Comenzamos las crónicas del Atlantida Film Fest.
Captar la trascendencia de una decisión, representar el medio de comunicación en el que esta tiene lugar, expandir sus posibilidades hasta el infinito onírico, desconcertar en cada plano. A mitad de metraje de Le parc (Damien Manivel, 2016), su autor fractura el relato y lo convierte en algo muy distinto. Una pareja de adolescentes pasa el día en el parque, con la inconsciencia inherente a dicha etapa vital. A medida que llega la noche, se fragua el cataclismo, que tiene lugar, en una excelente decisión narrativa, a través de una conversación de WhatsApp. No se trata precisamente de una idea novedosa, puesto que el cine de los últimos años ha llenado escenas enteras con conversaciones virtuales. La clave, por tanto, reside en lo adecuada que esta opción resulte. En el caso de Le Parc, se convierte en una canalización de cómo es la juventud actual, cada vez más incapaz de afrontar los asuntos cara a cara, en favor del refugio emocional que concede la barrera virtual.
Quizás la mayor virtud de este retrato generacional sea que, en realidad, Le Parc no va sobre eso. Aunque plasme el mundo interior de su protagonista femenina, las intenciones del film van mucho más allá, por lo que se le concede mayor valor a lo certero que resulta este elemento, siendo secundario de la narración. Lo que realmente le interesa a Damien Manivel es jugar con las formas y las diferentes capas de realidad. Desde una puesta en escena minimalista, que podría ser confundida con desganada, el autor francés se aleja de los tópicos de puesta en escena y alcanza cotas de fascinación en su segunda parte, de corte onírico, y que no dejan de ser la otra cara de la moneda del retrato de la protagonista. En su conjunto, Le Parc es un cuento inocente con gotas de tenebrismo, que abre la puerta a diferentes realidades que conviven en un mismo plano de representación.
“Es curioso: los chinos pueden bloquear Google, pero nosotros no podemos bloquear una decena de páginas porno”. Estas palabras las enuncia Vincent Gresser, productor de cine pornográfico, durante una entrevista en el salón erótico de Berlín. Lo que antaño era un motor industrial potente se ha convertido en una reunión de viejos amigos, pues ya no hay negocio. ¿Qué ha pasado para que la industria del cine para adultos haya caído tan bajo? Esta pregunta es la que la directora de porno feminista y antigua actriz, Ovidie, quiere responder. Lo que encuentra resulta desolador.
Pornocracy (2016) es un documental que retrata los negocios turbios que se mueven detrás del cine pornográfico, actualmente convertidos en multinacionales que monopolizan el sector a través de maniobras literalmente ilegales. La cita del inicio de este texto hace referencia a dicho asunto: ¿qué impide que se bloqueen unas páginas web que están llevando a cabo actos delictivos? A nadie se le escapa que los canales más habituales para la consumición de este tipo de audiovisual, conocidos como los “tubes”, se nutren de la piratería, pues ofrecen vídeos ajenos, con derechos de autor, sin pagar nada por ellos.
Quizás lo más desolador sea qué es lo que realmente supone el porno en la sociedad. Como si la profecía del personaje de Burt Reynolds en Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997) no sólo se estuviera cumpliendo, sino que estuviera alcanzando cotas jamás imaginadas, cualquier atisbo de humanidad se ha perdido y lo único que queda son cifras de tráfico web, que utilizar para vender publicidad. Al final, el erotismo o la pornografía más descarnada son lo de menos. Como los auténticos emprendedores 2.0, lo importante no es creer en lo que se hace, sino en el dinero que va a reportar. Y, en el caso del porno, se trata de empresas multimillonarias, cuyo poder es la representación del control que el capitalismo tiene sobre la sociedad.
Una joven checoslovaca colisiona con cada una de las situaciones vitales con las que se encuentra. Familia, estudios, amigos, amoríos…Son los años sesenta en la Checoslovaquia comunista, perteneciente a la URSS, por lo que salirse del redil no es una opción, especialmente si se es mujer y homosexual. Esta joven es Olga Hepnarová, persona que ha pasado a la historia por su último choque, esta vez literal, el que efectuó en 1973 de manera voluntaria con un camión, que empotró contra una marquesina en la que un grupo de personas esperaba al siguiente autobús, lo que causó la muerte de ocho de ellos. Ante tanto rechazo, ante una vida de sufrimiento y desprecio hacia su persona, Olga decidió condenar a sus conciudadanos: «Mi veredicto es: Yo, Olga Hepnarová, víctima de vuestra bestialidad, os condeno a pena de muerte».
En Yo, Olga Hepnarová (2016), los directores checos Petr Kazda y Tomás Weinreb retratan la vida de una de sus compatriotas más conocidas, y para ello adoptan la postura del distanciamiento emocional. Con la cámara siempre alejada del cuerpo de Olga (Michalina Olszanska) y con una fotografía en pulcro blanco y negro, la emocionalidad se ausenta y da paso a un sobrio retrato de lo que fue, o pudo ser, la existencia de esta mujer, y los motivos por los que decidió tomar una decisión radical. Sin justificación ni criminalización, la dupla de autores disecciona cada escena desde la lejanía, lo que les permite abrir el encuadre y analizar los ambientes que rodearon a Hepnarová. Quizás gracias a esta actitud es posible que la cinta no termine con la ejecución de esta mujer, cuyo odio a la sociedad era en realidad el reflejo de un inmenso amor no correspondido, sino con la reacción de su familia, que, como cualquier sociedad con todo elemento subversivo, prefiere actuar como si este no existiera, antes que analizar las causas que lo han provocado.