¿Quién teme al lobo feroz?
Existe un cierto y evidente paralelismo entre Big Bad Wolves y Prisioneros de Denis Villeneuve. Las dos películas arrancan con la desaparición de niñas pequeñas y en ambas el punto de inflexión llega con la decisión del padre de una de ellas de tomarse la justicia por su mano, creando un thriller policiaco con una gran carga de reflexión moral y ética para el espectador. A priori podríamos decir que estaríamos ante uno de esos casos que se repiten cada cierto tiempo, en los que al menos un par de películas coinciden en tiempo y en temática relegando casi siempre al olvido a una de ellas a favor de la otra. Pero a pesar de las muchas coincidencias que existen entre ellas, no sería justo “condenar” a la película israelí a una sempiterna comparación con la de Villeneuve pues aquella, a golpe de comedia negra, va más allá de la cuestión moral entrañando una gran cantidad de crítica social tan directa como sus escenas violentas.
Con uno de los prólogos más bellos e inquietantes de los últimos tiempos, Big Bad Wolves continúa con una elipsis tan violenta como el tono que adquiere a partir de ese momento. Pasamos del juego de los niños, del lirismo por el que apuestan los directores para dejarnos intuir el mal que acecha alrededor de un inocente juego infantil, a un edificio ruinoso en el que cuatro hombres retienen a un quinto para hacerle confesar su implicación en la desaparición de una niña. La escena, propia de una historia de venganza coreana o de una lucha entre mafias, capta la constante ambigüedad en el tono de la película que los directores Aharon Keshales y Navot Papushado utilizan para desconcertar al espectador en todo momento y revestir así de ligereza el ataque a la ineptitud de la policía imperante en la cinta de principio a fin. Desde esas maneras de sicarios, hasta la permisividad para trabajar, de manera bastante chapucera por cierto, al margen de la ley, la película es toda una declaración de intenciones hacia un apático y despreocupado sistema policial israelí, ya presente en el anterior film de los directores, Rabies. No faltan tampoco ataques, cargados de humor eso sí, a la hostilidad entre israelíes y árabes en el país hebreo que tienen su culminación en un personaje a caballo, efímero pero clave para el desarrollo de la historia.
Pero como pasaba también en la cinta de Villeneuve, la paternidad y sus diferentes modos de ser entendida, junto a la sombra de la duda permanecen flotando durante toda la película, siendo tratada esta última de una manera sobresaliente por los directores. Sí es cierto que hay un cierto toque de previsibilidad en algunos momentos del enfrentamiento entre el padre torturador y el sospechoso confinado en su sótano, pero el quid de la cuestión, la certeza de la inocencia o culpabilidad del prisionero es convenientemente puesta en duda por el espectador a raíz de la ya mencionada elipsis inicial. En ningún momento se hace alusión a la investigación por la que un apocado profesor de religión es el objeto de persecución de la policía y por tanto del padre de la niña secuestrada que no tiene dudas de que él es el culpable de su desaparición. Y es precisamente en esta vaguedad en el planteamiento de su premisa, acompañada por esa mezcla de géneros compuesta por la comedia más negra, la crítica social y la violencia más descarnada, la que consigue que Big Bad Wolves no se quede sólo en una reiteración de clichés del “ojo por ojo” ni en otro ejercicio más de homenaje a su admirado (y admirador) Quentin Tarantino. Un sorprendente thriller sin duda al que hay que agradecer uno de los finales más coherentes de un género que por lo general se deja llevar por la complacencia.