Sitges 2019, por Diego Bejarano.
La 52ª edición del Sitges – Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya nos ha brindado la ocasión, un año más, de disfrutar de una variada y representativa muestra de la producción mundial del cine de género. 11 días de festival, 171 películas, 355 proyecciones, 4 salas de cine (y otras 3 complementarias), centenares de artistas invitados y profesionales de la industria, y alrededor de 200.000 visitantes han hecho posible el evento cinematográfico más esperado por los amantes del cine fantástico de todo el planeta. Nosotros estuvimos allí durante muchos días, y ahora ha llegado el momento de contar cuanto pudimos ver y disfrutar.
El jueves día 3 el festival dio el pistoletazo de salida y, a nuestra llegada a Sitges, casi todas las miradas estaban puestas sobre 3 from hell. Sabedores de que Rob Zombie es capaz de lo mejor y de lo peor, la incertidumbre era total al inicio de la proyección. Planteada como el cierre de una trilogía que comenzara con las dos primeras películas de la filmografía del autor (La casa de los 1000 cadáveres, de 2003, y Los renegados del diablo, de 2005), 3 from hell se encuentra mucho más cerca del tono (no así de la calidad) de la segunda, que ya suponía, por su estilo seco y contundente, un distanciamiento de la pirotecnia desenfrenada del debut del director. Llegados a este punto, 3 from hell resulta una película desnortada, mal escrita, llena de clichés, donde la ambientación parece de cartón piedra (véase el tercer acto en México) y los personajes, antaño carismáticos, arrastran a duras penas una historia carente del más mínimo interés narrativo. Este film nos devuelve, lamentablemente, al Zombie más rutinario y menos inspirado, en la línea de su absolutamente inane 31 (2016), poniendo un broche indigno a una trilogía que merecía una mejor conclusión. De un director capaz de alumbrar obras tan arriesgadas y personales como The Lords of Salem (2012) cabe esperar mucho más.
El desenfreno y la diversión más desprejuiciada llegó a Sitges con Noche de bodas, una fresca y muy disfrutable película que actualiza la premisa de El malvado Zaroff (Pichel & Schoedsack, 1932) con la lucha de clases como telón de fondo. La película cuenta la surrealista aventura de una chica de clase media que, en su noche de bodas, tendrá que vérselas con la elitista y sádica familia del novio, en un juego macabro lleno de sorpresas, humor socarrón y giros inesperados. Este «sálvese quien pueda», que en manos de otros autores podría haberse convertido en un mal chiste estirado hasta el hartazgo, se convierte en manos de Tyler Gillett y Matt Bettinelli-Olpin (codirectores que se dieron a conocer en la antología VHS, de 2012) en un ejercicio fílmico de ritmo endiablado, lleno de secuencias trabajadas con precisión milimétrica y que, gracias a su sabio uso del espacio y el tiempo narrativos (una mansión llena de posibilidades, una sola noche para explorarlas), nos devuelve gloriosamente a las raíces genuinas del slapstick, tal vez la vertiente más pura que ha conocido el humor cinematográfico. Contribuye al éxito de la propuesta un elenco en estado de gracia, en el que cabe destacar el bienvenido regreso de una retorcida Andie MacDowell y, sobre todo, la espectacular interpretación de Samara Weaving, cuya mímica facial y corporal —y también sus gruñidos, y sus improperios y sus aspavientos— desprenden una naturalidad y una gracia poco habituales en este tipo de obras (frecuentemente formularias) y que, como tantas otras veces en la comedia, no ha sido valorada en su justa medida. Del final de la película nada diremos, salvo que mantiene su capacidad para arriesgar, sorprender y divertir hasta el último momento; no debe extrañar, por tanto, que para quien esto escribe esta haya sido la más sobresaliente sorpresa de todo el festival.
