La postal amarga.
Si una inquietud atormenta de manera intermitente a los grandes realizadores de trayectorias de largo recorrido, es la de trasladar una a una a la gran pantalla sus obsesiones y pasiones personales. Tal es el caso, como no podía ser de otra manera, de un prolífico maestro americano neoyorquino. Todo un tótem que seguirá dando guerra por mucho que pretendan impedirlo los guerreros de la justicia virtual: Woody Allen. Un Allen que se ve obligado a trabajar en esta nueva etapa bajo el cobijo de productoras europeas. En esta ocasión vuelve a rodar en España, colaborando para ello con Mediapro. Uno más de sus filmes turísticos cuya trama se ambienta en un lugar fundamental para el realizador que, como establecía previamente, debía llegar a la gran pantalla: un festival de cine. Y cuál mejor que el Festival de San Sebastián, en el que se ambienta la trama y en el que estaba llamada a presentarse la película en calidad de inauguración fuera de concurso. Se trata, que en algún momento debía clarificarlo, de Rifkin’s festival. Reme o no a favor la temática, la prensa siempre acude alegre a la cita anual con el cine de Allen, aún cuando ya lleva una década lejos de su mejor nivel. Su nuevo trabajo es una cinta honesta y sencilla, que da lo que podemos demandarle y, para bien o para mal, ofrece idéntico balance al de sus últimos trabajos. Un trabajo leve, inofensivo y llevado a cabo con reserva, energético pero que ofrece suficientes alicientes argumentales para ofrecer un visionado gratificante, y un nuevo motivo de regocijo para sus seguidores.
Mort Rifkin viaja durante una semana al Festival de Cine de San Sebastián para acompañar a su mujer Sue, que lleva la prensa de la última película de Philippe, un petulante director francés durante el certamen. Atormentado por el tedio, la soledad y los celos hacia el trato entre Sue y Philippe, entablará una profunda amistad con la doctora Rojas, cuya vida amorosa también es extremadamente turbulenta. Una comedia romántica de enredos en un escenario bucólico de estampa. Hipocondría, obsesiones culturales e incomprensiones sexuales. Y de por medio, aunque sea de manera tangente, la pasión por el cine y la constante reminiscencia de los referentes. En esta ocasión, más crepuscular y melancólica, signo inequívoco de la vejez y de la muerte de un estilo que ha perdido su lugar. Un ejercicio que demuestra hasta que punto estaban llamados a encajar la fascinante ciudad donostiarra con la atmósfera y universo alleniano. Un festival de cine se demuestra como un escenario dramático rico para dotar al viaje de los personajes de matices, distracciones y eventos atractivos. Un filme, no nos engañemos, en que todo esto no deja de ser una fachada, una postal conveniente para la financiación y promoción de la película, y el foco permanece en las relaciones humanas de los personajes y sus diatribas. Es un filme de personajes, que salen a flote gracias al buen trabajo del reparto, en particular un dulce y afable Wallace Shawn como enésimo alter ego de Woody Allen en el cine. En tanto metáfora del ocaso profesional de Woody, el largometraje encuentra un discurso atractivo, y a nivel formal el cinéfilo encontrará motivos para la sonrisa cómplice en las escenas de los sueños de Mort, representados en la forma de homenajes a escenas de clásicos de Truffaut, Welles o Bergman protagonizadas por los personajes de la película.
Todo aquel que haya asistido a un festival de cine o que haya visitado la preciosa San Sebastián sabe que ambas contienen mucho más de lo que vemos en la película, que se conforma con un retrato superficial de ambas, iluminado con unos colores vivos de Storaro más cercanos a la Toscana que a las tonalidades cromáticas que encontramos habitualmente en Donostia. El conformismo y la autocomplacencia son las actitudes que mejor describen el filme. Es un trabajo acomodado y rutinario, ligero y olvidable, cuya ejecución formal transmite pereza y letargo. No hay sorpresas, ninguna instancia narrativa se lleva a cabo con pulsión. Resulta inevitable pensar que en la coyuntura actual de releva y futuro incierto, hay que cuidar el patrimonio y recibir la cosecha Alleniana sin exigirle demasiado. De lo contrario, poca resistencia ofrece un conjunto simpático pero endeble. De haber sido estrenada en otra década y con otros precedentes, probablemente habría sido menos magnánimo con la propuesta.
El último largometraje de Woody Allen es una ocasión tan lícita como tantas otras de acudir al regreso anual en sala. Aquellos que sigan su trabajo durante esta década, sabrán lo que esperar. Rifkin’s Festival es un filme que funciona desde el guiño afín y el solazamiento reconfortante, pero que carece de ambición y de frutos creativos de calado.