28 de marzo de 2024

Críticas: T2: Trainspotting

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Nostalgia y otras drogas.

Danny Boyle regresa al universo que le dio la fama mundial con una de las drogas más letales en dosis altas: la nostalgia. Una nostalgia que Boyle entona en T2 Trainspotting como un canto de sirena. Así, con la conciencia poco tranquila y la vista puesta en el pasado, uno de los (ex)yonquis más famosos del cine contemporáneo, Mark Renton (Ewan McGregor), vuelve 20 años después a su Edimburgo natal, para reencontrarse con sus antiguos amigos, esperando de alguna manera saldar las deudas pendientes. O tal vez porque no tiene a otro sitio al que ir. Adaptando libremente la novela Porno de Irvine Welsh (que tenía lugar 10 años después de los acontecimientos de Trainspotting), Danny Boyle vuelve a sus orígenes para terminar contando muchas cosas, o no contando nada.

En un ejercicio extremo de malabares, la nueva entrega de Trainspotting busca conciliar, por una parte, a todos aquellos fans que encontraron en la revolucionaria adaptación de Irvine Welsh una película generacional y, por la otra parte, conquistar a un nuevo público que podría hacer de T2 Trainspotting su propia Trainspotting. Y ni una cosa ni la otra. Ni una cosa ni la otra porque la película de Boyle, más allá de jugar al despiste con su frenesí narrativo, su pretendido delirio visual y su música -ni de lejos tan memorable-, no es más que un producto edulcorado de lo que fue la película anterior.

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Probablemente comparar T2 Trainspotting con Trainspotting no sea lo mejor, pues la nueva película no solo se enfrenta a la antigua, sino también a su recuerdo (y contra eso no se puede combatir), pero es como si la secuela de Danny Boyle se empeñara constantemente en citar a su predecesora, en subrayar su condición de parasitaria y en encontrar en su sombra su zona de confort, convirtiéndose ahora en una película mucho menos irónica, mucho menos irreverente y mucho más solemne.

Ni siquiera en la anterior película se respiraba la misma fatalidad ni la muerte había estado tan presente como ahora. La versión del Perfect Day de Lou Reed a piano, el vinilo de David Bowie, el paso del tiempo sobre el reparto mismo y, en definitiva, el llanto melancólico de Danny Boyle, invocando un pasado que nunca volverá. Sin duda, la película de Danny Boyle podría ser una entrada más en el tumblr “Vamos a morir todos” de El Hematocrítico.

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Para los fans de Trainspotting, puede que resulte entrañable -e incluso satisfactorio- revisitar y reconocer los lugares del pasado en el presente, como una especie de juego. Un juego que, por otra parte, excluye a todo aquel que se acerque a la película sin conocer el precedente, un público para el que T2 Trainspotting tal vez no sea nada más que los desvaríos y locuras de un grupo de maduritos de pasado problemático que atraviesan una considerable crisis de edad. Ahora bien, si hablamos de T2 Trainspotting precisamente como la crónica del fracaso de Danny Boyle por releer Trainspotting en la era digital, o por tratar de conectar con un nuevo público (los famosos millennials), la cosa cambia. Solo así entendemos la inoperancia de reinterpretar el famoso “choose life”, la incapacidad de Boyle por seguir intentando fijar en el tiempo (a través del fotograma congelado) unas imágenes que ahora se le escapan o la famosa estampa de Mark Renton en su habitación que, en esta ocasión, a través de un enorme travelling que clausura la película, termina por convertirse en un diminuto e insignificante pixel. Más allá del guiño cómplice y de la referencia, de la nostalgia y la melancolía, del efectismo y el caos, T2 Trainspotting solo es un mal viaje de casi dos horas.

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