Bloodline es un relato criminal que ya hemos visto en muchas ocasiones: la del perfecto vecino, que saluda cordialmente cada mañana y ejerce de padre de familia ejemplar, que en sus ratos libres, cuando nadie lo ve, da rienda suelta a su vena psicótica. Algo así como si contásemos la historia de Dexter con el envoltorio formal de Brian De Palma, aunque no alcanzará la popularidad del primero ni, desde luego, se acerca a la brillantez formal del segundo. La película, en un ejercicio de estilo más cercano al giallo italiano que al slasher americano, se beneficia de una buena dosis de humor negro y de la valentía de mostrar sangre a raudales, pero no podemos negar que su prometedor comienzo se desinfla con demasiada prontitud; el film se resiente principalmente por la repetición constante de su esquema narrativo, que apenas ofrece variantes desde su propuesta inicial y, aunque se reserva una importante sorpresa para el último tercio (en el título estaba ya la clave, aunque solo los más avispados se percatarían de ello), no es suficiente acicate como para conservar esta película en nuestra memoria pasados unos días.
Los cineastas Severin Fiala y Veronika Franz, que ya llamaron la atención en la edición de Sitges de 2014 con Goodnight Mommy, presentaban esta vez The lodge, propuesta que nos trajo de vuelta a esa clase de películas que transcurre casi en su totalidad en un único escenario claustrofóbico en el que la dinámica entre personajes (en este caso, una madrastra y dos hijos) se va viciando progresivamente hasta difuminar las líneas que separan la racionalidad de la locura. Bien construida y de atmósfera sofocante, este film, que guarda no pocas similitudes con Los otros (Amenábar, 2001), juega constantemente al equívoco, a confundir al espectador acerca de los derroteros que irá tomando su historia, hasta llegar a un desenlace sorprendente (que cada cual determine si para bien o para mal) que queda coronado, y eso es innegociable, con una de las escenas finales más perturbadoras vistas este año. Aunque podría haber dado más de sí, The lodge cumple suficientemente con las expectativas generadas.
Ninguna otra película del festival venía precedida de tanta expectación como El faro, que, aun participando fuera de competición en la Sección Oficial, y con solo dos pases (en lugar de los tres habituales), colgó el cartel de «entradas agotadas» muchos días antes de su proyección. No es para menos, si tenemos en cuenta que supone el esperadísimo regreso del director de la que tal vez sea la película de terror más importante de la década: La bruja (2015). En esta ocasión, Robert Eggers vuelve a estar especialmente inspirado en su apuesta formal: El faro es una obra de una belleza plástica insólita, filmada a partir de encuadres capaces de quitar el hipo al espectador, y a cuya soberbia y claustrofóbica puesta en escena y cuidadísima fotografía en blanco y negro solo puede hacer justicia una pantalla de cine. Ambientada a finales del siglo XIX, esta historia acerca de un veterano y hosco farero que acepta instruir a un aprendiz en una lejana y perdida isla de Nueva Inglaterra supone una original reescritura del mito de Prometeo, en la que sirenas, tritones y aves de mal agüero coexisten con el miedo lovecraftiano a los horrores insondables que el ancho mar esconde bajo sus aguas. Sin embargo, Eggers parece alejarse deliberadamente del terror puro en el que se acomodaba su ópera prima para explorar esta vez terrenos más cercanos a la fantasía inquietante; así, lo que en La bruja inspiraba auténtico pavor en El faro es más bien desasosiego, asfixia y tensión psicológica, cauces probablemente más idóneos para narrar el descenso a la locura al que se ve abocado su personaje principal. No por ello el director ha perdido su capacidad para alumbrar secuencias verdaderamente arriesgadas (Dafoe convertido en hombre-faro al proyectar luz con su mirada, Pattinson retozando con la sirena) de las que sigue saliendo triunfante donde otros podrían caer en el ridículo; hay que poner de relieve, así mismo, la contribución de dos intérpretes en estado de gracia que ofrecen un tour de force impresionante. El faro, en suma, es una película extraordinaria que, pese a sus innegables virtudes, no consigue cautivar como lo hiciera La bruja, pero la comparación, aunque inevitable, no es del todo justa. Eggers ya no cuenta con el factor sorpresa y es fácil que, a menudo, las altas expectativas jueguen en contra. No cabe duda, en todo caso, de que queda confirmado el talento de uno de los realizadores más brillantes de los últimos años.
