26 de abril de 2024

Críticas: El guardián invisible

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Inconexión y conexión en El guardián invisible.

El guardián invisible comienza como tantos otros thrillers policíacos: misterioso asesinato queda en manos de prestigioso policía. En este caso, una inspectora de prestigio: Amaia Salazar, interpretada por Marta Etura. Ella se perfila como la persona idónea para liderar la investigación por su amplia experiencia en criminología y por ser originaria de Elizondo, el pueblo navarro donde se perpetúan asesinatos de niñas preadolescentes.

Toda la trama se desarrolla sumida en un amanecer y anochecer constantes sobre localizaciones siempre nubladas, y lluviosas. Quizá el punto más destacable de El guardián invisible sea la atmósfera sólidamente construida a través de la fotografía de Flavio Labiano. Los planos generales de árboles, riachuelos y frondosidades plantean un bosque enigmático donde el mito y lo sobrenatural se funden. Y donde parecen tener cabida los monstruos, las criaturas imaginadas y las cazas de brujas.

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El bosque en El guardián invisible juega el mismo rol que las marismas de La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014). Son ambos paisajes que ejercen su fuerza por un lado en la trama y por otro en los protagonistas, a los que les infunden un cierto estado de ánimo para afrontar la investigación del crimen. Además las dos películas son thriller policíacos que giran en torno a un asesino en serie de niñas preadolescentes.

En varios momentos puntuales el espectador abandona el hostil bosque de Elizondo para contemplar pequeñas píldoras de la infancia de la inspectora Salazar. Como ocurre en tantas otras películas detectivescas, la protagonista vive la investigación con el tormento de esos ‘‘fantasmas del pasado’’ que le impiden ver con claridad. Sobreactuados flashbacks hablan de la violenta y traumática relación con su madre y otros miembros de la familia. En la biografía de Salazar se puede identificar ese mismo conservadurismo feroz que ha llevado a alguien a matar de forma macabra a varias niñas del pueblo. Es un machismo que las mata a ellas por el mero hecho de ser ‘‘ellas’’ y por ir maquilladas y llevar minifaldas y tacones. Esas niñas son un desafío para los valores más ancestrales y mitológicos de la región al ser una nueva generación de mujeres que crece en libertad y ya no tiene pudor de enseñar sus cuerpos. Sin embargo la película flojea y se queda a medias a la hora de explorar en profundidad esa interesante lectura. Etura apenas incorpora esa conexión con las niñas, esa empatía, esa posible identificación con las víctimas a la hora de construir su personaje.

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A diferencia de la premiada película de Alberto Rodríguez, cuyo guión original se llevó el Goya en 2015, El guardián invisible tiene muchos cabos sueltos. El guión está salpicado de símbolos y pistas (las nueces, los txantxigorri, los tacones, las bestias del bosque), que supuestamente van desengranando la verdad. Son elementos que aparecen a destiempo y en lugar de cohesionar la historia resultan cansinos e inconexos. Existe una urgencia por contar mucho, demasiado. Tanto que la segunda mitad de la película decae estrepitosamente. Ya sabemos quien es el asesino desde hace 30 minutos. Y con ello muere el efecto sorpresa de la escena clímax que debiera ser la más apasionante de toda la película: pillar al asesino in fraganti.

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