo pasa a ser el de llevar al espectador a través de un auténtico viaje audiovisual. Cuidada y pulida al detalle, Drive es una de esas grandes películas de las que resulta imposible pensar que hayan nacido de la casualidad, sirviendo para confirmar que Nicolas Winding Refn es uno de los directores más estilosos del momento. Heredera del polar de Melville, al que resulta inevitable citar dado el parecido entre el personaje interpretado por Ryan Gosling y el Jeff Costello de El silencio de un hombre, Drive se aleja de ser una cinta realista y se ve en todo momento envuelta por un halo de magia. Esto, unido a su pulcritud formal y a su poesía de lo visual, la convierten en una película de carácter casi onírico, una obra fascinante que resistirá el paso del tiempo y el filtro de las revisiones, y que funciona y funcionará siempre como lo que pretende ser: una maravillosa experiencia cinematográfica.

7. Del revés (Inside Out, Pete Docter & Ronaldo Del Carmen, 2015) por Pedro J. García

INSIDE OUT

Cuando parecía que en Pixar empezaban a olvidar la importancia de las ideas originales, Pete Docter (Monstruos S.A., Up) tuvo una que devolvería al estudio de Emeryville a su época más creativa y experimental. Del revés (Inside Out) nos recordaba de lo que son capaces los niños grandes de John Lasseter: Cine (en mayúscula y sin necesidad de separar del resto añadiendo la apostilla «de animación») capaz de emocionar, asombrar y dejar una poderosa impronta en el imaginario colectivo. Con Del revés, Docter nos proponía un viaje alucinante al fondo de la mente de la pequeña Riley Andersen (inspirado en su propia experiencia como padre de una niña de 11 años), donde se nos presentaba a las cinco emociones que gobernaban su cabeza (Alegría, Tristeza, Miedo, Asco e Ira) y se erigía un universo diseñado con apabullante atención al detalle y rigurosidad científica en el que se nos explicaba de forma sencilla y esclarecedora el funcionamiento de cosas tan complejas como los recuerdos, el subconsciente o los sueños. Del revés es una odisea clásica de regreso a casa (protagonizada por dos de las emociones de Riley: Alegría y Tristeza, la verdadera protagonista del film), pero también una comedia antropológica que disecciona con respeto y minuciosidad una tumultuosa etapa vital (para hijos y padres) como es el abandono de la niñez. Cine pedagógico para toda la familia rebosante de ingenio y hallazgos insólitos que no se olvida en ningún momento de divertir, ofreciendo dos lecturas posibles habilidosamente imbricadas, una para el niño y otra para el adulto. Es decir, la fórmula Pixar perfeccionada. Como el precioso tema central de Michael Giacchino o el jingle de «Triple Dental», Del revés es imposible de olvidar.

6. El caballo de Turín (A Torinói ló, Béla Tarr & Ágnes Hranitzky, 2011) por Servadac

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FIAT TENEBRAE

La potente anécdota de Friedrich Nietzsche con que se inicia el film da paso a la tragedia cotidiana de una trinidad de seres –caballo, padre e hija– que avanzan, sin prisa ni descanso, hacia la noche oscura interminable del no ser. Tres criaturas humildísimas que cifran el destino de una humanidad extraviada. La luz modela cada objeto, excava en ambos rostros, nos lleva de la mano a la extinción.

La mirada oblicua –como tuerta– que a veces percibimos en el padre cuando la iluminación, en sus primeros planos, nos hurta uno de sus ojos, es la mirada inmensamente triste y angustiada del propio Béla Tarr. El caballo de Turín, con la presencia obsesiva de ese brazo inmóvil, nos hace sentir que el mundo sufre de hemiplejia. Los huecos –el lado derecho de la lanza, cuando quisiéremos que un segundo caballo estuviera uncido a la carreta; la madre ausente, levemente insinuada en una foto; la puerta abierta de la cuadra; el más allá de la colina– nos llenan de congoja; hacemos nuestro su vacío. Es el desasosiego del hombre que camina hacia su fin, un fin sin pompa, insustancial. El ritmo perfecto de la cinta nos hiela el corazón.

Hacia el minuto cuarenta y siete, mientras el padre gruñe –el padre se expresa más con toses y gruñidos que por medio de palabras– creo escuchar un apagado ‘Baszd meg’ (vete a la mierda) que se escapa de los labios de la hija. Tan dado como soy a la fabulación, veo en ese sonido fantasmal (no traducido en los subtítulos) no tanto una protesta de la hija hacia su padre como un reproche velado que le dirige el director a Dios por no existir.

