Sin esmero y buscando el éxito.
No hay duda de que Atresmedia Cine (y en buena parte Netflix) han querido repetir el éxito de El guardián invisible con su nueva apuesta: El silencio de la ciudad blanca, basada en la novela de Eva García Sáenz de Urturi que, como la película de Fernando González Molina, es el origen de una trilogía abalada por su gran éxito de ventas. La fórmula y la estética es la misma: crímenes de un asesino en serie, investigación policial, trauma del pasado en el/la protagonista de la historia, giros argumentales, creación de una atmósfera sugerente e intrigante. Las cifras en taquilla, y su segunda vida en la plataforma de streaming, determinarán si se ruedan las adaptaciones de las dos siguientes entregas literarias; a priori, todo parece indicar que así será, no obstante, si fuese por los resultados artísticos, estaríamos lejos de poder ver ambas secuelas.
La primera entrega de los casos del inspector Unai (Javier Rey) en Vitoria es un rutinario thriller, preocupado por su grandilocuencia, su factura televisiva (quizás todo esté más meditado para el futuro consumo en Netflix que en armar un buen filme con resoluciones cinematográficas) y el coqueteo con el morbo de la relación de amor entre la subcomisaria Alba (Belén Rueda) y el protagonista. En cambio, Daniel Calparsoro, un director que en sus trabajos recientes siempre se ha mostrado más ambicioso que efectivo, elude explorar los dos grandes pilares de toda buena película de intriga: crear tensión e interés (¿por qué se desvela tan pronto la identidad del asesino?) y construir unos personajes que aporten mucho más que ser meras piezas en el rompecabezas de la investigación policial. La psique de los personajes es capital para sostener un buen thriller y en El silencio de la ciudad blanca queda reducido a un juego amoroso de gato y el ratón entre los protagonistas y a una precipitada resolución más destinada a explicar concienzudamente la enrevesada trama al espectador que en ahondar en las motivaciones y traumas del asesino en serie.
Toda la película bebe constantemente de El silencio de los corderos, pero la presencia de un sobreactuado Àlex Brendemühl es más ridícula que imponente, cuando se intenta crear una especia de Hannibal Lecter. De hecho, no es el actor catalán el único miembro del reparto que desatina en su cometido, porque, en líneas generales, la película está muy mal interpretada, pese a tener a Javier Rey como protagonista (estupendo en Fariña o Sin fin), arropado por Manolo Solo o Belén Rueda. Primeras espadas del cine español que a las órdenes de Calparsoro parecen amateurs. Una lástima ver desbarrar a los miembros del elenco, aunque en cintas anteriores del director, como El aviso o Cien años de perdón, ocurría exactamente lo mismo. En realidad que estos grandes actores ofrezcan interpretaciones muy por debajo de su talento es, en buena parte, debido a la pobreza del guion, ya sea por diálogos y situaciones que bordean el bochorno o por el poco material de base que ostentan sus personajes en el libreto y que se comentaba anteriormente.
El silencio de la ciudad blanca bascula entre distintos tonos, desde el thriller criminal menos seductor al drama romántico folletinesco, y nunca termina de cuajar en ninguno de ellos; un producto destinado a tocar varias teclas para atraer al mayor número de espectadores, pero olvidando por el camino dotar al conjunto de un empaque sólido. En el sentido contrario, la música de Fernando Velázquez, aunque con algún tema notable, es en global una sucesión de temas que atolondran, enfatizan innecesariamente y socavaban el entendimiento de algunas líneas de diálogo. En definitiva, un previsible éxito sin réditos artísticos que podría haber funcionado mucho mejor a todos los niveles con un poco más de esmero.