Posesión infernal.
He aquí el nicho y la extensa crónica de la mentira figurada, de la fe perdida y prácticamente enterrada, de la visita a un congelado sepulcro suspendido en el tiempo. Pensemos que la única verdad de Los odiosos ocho —al igual que el cine de Tarantino— aparece en los títulos de crédito, en ese desfile de actores y nombres donde figura el autor de la obra; aquel firmante de un artificio que va a ser proyectado y aquellos que recrean el mismo. El director de Pulp Fiction desea evocar sus ocho ‘odiosas’ películas como primera seña de identidad sobre la que articular su presentación, siendo una clara concepción revisionista y un tanto bastarda de su filmografía. La mentira siempre viene acompañada de la burla cuando se trata de Tarantino, pero también ese constante juego de (auto)referencias, de exponer en el relieve de la obra la constancia de un inabarcable genio. Sobre ese blanco —y nevado— lienzo, que representa la pálida ‘sábana’ sobre la que se proyecta toda mentira (que otros consideran verdad), se despliega un film que conjuga al autor más desmedido e infame que nunca, como si ya nada ni nadie pudiera contener su talento y la posibilidad de seguir siendo ese ‘enfant terrible’ del cine contemporáneo. Quiere recordarnos tal etiqueta, desea recrearse sobre tal ceremonial calificativo. Al director y guionista de Los odiosos ocho le sirve la imagen de una crucifixión esculpida sobre un nevado paisaje para hallar esa soñada comunión de elementos, de concretar su discurso y sacralizada metáfora. La fe, la gran mentira, la devoción, aquel símbolo de la vida eterna sobre la historia del pueblo estadounidense… El cine encuentra un espacio para que el director introduzca en su prólogo las credenciales de aquello que va a exponer y tal y como indica uno de los personajes, hay que tener paciencia, disfrutar de una peliaguda espera, de un frío que se conjuga finalmente con violencia y sangre tras ese escarpado y ralentizado paso.
Las críticas serán disparadas cual balas de un revolver, apuntando a su alargado metraje y dilatada presentación. Es cierto que el director de Jackie Brown no quiere dejar cabos sueltos, ratificar nuevamente que cada uno de sus personajes —y creaciones— se merece una sobrada y suficiente introducción. Ese extendido prólogo sirve para articular un cuidado desarrollo hasta su clímax, como si al mismo tiempo deseara mimetizarse con ese gélido escenario que rodea a sus actores, como si la propia solidificada epidermis argumental necesitara tiempo para descongelarse. Durante ese desfile de cuantiosas páginas de guión y minutos de metraje, a modo de telón de fondo, se van amoldando tanto los temas como los intérpretes en ese juego teatral de referencias bastardas. Por ejemplo, en el personaje que interpreta Tim Roth existen ecos de otros encarnados por Christoph Waltz en la filmografía tarantiniana y también un fin de ciclo con aquel actor que monopolizaba Reservoir Dogs y que, ahora, finaliza esas odiosas ocho películas del director; o esa constante que ejemplifica Samuel L. Jackson ya dibujado desde la madurez, la supervivencia y el paso del tiempo. Pero a Tarantino le importa la conexión por encima de la copia y réplica, estableciendo una culminación de sus anteriores películas y, al mismo tiempo, tomando el relevo de Django desencadenado y estableciendo una soñada comunión con la banda sonora de Ennio Morricone, despojando al western de prácticamente todos sus característicos elementos. A través de la armonía, se funda otro vaso comunicante con esa música inédita de La cosa (El enigma de otro mundo) y el propio entorno de la cinta de culto de John Carpenter, adhiriendo a Kurt Russell en esa cadena con Death Proof en un punto intermedio. Al director de Kill Bill le concierne encerrar y enclaustrar a sus personajes —y al propio espectador— para que la tensión sea articulada mediante el diálogo y Diez negritos de Agatha Christie sea el fuego que derrita el inicial témpano de hielo que conforma una posterior penitencia. Ese concepto teatral, además, instaura ese discurso del autor sobre la (gran) mentira de su obra: los personajes alteran, ocultan o simplemente tuercen la verdad a sus intereses, ofrecen puntos de vista dispersos y engendran actos nuevos narrativos instaurando un nuevo tiempo. Y, en ese territorio, Tarantino invoca a todos los demonios que ha generado su cine para que también convoquen a aquellos que se encuentran implantados en el suelo estadounidense. Nadie es quien dice ser dentro de esa posesión infernal teatralizada. Incluso la propia Mercería de Minnie no es lo que aparenta e indicar su referencia, conceptuando simultáneamente una parábola respecto a un limbo cinematográfico y existencial para todos sus pecadores, malhechores y avarientos protagonistas. Esos personajes son asimismo prolongaciones de una gran mentira, provocando que todo ese diálogo acumulado deba ser vomitado bajo un punto de giro que nos conduce a esa concepción del genio de Knoxville.