Al margen de la sección oficial pudimos ver Code 8, una propuesta de ciencia ficción independiente muy disfrutable en la que resuenan los ecos de Scanners (1981), de Cronenberg. La película plantea qué pasaría si aquellas personas dotadas de poderes especiales —pensemos en los mutantes del famoso cómic de Marvel— existieran en el mundo real, un mundo construido, eso sí, a imagen y semejanza de esas distopías en las que ser diferente supone estar controlado y oprimido por el poder establecido —si continuamos con la analogía mutante, el escenario de los Centinelas sería el referente más inmediato—. Lo que a priori podría resultar una fantasía para cualquiera de nosotros (disfrutar de las ventajas de controlar la electricidad, el fuego o la sanación de heridas) se convierte en Code 8 en una maldición, en la que los personajes tratan de sobrevivir en un infierno urbano asolado por el paro, la injusticia y el miedo a la diferencia. Cuando el sistema no te provee de los recursos más básicos y todo a tu alrededor se desmorona, el único camino posible —parece decirnos el director, Jeff Chan— pasa en ocasiones por la vía de la clandestinidad y la delincuencia. Sorprende que con un presupuesto tan limitado, y articulando un mensaje social que en el fondo no ofrece ninguna novedad, el resultado final sea una de las mejores películas que pudieron verse fuera de la sección oficial.
El prestigioso cineasta francés Bertrand Bonello, sobradamente avalado a estas alturas por el éxito de filmes como Casa de tolerancia (2011), presentaba en la sección Noves Visions la muy particular Zombie Child, película que articula un diálogo entre la Haití de los años 60 y la Francia actual a través de la figura del zombie vudú. En un subgénero del terror masificado por la vasta herencia del cine de George A. Romero, cuya seminal La noche de los muertos vivientes (1968) sigue ejerciendo una influencia incontestable, se agradece la revisitación del cine de zombies primigenio, partiendo del clásico de Victor Halperin La legión de los hombres sin alma (1932) e inspirándose, sobre todo, en la bellísima, poética y sugerente Yo anduve con un zombie (1943), del maestro Jacques Tourneur. El gran problema de este proyecto, tan discursivo y tan escaso de terror, es que Bonello se olvida de imbricar las dos partes que componen el film de forma orgánica, de modo que parecen dos películas distintas que se desarrollan de forma paralela y, lo que es peor, en las que la acción avanza siempre a través de la palabra, nunca de la imagen, llegando al extremo de que el desenlace de la historia, que podría haberse resuelto perfectamente a través del encadenado visual, es aquí explicado en un monólogo extremadamente anticlimático y anticinematográfico. Sumémosle a esto los largos discursos de determinados personajes (el profesor de Historia, por ejemplo) en los que, imagino, Bonello se verá enormemente reflejado, y que confieren a la película un estatismo contraproducente, dejando al espectador con la sensación de estar asistiendo más a un ejercicio de proselitismo que de auténtico cine. No necesitamos que nos adoctrinen sobre qué significa realmente «la revolución» (aunque el concepto resulte muy pertinente para entender en profundidad de qué habla realmente este film), pero sí a alguien que sepa explorar (y explotar) el poder expresivo de la imagen cinematográfica, a través de la cual se pueden llegar a las mismas conclusiones. Pese a todo, Bonello demuestra puntualmente destellos de talento y hay momentos que sí consiguen dejar poso, siendo el ritual lisérgico y alucinado que la mambo lleva a cabo con la joven estudiante el más poderoso de todos ellos.