El viento azota, indiferente. La carcoma ya ha dejado de roer. Dios hizo el mundo en seis jornadas. Y Béla Tarr lo extingue en treinta planos magistrales.

5. Holy Motors (Leos Carax, 2012) por Jesús Choya

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El cine tiene numerosas virtudes, innumerables si apuráis. Sin embargo, mi favorita es clara y está lejos de toda duda: su capacidad de fascinar al espectador. Parece tarea sencilla, pero no lo es. Son muy pocas las películas que consiguen trascender la emoción y situarse en un estadio superior, único y reservado. Algunas incluso tardan tiempo en conseguirlo, y requieren algún visionado de más para alcanzarlo. Holy Motors, de Leos Carax, parece que lleva al espectador a la gloria cinéfila sin demasiado esfuerzo; absolutamente todo funcione de manera mágica en ella.

Con un Denis Lavant pletórico, Holy Motors presenta un viaje caleidoscópico y episódico que se erige como un libro abierto cargado de preguntas, y no de respuestas, en sus páginas. Un libro en el que zambullirte y experimentar. Holy Motors nos habla de la teatralidad de la vida, de las mentiras del cine y de la subjetiva e insondable búsqueda del sentido de la belleza, dejándonos secuencias imponentes y antológicas como esa preciosa canción de Kylie Minogue en el cementerio de maniquíes. Melancólica y llena de secretos, el filme de Carax nos regala un via crucis que de tan vital y soñador, abruma. Un sueño que, sin embargo, esconde entre sus disfraces y engaños retazos de realidad: «¿qué es la vida? un frenesí. ¿Qué es la vida? una ilusión, una sombra, una ficción». Pues eso.

4. La gran belleza (La grande bellezza, Paolo Sorrentino, 2013) por Guillermo Martínez

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UNA PELÍCULA SOBRE LA NADA

La nada, palabra tan repetida a lo largo de la película de Paolo Sorrentino, lo es todo. La Gran Belleza es la búsqueda constante e imposible de la propia belleza. Una búsqueda que surge de la nada; de un elenco de protagonistas vacíos, mundanos y sin ningún tipo de motivación vital. Un desfile de personajes menos importantes subraya esta aparente falta de un horizonte o punto de referencia a seguir. Y al fondo Roma; la Roma decadente del siglo XXI que observa, quizá con ironía, la lenta descomposición de la clase alta italiana: políticos, nobles o religiosos.

Jep Gambardella, escritor y periodista de renombre, se resiste a no encontrar esa motivación que ha buscado durante tantísimos años. De fiesta en fiesta, de paseo en paseo, intenta evocar ese recuerdo que le saque de la nada. Y su búsqueda es la de todos, sus paseos y fiestas son los nuestros; nos vemos inmersos en sus poderosas imágenes; en  la antítesis musical en la que se dan mano los éxitos más zafios de la música contemporánea y las voces de ópera más angelicales. Todo para recalcar la tremenda contradicción de la vida de estos personajes, entre la cultura perdida y el hedonismo; entre la mundanidad y la belleza. Porque por encima de todo, lo único que busca el ser humano es la belleza, en su significado más amplio. Es lo único que nos permite alcanzar la plenitud vital. Y La Gran Belleza acertó a representar todo esto como nunca se había hecho: con una película sobre la nada.

3. La casa Emak Bakia (Emak Bakia baita, Oskar Alegría, 2012) por Víctor Paz

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UN CADÁVER EXQUISITO PARA LA MEMORIA POÉTICA DEL CINE

La casa Emak Bakia es una película-palimpsesto, pues se reescribe con cada secuencia, como si el final de estas se dejase una pista para el investigador Óskar Alegría, que incesantemente va en busca de otros significados para su McGuffin, la propia morada del título; perdida, a encontrar. Muchos artistas han intentado asir una revelación en el caos u ordenar la realidad. Alegría la respeta, pero lo que le importa es el viaje, no el fin. Como el viejo místico en paz y comunión con el mundo, que no se obliga a desentrañar todos sus secretos; el joven realizador vasco (de espíritu y cultura, poco importan las fronteras políticas ante este sentir) acaba por celebrar este misterio de la vida, pasando de una secuencia a otra sin ofrecer respuestas, simple y llanamente historias o ideas, con una sensibilidad muy personal.

