La pureza del mal.
Nicolas Winding Refn marcó un antes y un después en la cinefilia mundial con el estreno de Drive (2011). El director danés probaba suerte con dinero estadounidense, y probablemente para hacer esto posible tuvo que darle a ese público lo que siempre ha demandado. Sin dejar de ser una película de autor, la historia se engloba dentro del neo noir más canónico. Se iniciaba una nueva etapa en su cinematografía, marcada por la estética pop, lo que le servía para explorar los terrenos del cine popular. A pesar de tener todos los elementos arty –puesta en escena cuidada, goce por el esteticismo, ritmo lento, introspección, etc.–, Drive no es nada más y nada menos que la mezcla perfecta entre Driver (1978) y Cobra, el brazo fuerte de la ley (1986). Cuando todo el mundo se regocijaba con las cámaras lentas, las luces de neón y el juego con los colores –extraordinario el manejo de todos estos aspectos–, se pasaba por alto que Winding Refn estaba haciendo un trabajo autoconsciente acerca del ejercicio de la narración. El danés revisaba su subconsciente y sacaba a la luz ese espectro de la cinefilia que normalmente es el que marca a toda persona cinéfila, aunque luego quede relegado a una posición secundaria, la del cine popular, el “cine malo”. De esta forma, Drive funciona como cine de autor y como cine popular, como cine consciente y como cine autoconsciente, en una especie de autoparodia que se toma muy en serio a sí misma pero que subraya que al final está contando lo que todas esas películas consideradas como malas también hacen, usando parte de su estética e iconografía. En última instancia, Winding Refn parece reírse del público estadounidense, o más bien de los productores, que probablemente no le habrían financiado otro tipo de película, a la vez que establece un discurso que cuestiona el clasismo en el cine, esa eterna lucha entre el cine serio y el popular.
Hasta la fecha, Drive ha sido la única película que este autor ha realizado con dinero mayoritariamente estadounidense, y, visto el camino que está siguiendo su carrera, parece muy complicado que vuelva a dirigir en estas condiciones. Sin embargo, esta experiencia sirvió para abrir una nueva senda en su filmografía. Una senda que quizás llevaba en su mente desde mucho antes, pero que se materializó en Drive. Este modelo de cine basado en la estética, con especial mención a la luz de neón, que es pulcro y condensa toda su esencia en el poder de sugestión de la imagen, es un modelo que en sus dos siguientes obras ha explotado. En retrospectiva, Drive parece una olla a presión, llena de ideas que han sido limitadas, tan sugerentes como contenidas, no llevadas hasta el extremo. Tras el éxito mundial de esta película, su manera de entender el cine pedía a gritos mayor libertad creativa. Su discurso formal pedía que la olla reventase y todas las ideas se expandieran para ocupar el espacio necesario. El resultado ha sido sus dos siguientes films, Sólo Dios perdona (2013) y The neon demon (2016), sendos ejercicios de forma que presentan innumerables vasos comunicantes con la fundacional Drive, pero que, a diferencia de esta última, sí llevan hasta el final cada una de sus propuestas. En ambas, se observa a un Nicolas Winding Refn desatado, capaz de tomar todo su subconsciente en ebullición y catalizarlo a través de sus imágenes para lograr dos joyas cinematográficas.
Dos películas similares, dos proyectos arriesgados, dos fracasos de crítica. Sonadas han sido las recepciones que ambas cintas han tenido en el Festival de Cannes, donde los abucheos escondieron algún que otro tímido aplauso. Quizás porque se esperaba una línea que continuara las propuestas de Drive. Quizás porque Winding Refn había perdido la cabeza. Nuevamente, el danés parecía cuestionar a la masa crítica, que necesita que haya un componente de autor en todo proyecto cinematográfico que aspire a ser de calidad, pero sin que este sea excesivo, pues las contrapartidas de un cine radicalmente personal –árido, críptico, esquivo, incómodo– convierten, sin lugar a dudas, a todo proyecto de autor en un ejercicio de pedantería mal digerida. “¿No queríais cine de autor esteticista? Pues toma dos tazas” parece espetarle a la audiencia el autor danés. Nuevamente, se trata de un trabajo de múltiples capas, y esta, de ser cierta, no sería la única presente en sus dos películas. Winding Refn no las ha hecho para cuestionar la cinefilia ni la masa crítica. Desde luego, no las ha hecho exclusivamente por ello, y esto se puede afirmar tras analizar ambas propuestas.
Se trata de un cine de guion escuálido, que casi prescinde del mismo, pues lo que le interesa es desarrollar un discurso formal en el que la imagen sea armazón y mensaje. El cine de Winding Refn se gusta mucho a sí mismo, pero no está vacío. Sus imágenes abogan por el cuidado absoluto de la estética. El trabajo de fotografía es inmenso y notorio, pero no se trata de una mera hazaña técnica, como tan habitual es hoy en día en el cine digital. A diferencia de casos como El renacido (2015), la fotografía es colosal, pero no es un fin, no se desarrolla para lucir, para aportarle a la película un aura de cine complejo. Al contrario, la fotografía en Sólo Dios perdona y The neon demon es un medio a través del cual transportar al público al subconsciente de su autor. Un medio que se detiene a regodearse en su belleza, pero que no se queda en el ejercicio pretencioso, en la floritura inerte. Sus imágenes se empapan de fondo y juegan con las metáforas visuales, con las que narrar historias complejas prescindiendo del uso de la palabra. En última instancia, el cine de Nicolas Winding Refn aspira a ser buen cine mudo, ese que se vale y se sobra con la imagen, con el lenguaje audiovisual.
