Money, money, money.
Cuando el coqueto John Paul Getty III (Charlie Plummer) es secuestrado en Italia por unos asaltantes calabreses de poca monta, el rescate es claro: unos cuantos millones de dólares por recuperar al joven con vida. Poco más que calderilla para su abuelo J. Paul Getty (Christopher Plummer), el hombre más rico del mundo. Pero el tiempo pasa y las negociaciones no prosperan. Contra todo pronóstico, el patriarca de los Getty no está dispuesto a ceder ante ningún chantaje, y prefiere buscar cualquier alternativa para evitar el pago, o al menos para reducir los gastos al máximo posible. Si ha conseguido amasar una fortuna a lo largo de su vida, no ha sido a cambio de nada, y es por eso que deja al cargo de la operación a su mano derecha, Fletcher Chase (Mark Wahlberg). Mientras, la madre del desaparecido, Gail Harris (estupenda Michelle Williams), divorciada de su marido y desvinculada voluntariamente de la fortuna de su suegro, empieza a desesperar ante la duración del secuestro, y hace todo lo posible junto a Chase por tratar de recuperar a su hijo, que pasa de unas manos a otras como un trofeo cada vez más devaluado.
A sus ochenta años, Ridley Scott sigue dirigiendo con el pulso al que nos tiene acostumbrados. No exenta de polémica, con la sustitución in extremis de Kevin Spacey por Christopher Plummer poco antes del estreno, resulta casi divertido que, después de todo, lo mejor de Todo el dinero del mundo sea la interpretación del canadiense. Su personaje, un anciano avaro al más puro estilo Scrooge, que le ha valido una nominación al Oscar y un buen reconocimiento, gusta de coleccionar obras de arte y habitar en palacios de techos altos y corte gótico, igual que el protagonista de una película de terror, constantemente revisando sus acciones, alumbrado por el siniestro fuego de una chimenea o rodeado por su corte de abogados. Él, precisamente, es quien eleva la categoría de un thriller de ejecución correcta y recorrido convencional, que otorga la redención o la muerte a todos sus personajes. Un drama salpicado únicamente por algún momento excesivamente violento, en especial un pasaje relacionado con una oreja seccionada.
Paradójico, cuanto menos, que una película que retrata y critica el poder tiránico y déspota del dinero, encarnado en ese magnate multimillonario y de lengua afilada que es J. Paul Getty, se resolviera con una decisión de producción en la que un actor es sustituido con la facilidad de las piezas de recambio. Se especula que unos diez millones fue lo que costó volver a rodar las secuencias con Christopher Plummer. Como si el dinero, al final, sí pudiera comprarlo todo. O casi todo.