27 de abril de 2024

Críticas: Utoya, 22 de julio

La experiencia del terror hiperrealista.

Un campamento de verano de adolescentes y jóvenes del partido laborista noruego es puesto en jaque por una inesperada y terrible amenaza. Esta oración podría ser el argumento de una película de terror. Pero no lo es. El suceso es real y ocurrió ocho años atrás en Utoya, cuando el terrorista de extrema derecha Anders B. Breivik asaltó la isla y asesinó a 77 de los chavales congregados, sembrando un caos sin precedentes y desviando la atención de los cuerpos policiales con una explosión en Oslo pocos minutos antes. El odio visceral al que piensa y opina distinto a uno como motor para engendrar una de las mayores atrocidades y convertirte en el peor villano que nadie pueda jamás imaginar en un relato ficticio.

Erik Poppe reconstruye el fatídico 22 de julio de 2011 con mucha fidelidad a partir de los testimonios recogidos de las víctimas supervivientes y lo hace desde la óptica del terror. La experiencia inmersiva adentrándose en el horror que vivieron esos jóvenes aislados de toda esperanza y condenados a un ataque de angustiosos e interminables setenta y dos minutos. El titular de la noticia parecía una película de terror. Y el resultado lo es. Más terrorífica que las cintas estrictas del género estrenadas este verano. Cámara en mano, largo plano secuencia de 90 minutos, asfixiante metraje para hacer partícipe al espectador de lo perpetuado (y sufrido) en la isla de Utoya.

Es un thriller, no hay duda, pero el horror de lo narrado es tan sobrecogedor que provoca más escalofríos que la mayoría de películas de terror. Poppe se fija estricto sensu en la ejecución del atentado, ni importan las motivaciones de Breivik, ni el contexto del suceso ni las consecuencias del mismo, tanto en las víctimas como en el propio terrorista y el juicio. De todo esto (y también de la crónica del atentado) se ocupó Paul Greengrass en la muy recomendable 22 de julio, estrenada directamente en Netflix. Poppe ensalza el cine político y de denuncia a la condición de crónica del horror más perverso y lo secunda a la experiencia de vivir, ni que sea remotamente, el propio atentado. La angustia se apodera del espectador y los lánguidos y tortuosos minutos de huida hacia delante de la protagonista son vividos, en cierto modo, en primera persona. La confusión y la tensión se respiran en todo momento, el drama sacuda con fuerza, sin trampas de guion, sino con la vocación de lograr un hiperrealismo terrorífico.

El calvario de la joven protagonista plantea los límites de una obra artística ante una matanza real de estas características. El debate está servido y el propio cineasta se auto interroga sobre ello al optar por el uso del plano secuencia y el acercamiento tan realista a lo sucedido. Un artista explorando las posibilidades de sus herramientas siempre resulta más estimulante que aquel que se acerca a unos hechos como estos y ofrece una película convencional. Además, Poppe nunca cruza líneas rojas, siempre se asienta en el terreno de lo éticamente íntegro, anteponiendo la historia a la forma, el fondo y la reacción del público.

Todo empieza con la calma de un grupo de jóvenes despertándose y preparando las actividades de primera hora de la mañana. Llegan noticias de una explosión en Oslo: ¿un accidente con el gas?, ¿Un atentado de Al-Qaeda? Pocos minutos después descubren la terrible verdad: un lobo solitario, un terrorista noruego de extrema derecha que empieza a acribillarlos a balazos. 72 minutos de huida en que todos ellos intentan esconderse, salvarse y salir de la isla. El espectador sigue a una joven como representación del horror sufrido por todos ellos. Ella persiste en la búsqueda de su hermana, ayuda a heridos que se encuentra a su paso y se esconde con otros supervivientes. Su mirada es la mirada aterrorizada de toda una sociedad sacudida por el extremismo. Un extremismo que va en alza y nunca debe blanquearse.

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