Filmada con pulso, estoicismo y precisión, en Los odiosos ocho la ironía se amolda al juego del director para que el exceso fortalezca el discurso subyacente acerca de la violencia exhumada en la sangre y nacimiento de una nación. La guerra de Secesión, la segregación racial, la pena de muerte, la esclavitud… Toda esa alegoría del pueblo norteamericano es encerrada y encapsulada en una ‘cabaña’ no demasiado alejada de Posesión infernal de Sam Raimi. En realidad, pudiéramos confirmar que Los odiosos ocho comienza con un baño de sangre para que de este modo pueda destilarse ese tono oscuro y macabro, habitualmente esculpido en humor negro, donde la cara de Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) escribe el desmedido y desigual poema gore que plantea el autor y que vincula su obra a la ya citada Posesion infernal con Terroríficamente muertos e incluso al remake Fede Alvarez interpretado por Jane Levy. El componente atmosférico acaba absorbiendo al género ya que esa gran tormenta de nieve anula el wéstern al que pudiera apuntar su prólogo. Recuerden, nada ha de ser lo que debería dentro de los márgenes de una gran burla y farsa, de esa invención y quimera que es el cine y páramo eterno y sepulcral. Tarantino también desea radiografiar esa unión del hombre blanco y negro a través de la violencia como expiación a sus pecados pasados, la culminación a través de las armas de fuego y la pena de muerte de una liberación que acaba tan falsa y autodestructiva como turbiamente esperanzadora. Ese discurso sociopolítico destraba al mismo tiempo aquel instaurado sobre la mentira (y la negación), uniendo ambas líneas y posicionando sendos discursos sobre una carta escrita de Abraham Lincoln a un afroamericano. Finalmente, los diversos y sardónicos alegatos acaban siendo uno mismo empapados en sangre y rodeados de muerte y fatalidad. La alegoría ya está escrita y lista para volver a ser verdad en sus títulos de créditos finales. Es entonces donde la crónica destierra sus ecos, donde contemplamos los resortes de la historia de un pueblo —violento, paranoico, claustrofóbico y armado, que suele impartir su propia justicia— que desconfía los unos de los otros, donde incluso el más veterano y anciano esconde terribles pecados justificados por la guerra. Y es ahí, donde todos esos elementos, como el relato que escribe sobre su propia vida el personaje que interpreta Michael Madsen, resuenan a modo de efectos secundarios de una gran burla que fue proyectada previamente. ¿Quiénes son realmente los ocho? La confusión numérica no es casualidad, amplificando tanto el discurso de grises morales en los que se ve envuelto habitualmente el pueblo estadounidense como aquel articulado sobre esa gran mentira que es el cine, el arte de embaucar y engañar a una audiencia, de conformar una extravagancia inquietante a través de la épica de la luz y la aprensión hacia la oscuridad, siendo la sala de cine esa otra cabaña donde quedamos atrapados juntos a unos personajes que son parte de esa gran farsa condenada a repetirse.