Mucho se habló en su día de Perdida (2014), la última película de David Fincher. Las críticas más benevolentes acusaban una ausencia de subtextos en su narración, y hablaban de ella como una simple película de trama; las críticas más sangrantes no dudaban en acusarla de machista. A pocas personas les entusiasmó el film y la valoración general fue de decepción. Algo muy similar ha ocurrido con The neon demon, pues también los análisis van desde cierta pobreza argumental hasta misoginia y machismo, pasando entremedias por el discurso autocomplaciente, pedante y onanista. También la sensación general que se ha instaurado es la de decepción, cuando no condena indiscutible, y a pocas personas les ha entusiasmado. Entre estos últimos, un servidor, que se dispone a exponer por qué es una de las grandes obras de este 2016. Al igual que en Perdida, se ha pasado por alto el valor de las imágenes y el enfoque del proyecto. Perdida sólo podía ser una película superficial, pues habla de temas superficiales, de la apariencia. El problema no es tanto ser superficial, sino no ser consciente de ello. Y David Fincher no sólo era consciente de que estaba filmando algo superficial, sino que su objetivo era, de hecho, filmar algo superficial. El director vació de contenido sus imágenes, eliminó los subtextos y se centró en la trama. Sin embargo, mediante esa decisión, llevada hasta el extremo y guiada hacia donde quería llegar, el autor compuso un discurso que se analizaba a sí mismo. La cinta disecciona la sociedad actual, en la que la apariencia lo es todo, en la que no importa lo que se haga o se deje de hacer, sino lo que parezca. Al igual que documentales como Capturing the Friedmans (2003), Making a murderer (2015) o The staircase (2004), en la sociedad actual –y, aparentemente, de manera especial en la estadounidense–, no importa ser inocente, sino parecerlo.
Nicolas Winding Refn enfoca su proyecto en la misma dirección. El autor coescribe, junto a Mary Laws y Polly Stenham, una historia sobre el mundo de la moda. Un relato superficial, rodado de manera superficial, que sólo puede superficial. Nuevamente, no sólo Winding Refn es consciente de que esto está ocurriendo, sino que sucede por su voluntad de hacerlo de esta manera. La historia vuelve a estar vaciada de subtextos –entendidos desde el punto de vista del guion– y en ella lo que prima es la trama. Al igual que su homólogo, Refn se apoya en el aspecto visual del film para analizar esta sociedad, aunque aquí es donde divergen. Si Fincher es un realizador frío y calculador, analítico hasta tal extremo que se podría pensar que carece de subconsciente –como se decía de Stanley Kubrick–, el autor danés es todo lo contrario. A su vez, si Fincher disecciona la sociedad en la que vive, y se atreve a hablar, no ya del ayer o el “hace dos minutos”, sino del “ahora mismo”, Refn toma como punto de partida la superficialidad y la maldad inherente a un mundo tan despiadado y carente de moral, pero no se detiene a analizarlo desde el rigor y la visión quirúrgica, sino que lleva la cinta a su terreno para explayarse, para liberar su mundo interior. En resumidas cuentas, si Fincher se traslada a la sociedad para analizarla, Refn la atrae a su interior y la integra en su organismo.
Esto no debe confundirse con una manera de hacer cine basada en realizar siempre la misma película. No se trata de un autor que tenga las líneas bien definidas y que investigue sobre una fórmula preestablecida. A diferencia de cineastas como Woody Allen o Hong Sang-soo, Nicolas Winding Refn se sale de sus propias propuestas formales, aunque, como suele ocurrir con los autores, hay una manera de entender su cine que se mantiene estable. No se trata, pues, de un director que se reinvente a sí mismo, que dé giros de 180 grados con cada nuevo proyecto, pero tampoco se trata de ese tipo de realizadores que, si se analiza de manera reduccionista –e injusta pero elocuente–, “siempre hacen la misma película”. Sus últimas tres obras presentan una serie de analogías evidentes, sobre todo en el caso del díptico formado por las dos últimas. Sin embargo, en cada una de ellas hay una historia diferente que contar, que transcurre en unos ambientes diferentes y está cortada por unos patrones de género cinematográfico distinto. Si Drive se engloba en el neo noir, SóloDios perdona es una historia de venganza, de esas tan habituales en el cine de artes marciales. The neon demon, por su parte, es un thriller psicológico que transcurre en la trastienda del mundo de la moda. En estos tres ejemplos, los códigos son diferentes, por lo que la iconografía cambia en el mismo sentido, aunque en los tres casos es evidente la mano de Winding Refn.
