19 de abril de 2024

Críticas: Downrage

Kitamura se lo pasa en grande.

Ryûhei Kitamura continúa su periplo estadounidense después de una breve incursión en su país con aquella adaptación live-action de Lupin y, lejos de lo que podría parecer, no hay síntomas de agotamiento tras un estilo en el que no se atisba complejo alguno, y a través del que es fácil entregarse al disparate que vuelve a presentar el nipón en esta Downrange —que llega a nuestros cines con el título de Blanco perfecto—. Y es que si la premisa presentada es de por sí simple —un vehículo en medio de la nada asediado por un francotirador de paradero oculto—, Kitamura establece las suficientes relaciones como para que, de la particular mezcla de caracteres y situaciones (forzadas), surja un perímetro en el que moverse a la perfección: del desparrame más autoconsciente y liberador, a un dramatismo que guarda algo de mala uva e ironía en sus entrañas, pasando, cómo no, por una acción deliberadamente absurda que se establece como eje central en su escenario único.

La tensión, de este modo, no es el principal propulsor de una cinta que prefiere retozar en lo esperpéntico de algunos personajes y encontrar en ello un sentido del humor que sólo podría darse en la situación que nos presenta Downrange. Los roles prototípicos que presenta y desarrolla —quizá con menos tesón al principio— el autor de No One Lives, sirven así para moldear el tono de una película que podía tomar dos decisiones —o estructurar un ejercicio impulsado por la incertidumbre, o precisamente rizar el rizo fomentando el disparate más puro—, y a juzgar del resultado logrado, se encamina quizá hacia la más acertada de ambas. Elección ésta que contrasta con el carácter de Kitamura, y que además encuentra la horma de su zapato en el exceso y ese modo de juguetear con el género llevando la casquería a la que aduce a un punto donde la diversión surge como máxima y no como una parte más del conjunto.

Invocando la serie B más pura por momentos —esa primera toma de contacto con el francotirador, o incluso ciertos detalles relacionados con este, o la maravillosa secuencia del coche que pasa por el lugar de los hechos, dan buena fe de ello—, Downrange es, ante todo, autoconsciente, estimulando su condición en el talante de cada uno de los personajes de ese coche y en las apariciones que reavivan el tejido de un film que sin duda necesita esas explosiones violentas para persistir en su empeño.

Es obvio, nos encontramos ante una de esas cintas cuya aportación al terreno que pisa es nimia, que no decide ni mucho menos concebir nada con un mínimo de atrevimiento, y que como no podría ser de otro modo pisotea todos los tópicos habidos y por haber; pero es en esa concepción de puro y salvaje despropósito que tiene meridianamente clara su función, donde el trabajo de Kitamura sale victorioso ni aunque sea para coronar aquella cima que muchos ejercicios de género no alcanzan ni con ni sin entendimiento. Estamos, pues, ante una de esas cintas que se disfrutan más y mejor en compañía, y que encuentran su mayor escaparate en esos festivales donde los litros y litros de hemoglobina se festejan sin dilación, aunque no por ello pierdan su valor como mera forma de escapismo y diversión. Una cinta, Downrange, acerca de la que más que hablar (y destripar), lo mejor que se puede hacer es celebrar por todo lo alto.

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