Decíamos palimpsesto, y quizás debamos buscar otra palabra, pues en el origen griego de la misma, se hace referencia al borrado de algo por la sustitución de otra cosa. Alegría, más que borrar, rescata de la memoria. Cada capítulo supone un viaje al pasado, el acto de desenterrar un misterio para dejarse sorprender por él. En ese sentido, La casa Emak Bakia toma el espíritu libre del filme original de Man Ray, al que también remite el título, en la formal; pero en lo narrativo sería más como un filme de Hitchcock. En esta estructura, hay espacio para un intento de recuperación de las palabras perdidas de la lengua vasca, o la resurrección de un melancólico payaso dado por muerto. Todo cabe. Por su inteligente mezcla de géneros dentro de un registro documental, pero sobre todo por su inusitada vitalidad; La casa Emak Bakia es una cinta que puede permitirse ser lo que quiera. Filme rico, abierto a múltiples interpretaciones, de esos que te reconcilian con la vida, es sin duda uno de los hitos del cine español en lo que va de siglo.

2. La vida de Adèle (La vie d’Adèle, Abdellatif Kechiche, 2013) por Charlotte Harris

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Cuando vi por primera vez La Vida de Adèle, anduve de camino a mi casa, con una pregunta  en mente ¿Cómo ha creado Kechiche en mí esta empatía hacia Adèle?  Su visionado me había dejado dolida, exhausta, en solo 3 horas me había sentido perdida en la adolescencia, me había enamorado de esa chica de pelo azul y me habían roto el corazón. ¿Cómo se consigue eso?

Las 3 primeras películas de Kechiche eran dramas sociales con la inmigración como tema  central. Desde la llegada a Francia llena de esperanzas (La faute à Voltaire), la lucha por sobrevivir en un país a veces hostil (Cuscús) y ese relato de los jóvenes  de banlieu, segunda o tercera generación de inmigrantes,  que viven en una tierra que nunca les ha tratado como si fuera suya (La escurridiza) Luego llegó una película incomprensiblemente olvidada como es La Venus Negra, en la que Kechiche firma un puente perfecto entre su trilogía y su futura Palma de Oro.

Y llegó Adèle. La vida de Adèle  podría ser la tuya o la mía, es un retrato tangible de una mujer; es el final de la adolescencia con su malestar, con sus dudas y miedos;  es el principio de la edad  adulta con sus grandes decisiones que te marcarán para siempre, pero, por supuesto es la historia del primer gran amor, del latigazo y del vértigo que produce al principio y de lo doloroso y brutal que puede ser su final. Es viendo a Adèle comer con ansias, llorar a moco tendido, follar con pasión, amar sin freno y con la cámara de Kechiche siguiéndola de cerca desde la cotidianidad más vulgar hasta la intimidad más emotiva, como se va uniendo un hilo fino entre el espectador y ella. No hay hastío posible en La vida de Adèle, todo forma parte de un engranaje cinéfilo y emocional que nos une a Adèle durante tres horas. Para siempre.

1. It’s Such a Beautiful Day (Don Hertzfeldt, 2012) por Déborah G. Sánchez-Marín

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Siempre he dicho que mi director de terror favorito era Ingmar Bergman, no recuerdo tanto pavor como enfrentando todo mi ser contra alguna de sus películas. Unos años después de descubrir los trabajos de Hertzfeldt puedo decir que este último le disputa seriamente el honor.

Recuerdo terminar It’s such a beautiful day bañada entre lágrimas, sentada en medio del sofá y habiendo experimentado multitud de sensaciones y emociones. Aquellos cuatro palos con los que el director traza a Bill, el protagonista del film, esos monigotes, esa línea sencilla y minimalista… habían conseguido remover por dentro, con cada una de las imágenes, todo lo que soy. En It’s such a beautiful day hay espacio para el humor negro, hay espacio para la reflexión, hay espacio para lo bello y lo terrible, lo absurdo, lo singular que nos hace humanos y para la distancia. Una distancia que Hertzfeldt utiliza para observar, como si nos dijera, “eh terrícolas os veo, esto es lo que sois; mirad vuestras pequeñas miserias, mirad vuestros momentos de felicidad absurda”.

Hertzfeldt demuestra en It’s such a beautiful day que la animación es un medio poderosísimo para transmitir y contar, un medio lleno de poética, un medio lleno de posibilidades si quién está al mando rebosa tanta creatividad como Don Hertzfeldt.

(PARA VER LAS PELÍCULAS DEL 100 AL 51 HAZ CLIC EN ESTE ENLACE)

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