La citada superficialidad de The neon demon se observa también en los iconos usados. Los títulos de crédito del inicio y del final se asemejan a la estética de los anuncios de perfumes, y en este sentido, la firma de Nicolas Winding Refn como “NWR” resulta elocuente, como si de una marca de fragancia se tratase. El director danés vuelve a situar la acción en Los Ángeles, como ya había ocurrido con Drive. Esta coincidencia no resulta casual, pues esta ciudad forma parte del imaginario colectivo como urbe corrupta, del pecado y la inmoralidad. En esta historia, la belleza es el punto de partida y el centro de la narración. Una joven de 16 años llega a Los Ángeles para triunfar como modelo. Ella es pura, inocente y tiene algo especial, diferente, que cautiva a toda persona que la observa, lo que supone una amenaza para sus compañeras de profesión. Refn compone una oda a la superficialidad, al físico, a la imagen, y lo hace de tal manera que desarrolla un thriller psicológico con tintes de terror. El neón luce más que nunca, hasta el punto de que la palabra aparece en el título de la cinta. Una idea ya habitual en su cine, que sin embargo alberga una especial coherencia interna en este caso. Suyo es el protagonismo de una serie de escenas, las más impactantes de la cinta y las más logradas desde el punto de vista formal. El neón invade escenarios oscuros y moldea los físicos de las protagonistas en dichos momentos, en los que, en su mayoría, el personaje de Elle Fanning copa toda la atención. Un conjunto de escenas que impactan desde lo visual, que se construyen desde el preciosismo y la jugosa estética, pero que no se definen por su gratuidad, sino por su capacidad para transmitir ideas exclusivamente desde la metáfora visual.
Y es que, aunque se trate de una narración que aboga por lo superficial, lo cierto es que trata un buen puñado de asuntos, que se pueden resumir en dos ideas generales: el miedo a la pérdida de la inocencia y la fascinación por el mal. A partir de estos dos conceptos centrales, Refn desarrolla un discurso en el que ambos están presentes en cada plano. Por un lado, la protagonista es una dulce y virginal joven que llega a la ciudad de la corrupción moral, lo que genera un choque entre lo que quiere, lo que espera encontrar y cómo reacciona ante lo que, en efecto, se encuentra. En un principio timorata, la joven va tanteando el terreno sobre el que pisa, con miedo ante lo que ve pero incapaz de controlar el magnetismo que este mal genera sobre ella. A medida que conoce a personas del mundo de la moda, su actitud va cambiando del rechazo hacia la aceptación, lo que culmina en asimilación. A este respecto, resulta especialmente elocuente la escena del desfile. En ella el universo se transforma: nunca llegamos a ver el desfile en sí, sino el mundo interior de la protagonista. La imagen se transforma en metáfora visual y se suceden una serie de iconos y actos que hablan de la aceptación del mal, de la asimilación y del disfrute del mismo. La protagonista es el símbolo de pureza –lo que se representa a través del icono clásico del triángulo–, en principio desde el punto de vista de la bondad, pero esta última se ve amenazada por la maldad, que es el mundo en el que poco a poco ha ido penetrando. En esta escena, el interior de la protagonista se da la vuelta y cae, por fin, en la red del mal. Esto se ejemplifica también con el triángulo, pero esta vez con la punta hacia abajo –concretamente, con tres triángulos hacia abajo, lo que enfatiza dicha idea–. La escena llega a su fin con un personaje renacido, con la mirada cambiada, absorbido ya por el mal, o, mejor dicho, habiendo sido el mal absorbido por ella.
Ella sigue siendo el concepto de pureza, pero pasa a ser la pureza del mal. La belleza pura, por tanto, es el máximo estandarte del mal. Una idea sugerente que se convierte en fascinante gracias al manejo de la puesta en escena por parte de un Nicolas Winding Refn desatado pero más accesible que en su anterior obra, tanto al presentar una cinta con un ritmo menos pausado como al proponer ideas menos crípticas. Un enfoque que no empeora el resultado final, que alberga cotas de talento cinematográfico despampanantes. En este caso se puede ver a un realizador más libre que en el caso anterior, que arriesga más en la imagen –que no en los conceptos que pretende transmitir ni en los iconos que utiliza para ello–. Resulta difícil superar el riesgo de colocar a un policía tailandés cantando en un karaoke delante de sus compañeros tras haberse tomado la justicia por su mano. Esta idea tan desconcertante no es superada en ninguna de las imágenes de The neon demon. Sin embargo, en lo que Refn sí arriesga más es en el lenguaje que emplea y en el tono para narrar su historia. SóloDios perdona era una película cerrada sobre sí misma, casi perfecta, pero en la que resultaba complicado caer en el error desde el punto de vista de la puesta en escena. En el caso de The neon demon, en cambio, la narración es mucho más libre, no sólo por ser más acelerada, sino porque en ella se palpa cómo Winding Refn lo apuesta todo en favor de la metáfora visual y el mundo de los abstracto, lo que lo condena a caminar sobre la cuerda floja, lo que para muchas personas está abocado a la caída sin red de seguridad. Sin embargo, para el que firma estas líneas The neon demon es un chute de cine, una sesión alucinógena de metáforas visuales, de pulso narrativo, de excelencia formal y de genialidad subconsciente.