11 de octubre de 2024

Críticas: El Hoyo

¿El hombre es un lobo para el hombre?

La originalidad del sencillo pero llamativo punto de partida de El hoyo ―la ópera prima de Galder Gaztelu-Urrutia, recibida en Sitges con un entusiasmo que no hizo sino sembrar la duda― choca con la frontalidad de un mensaje ya conocido por todos y que viene, por enésima vez, a concluir que la condición humana no tiene arreglo y que por ello estamos condenados a la autodestrucción. Sin embargo, hay algunos matices que hacen de la película un producto interesante, sin que ello sea suficiente para hablar de ella como algo novedoso o como un medio con capacidad para invitar a la reflexión, y eso que su principal objetivo es interpelar al espectador y hacerle partícipe de una serie de dilemas morales. También sobra decir que las comparaciones con Snowpiercer o Cube son más una estrategia de marketing que otra cosa, especialmente en el caso de la segunda, a la que ni siquiera se asemeja en los aspectos más superficiales.

El hoyo es el nombre coloquial para lo que es una especie de cárcel vertical, en la que pronto sabremos que el protagonista, Goreng, ingresó de forma voluntaria, mientras que otros lo hicieron para evitar su estancia en una prisión de verdad, entre probablemente muchos otros motivos. Este hoyo está formado por un número indeterminado de niveles, cada uno de los cuales está habitado por dos personas, y en el medio hay una plataforma en la que cada día se preparan multitud de platos que irán bajando poco a poco en la misma, permaneciendo un tiempo limitado en cada nivel. ¿Cuál es el problema? Que los de los niveles más altos, los de arriba, comen más de lo que necesitan y la comida no llega a los niveles más bajos. Afortunadamente, mensualmente se resetea la organización de las plantas y los internos cambian aleatoriamente de nivel, lo que abre oportunidades a aquellos que hayan sobrevivido el mes anterior en una posición poco favorable. Los guionistas, David Desola y Pedro Rivero, deciden poner a la misma altura a todos los ciudadanos, y condicionar su comportamiento a la existencia de un nuevo ascensor social; no obstante, sí se ejerce cierta critica hacia las instituciones, a la Administración como ente repleto de funcionarios que cumplen unas órdenes que en el fondo desconocen.

Las formas del filme ―más allá del estilo con el que se superpone la conciencia del protagonista con la realidad― se mueven entre lo funcional y el acartonamiento, en lo que resulta ser evidente y significativa declaración de intenciones: lo que aquí importa es el mero entretenimiento y la claridad del mensaje a transmitir ―que en el tramo final abraza una pretendida e ineficaz ambigüedad―, el frenetismo de una obra consciente de sí misma hasta el punto de atreverse a celebrar su falta de sutileza mediante unos flashbacks e insertos propios de un cortometraje de alumno ―y no demasiado aventajado― de comunicación audiovisual. Aunque la moraleja se transmita de forma cruel y escatológica, dando cabida a ridículos comentarios racistas y a cagadas literales en los de abajo ―da igual si la distancia entre emisor y receptor es de un solo piso: el de arriba es siempre más privilegiado―, acompañar al protagonista, un ser con principios ―la excepción que confirma la regla―, es una experiencia estimulante en la que nos sumergimos sin hacernos demasiadas preguntas, sin darle la importancia que merece a lo formal y a lo material. Probablemente sea esa la clave de su éxito, pero también es justo reconocer que esta disfrutable propuesta es paradigmática de un modelo de cine que nace sin vida y que confía todas sus posibilidades a lo coyuntural.

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