Vivarium fue una de las más gratas sorpresas del festival. Nada sabíamos de la película antes de su visionado, y mucho se comentó sobre ella, recomendándola encarecidamente, después de él. A medio camino entre El show de Truman (Peter Weir, 1998) y un episodio de The Twilight Zone, este film aparentemente liviano y simpático esconde en realidad una de las propuestas más originales, perturbadoras y asfixiantes de los últimos años, que con seguridad no dejará indiferente a nadie. Es difícil hablar sobre Vivarium sin dar pistas sobre su inquietante argumento, del que conviene no saber prácticamente nada antes de verla. Sí podemos decir que el director, Lorcan Finnegan, muestra sus cartas ya desde la primera escena, y que la metáfora aviar sobre la que construye su obra funciona de maravilla. Aunque hay muchas sorpresas a lo largo de la película, es imposible no destacar la escena en que un niño cuenta, ante la pregunta de su cuidadora, qué ha hablado ese día con las personas con las que se ha encontrado. La capacidad del cineasta para evocar —prácticamente desde la nada y sin previo aviso— un abismo de horror ante el espectador, de generar un miedo profundo a lo desconocido, de romper la frágil frontera que separa lo cotidiano de lo extraño, es de una eficacia y una precisión dignas de todo elogio. Cabe destacar que la actriz protagonista, Imogen Poots (Green Room, 2015; 28 semanas después, 2007), se llevó el merecido galardón a Mejor actriz por su creíble interpretación de mujer capaz de mantener cierta cordura en una situación límite; Jesse Eisenberg, por su parte, le da una réplica más que solvente.
El director americano Joe Begos, que ya presentara en 2015 la estimable aunque discreta The mind’s eye, participaba este año por partida doble: con VFW, en la sección Panorama Fantàstic, y con Bliss, en la sección Midnight X-Treme. La primera de ellas, cuyo título hace referencia a los «veteranos de guerras extranjeras», es una propuesta brutal, pasadísima de rosca y sin paliativos dentro del subgénero home invasion. Recuerda a títulos precedentes como Asalto a la comisaría del distrito 13 (John Carpenter, 1976), que a su vez estaba inspirada en el clásico indiscutible Río Bravo (Howard Hawks, 1959). VFW es mucho más tosca que sus referentes, y está descuidada en prácticamente todo lo que no atañe a la planificación de las secuencias de acción, pero es valorable la honestidad y transparencia de su propuesta. Es, sin duda, un film de trazo grueso y algo repetitivo, pero también una descarga de adrenalina fácilmente disfrutable. En un registro muy distinto, en cambio, se encuentra Bliss, película muy celebrada por cierto sector de la crítica que no ha terminado de entender por qué la más interesante de las candidatas del director ha sido relegada en el festival a los pases de madrugada, condenándola de antemano a un evidente ostracismo. Con este film Begos sí que demuestra unas pretensiones de más altos vuelos, al contar una historia en la que el vampirismo funciona como alegoría del proceso de creación artística capaz de consumir por completo al propio creador. Nada nuevo bajo el sol, realmente, pues películas como Arrebato (Iván Zulueta, 1979) o The Addiction (Abel Ferrara, 1995) ya exploraron antes (y mejor) el vampirismo más heterodoxo desde un prisma abiertamente ontológico e intelectual.
No hay edición del Festival de Sitges que se precie que no incluya, entre otros, una notable película de zombies y una divertida comedia de terror. Little Monsters aúna estos dos extremos: es una tierna y agradable película australiana que, con la célebre Lupita Nyong’o a la cabeza del reparto, propone un entretenimiento ligero con los muertos vivientes como telón de fondo. Si no fuera por ciertas dosis de sangre y vísceras (nada para llevarse las manos a la cabeza, en realidad) y por su humor típicamente adolescente, casi podríamos decir que es terror cómico para toda la familia, pequeños incluidos. Una buena forma de aproximarnos a la película sería definiéndola como una versión de La vida es bella (Roberto Benigni, 1997) en la que cambiamos a los nazis por zombies, y el porno emocional por el gore de ultratumba. La historia que se nos cuenta es simple: una maestra de infantil intentará que su grupo de niños permanezca ajeno al brote de muertos vivientes en el que se ven inmersos, con la ayuda de un músico de rock fracasado y una estrella fraudulenta de programas infantiles. Para ello, los adultos cantarán, jugarán e inventarán mil pretextos para que los críos no sean conscientes de la carnicería que hay a su alrededor. Aunque podría pensarse que el argumento se presta a la sensiblería y el infantilismo, el director, Abe Forsythe, logra mantener un acertado equilibrio durante todo el metraje, aportando ciertas notas de cinismo y de amargura (principalmente, gracias a la pareja de irrisorios personajes adultos que acompaña a la maestra) que otorgan el contrapunto necesario a la historia de los más pequeños. Resulta significativo que, en la recta final de la película, toda la sala de cine estuviese dando palmas y coreando las canciones que Lupita Nyong’o, ukelele en mano, canta a los niños en su frenética huida de los zombies, por lo que su capacidad de conectar con el gran público queda más que demostrada.
