Sí, señor presidente.
Michel Racine preside con su carácter gruñón, férreo y algo misántropo el tribunal de lo penal en una ciudad francesa. Allí es más temido que respetado por otros compañeros, abogados y delincuentes. En plena crisis personal y de salud, el jurista comienza a regir un proceso por el asesinato de un bebé a manos de su padre, un suceso tremendo que llevará con su pericia habitual, aunque el desarrollo del juicio podría cambiar su manera de ver la vida.
Gracias a esta nueva película de Christian Vincent podremos olvidar aquella tan mala del 2014 e idéntico título de la que dio buena cuenta Mª Carmen Fúnez en su crítica ad hoc. Aunque ese film contara con una leyenda como es Robert Duvall, el despropósito no podía salvarse ni haciendo pasar la intriga por un Iron man 4.
Aunque en el film francés su título original –L’hermine– alude a la prenda de armiño que lleva puesta el protagonista. Pero como en España no estamos muy preparados para las metonimias en el cine (la última que se me ocurre de pronto es la octogenaria El clavo) Esta solución de presentarla como El juez ha sido adecuada, sobre todo en lugar de usar la figura de presidente del tribunal galo, tal como deja claro el film en una de sus secuencias más cómicas.
Ya han pasado más de veinticinco años desde el estreno de La discreta, un cuarto de siglo tras el que otro actor magistral, Fabrice Luchini, coincide por segunda vez con Christian Vincent, director y guionista de aquella ópera prima, un drama cómico que planteaba el plan de venganza contra las mujeres perpetrado por un escritor despechado, abandonado y en horas bajas. Igual que ahora se trataba de un personaje antipático en la prosa y simpático en la pantalla. Después de siete largometrajes y un telefilme, el cineasta le pasa la batuta a Luchini en la pantalla para que tenga la oportunidad de redimir aquel cuarentón en crisis por medio de su nuevo protagonista, el juez Racine. El film de 1990 lanzaba estupendos diálogos recitados con atracción irresistible por su elenco, en secuencias rodadas con funcionalidad y cierta solvencia aprendida de realizadores como Eric Rohmer o Claude Chabrol. Entonces el guión sobresalía por encima de la puesta en escena. Pero el tiempo no pasa en balde y la escritura de El juez se percibe por el resultado de un guión que seguramente haya pasado más controles de calidad de los exigidos, tan perfecto y tan poco encorsetado en su estructura dramática que funcionaría también como una obra de teatro o una novela. Un libreto que plantea con sutileza el poder catalizador de los mecanismos tramposos de los juicios. O esos diálogos en los que el mismo magistrado resume la teatralidad, el juego de la verdad y la apariencia en los veredictos. Vincent escribe un texto apasionante que sirve además de clase magistral acerca del oficio de fabular, escribir y de enseñanza sobre la progresión narrativa.
¿Sigue estando el guión por encima de la dirección? Por supuesto que no porque el cineasta muestra pulso firme para conseguir un ritmo dinámico que no tropieza en ningún momento, ni siquiera en la secuencia más hilarante, la de la visita a su antigua casa para hablar con su ex-mujer y la criada, un buen ejemplo de cómo introducir tres minutos de comedia absurda que aportan más carisma al protagonista y empujan el avance de la historia. De la misma forma resuelve otras escenas que se aproximan al cine romántico o esa comida de los miembros del jurado, integrado por un grupo heterogéneo en clases económicas y estudios que mantienen una conversación ágil y acertada para cubrir la cuota social del cine contemporáneo con sus alusiones al paro, la inmigración, el islamismo, las diferencias de mujeres y hombres. Y en la dignidad que desprende el acusado en cada una de sus intervenciones, con un aplomo inesperado en un joven casi marginal. El veterano autor dirige con la seguridad que le ofrecen unos intérpretes que funcionan mimetizados en sus personajes. Modula el tiempo de duración de los planos y sus escalas con precisión, en un formato panorámico que funciona con libertad dentro del espacio cerrado del juzgado. Matiza con fuerza expresiva algunos elementos visuales como el breve inserto de unas manzanas podridas, guardadas en el cajón del despacho del protagonista, al inicio del metraje. No deja al azar ningún recurso técnico o de transición, usando con un tono casi poético el fundido en negro en una de las secuencias finales. O por no eternizar esta reseña, la planificación de secuencias similares durante la entrada a la sala, diferenciadas por el ángulo en el que se sitúa la cámara para enfrentar o unir a los personajes.
Quizás estas líneas dejen las expectativas muy altas pero ya tiene mérito conseguir que Racine sea un personaje capaz de infundir respeto al mismo tiempo que sufre una gripe más humorística que dramática. Que su director consiga hacernos tomar en serio a este presidente de tribunal que aparece disfrazado de paje con su armiño blanco encima de la toga roja, arropándolo como si llegara de la cabalgata de reyes magos. O el gran acierto de usar la hospitalización años atrás tras un accidente terrible del juez, un recurso mencionado levemente, sin enfatizarlo, que sirve como mcguffin de suspense y romántico. En un buen año para el subgénero con la muestra reciente de Tribunal, no vamos a situar a Christian Vincent en el olimpo de directores excelentes, responsables de míticos films judiciales. Sin embargo cuesta creer que no aplaudieran agradecidos esta buena propuesta grandes nombres como Preminger, Lang, Wilder, Lumet o Cukor con la clásica La costilla de Adán.