Por su parte, The nest se inscribe en la tradición del mejor gótico italiano para contar la historia de Samuel, un chico parapléjico que vive bajo el yugo de su severa madre en una mansión ubicada en el medio rural, completamente aislada del mundo exterior. La película se articula como un drama psicológico que puede recordar en ciertos aspectos a clásicos como ¿Qué fue de Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), pero a medida que avanza su metraje hay determinadas pinceladas que revelan, con sutileza y capacidad de sugerencia, que cierta información esencial se nos está escamoteando; solo una mirada lúcida, con mucha atención al detalle, podría acceder a esas capas de profundidad antes de tiempo. Para el común de los mortales, sin embargo, la brillante idea que subyace en esta propuesta no será revelada hasta el último minuto, en un final lúcido y potente que nos obliga a reinterpretar todo lo visto anteriormente con otros ojos. Por el camino, entre tanto, acompañaremos al protagonista en un recorrido emocional lleno de incertidumbre, de frustración y también —y he aquí el motivo de que la película triunfe pese a su peligrosa dependencia del final sorpresa— de fascinación amorosa, pues la llegada de una chica llamada Denise a la casa supondrá un punto de inflexión en la historia y nos regalará momentos de delicada belleza, todos ellos relacionados con el amor iniciático y el despertar sexual de Samuel; para el recuerdo queda el baile de Denise (primero, tierno y sensual; más tarde, por razones argumentales, forzado y ortopédico) al calor de la interpretación a piano del «Where is my mind?», de los Pixies, que se termina erigiendo en leitmotiv de la película.
Finalizamos esta crónica reseñando la gran triunfadora del festival, al menos en lo que a galardones se refiere: la producción española El hoyo, de Galder Gaztelu-Urrutia, ganó los premios de Mejor película, Mejor dirección novel, Mejores efectos especiales y, como colofón, el Premio del Público (solo dos películas hasta la fecha habían logrado poner de acuerdo a jurado y público para obtener los máximos honores de ambos: Zatoichi [Takeshi Kitano, 2003] y Hard Candy [David Slade, 2005]). Una lluvia de reconocimientos que a muchos se nos antoja, francamente, excesiva. Bien es cierto que El hoyo parte de una idea bastante original: dos personas despiertan en una celda de paredes desnudas, en cuyo centro hay un agujero desde el que se ven las plantas superiores e inferiores, y a través del cual sube y baja diariamente una plataforma con los restos de comida que les sobran a los de arriba. Transcurrido un mes, los prisioneros son trasladados a otro nivel al azar del edificio: si está entre los primeros, podrán comer abundantemente cada día, pero si está entre los niveles más bajos, tendrán que buscar formas menos ortodoxas para sobrevivir a la inanición. La premisa es, como apuntábamos, original y apreciable, pero no podemos dejar de señalar las varias objeciones que lastran el resultado final. En primer lugar, lo más obvio: que la sombra de Cube (Vincenzo Natali, 1997) o Snowpiercer (Bong Joon-ho, 2016) planea sobre todo el film, y lo hace palidecer. En segundo lugar, que, una vez captada nuestra atención con su premisa inicial, la película no es capaz de mantener vivo el interés; pasados sus quince o veinte primeros minutos, la idea se vuelve repetitiva y la alegoría sobre la diferencia de clases y la desigual distribución de la riqueza en el mundo se subraya de forma innecesaria. Por último, los actores están, lamentablemente, muy desacertados: unos por insípidos, como Ivan Massagué; otros por cargantes, como Emilio Buale; y otros, como Antonia San Juan, porque no se sabe muy bien qué están aportando a la película. Tal vez los defectos del film sean atribuibles a la falta de experiencia de su director, que no fue tan hábil planteando buenas ideas como desarrollándolas; confiemos, si es así, en que mejoren todos estos aspectos en próximas producciones.