25 de abril de 2024

Cara o cruz: En un barrio de Nueva York

Cara o cruz con En un barrio de Nueva York.

Hogar, paciencia y fe: La búsqueda de la identidad cultural por Néstor Juez.

Las señales son inequívocas: la vida de las salas de cine vuelven a un estado que se asemeja cada vez más a la normalidad en que se encontraban antes de la pandemia. Las cifras crecen de manera exponencial y los títulos de reclamo comercial desembarcan con convicción alentados ante un factible escenario de verano provechoso. Ante estas previsiones optimistas, por fin llega el momento de descubrir los grandes títulos llamados a reencontrar al gran público con las salas, y de que se estrenen por fin aquellos títulos de relieve que han permanecido muchos meses en nevera. Trabajos que han preferido aguardar, convencidos de su potente reclamo comercial. Hoy venimos a diseccionar uno de ellos, un musical que hubiera jugado un rol predominante en los pasados Premios Óscar: En un barrio de Nueva York, adaptación al cine del musical de Broadway de Lin-Manuel Miranda In the heights. Trabajo del que se venían diciendo grandes cosas y que, a horas de su estreno, acumula entre los medios un aplauso unísono que contribuye a la elevada expectación creada. Tras días de reposo y reflexión analítica, no creo ni mucho menos que nos hallemos ante una gran película, pero sí ante un largometraje de claro interés. Un ejercicio de suma eficiencia técnica y resultados virtuosos en términos de musical, pero con un relato lastrado de esquematismos y vicios melifluos.

Desde los primeros compases del filme sorprende y fascina su medido pero cuantioso torrente de energía, su poderoso espíritu lúdico que acompaña al espectador durante la totalidad del metraje. Y ante todo, un sorprendente sentido del ritmo, que transpira desde un inicio portentoso en el que de la urbe emanan todo tipo de músicas a través de sonidos cotidianos. Un trabajo vitalista y motivacional, que hace las veces de homenaje a la comunidad latinoamericana de Nueva York y reivindica con convicción el concepto de encontrar la propia esencia, dar respuesta al propio relato y encontrar el lugar en el mundo que te ofrezca el sentimiento de pertenencia. Orbitando alrededor de estos coordenadas, Jon M. Chu se exhibe detrás de la cámara. Una realización dinámica y elegante de tomas aéreas, planos generales y seguimientos cercanos, en la que las angulaciones de grúa permiten apreciar en toda su dimensión los extensos grupos de bailarines sincronizados sobre amplias porciones de espacio. El filme sienta cátedra en coreografías urbanas y secuencias de integración de narración con Hip-Hop de larga duración con muchos integrantes. El espectador abandonará la sala con un puñado de números para el recuerdo, la mayoría ubicados durante la primera hora del metraje. Es innegable que la pericia de su ejecución y la sofisticación de su aparato audiovisual son motivos suficientes para acudir a la sala de cine. Y en términos sociales es innegable que hablamos de una cinta importante en lo que a representación de etnias y minorías se refiere, por lo que los adalides de la corrección política tendrán mayor motivo de regocijo. Resulta inevitable que sea cínico, pero sería iluso negar que hablamos de un trabajo muy eficaz e indicado para ver en familia o con amigos o pareja, especialmente conveniente para estos tiempos estivales (no en vano, el calor es un tema recurrente del argumento).

Cómo resulta inevitable en todo producto dirigido a un público mayoritario, el filme no puede evitar tomarse en serio a sí mismo, ignorar la autoconsciencia y prohibirse abrazar plenamente el riesgo. Tiene aspiraciones dramáticas, y es ahí dónde más obvio se muestra. En su faceta más emocional es cuando el no sabe esconder su faceta más corporativa y formulaica, su determinación más impersonal. Vuelven, de nuevo, los tonos blandos, melifluos y maniqueos que tan bien reciben grandes sectores de la audiencia y que tanto contrarian al crítico que escribe estas líneas. El esqueleto dramático es simple y predecible, y los consabidos momentos de confrontación, cambios o conflictos se ejecutan con la desidia propia de los estereotipos argumentales ya vistos miles de veces y despojados de toda naturalidad, así como de frescura genuina. Es por esto que el filme va de más a menos en un metraje que sin duda podría haber sido reducido. Allí donde la propuesta brilla cada vez que entra la música, pierde su encanto fílmico cada vez que se entromete un diálogo o una escena dramática que avance la trama.

Nos encontramos ante el título estival perfecto, que nos invita a desconectar, disfrutar de los cuerpos al son del compás y a ser deslumbrados por el oficio de sus responsables. Pero no se lleven a engaño, tampoco se encontrarán en salas el musical definitivo que les cambiará la vida.

El glorioso despertar tras el apagón por Alain Garrido.

Un apagón adormece la ciudad de Nueva York y multiplica el desencanto entre los vecinos de Washington Heights. La música y el baile son las vías de escape ante la fatalidad y la desazón que envuelven a los protagonistas. Una fiesta para celebrar el nuevo despertar. Y, extra cinematográficamente, En un barrio de Nueva York también tiene un poco de ello: es cine espectáculo de primera magnitud y es uno de los primeros platos fuertes de Hollywood en la era pospandemia, los cines en Estados Unidos han reabierto en su inmensa mayoría tras 15 meses de cierre. Una película vibrante y entretenidísima para disfrutar en la mejor sala de cine posible y contagiarse de su diversión. Y, sí, también de emocionarse con su cara más amarga y con esa oda a los sueños, cumplidos o no, pero, en última instancia, camino indispensable para vivir (o aprender a vivir).

La película empieza al son de In The Heights, un sensacional primer número musical en el que se nos presenta el barrio, situado al norte de la isla de Manhattan y habitado por distintas comunidades latinas. Jon M. Chu ofrece un arrollador prólogo a la altura del deslumbrante inicio de La La Land que sienta las bases de lo que uno va a encontrarse: alegría a raudales y espectáculo mayúsculo. El musical, debut teatral de Lin-Manuel Miranda en el Off-Broadway, ha ganado repercusión en los últimos años tras el estrellato del compositor neoyorquino y el boom Hamilton a nivel planetario. De hecho, Miranda llevaba años queriendo llevar a la gran pantalla In The Heights y ha sido finalmente gracias al éxito del musical sobre el padre fundador de EE. UU. que lo ha hecho posible. Es como si Hamilton hubiese sido su boleto de lotería ganador y llenar las salas con En un barrio de Nueva York, una historia tan personal y de representatividad de las comunidades latinoamericanas en el país, su sueño cumplido.

Porque, por encima de romances y lazos familiares, este musical es eminentemente comprometido y político, actualizado además con las políticas migratorias de Trump y los dreamers, una nueva subtrama tan pertinente como coherente en su oda a los anhelos y al amor en la comunidad. La película se articula en torno a los recuerdos de Usnavi (estupendo Anthony Ramos) mientras relata los calurosos días de verano del apagón a un grupo de niños; así pues, el musical tiene un halo de fábula y todo lo narrado tiene un punto de nostalgia. Son unos días que cambiaron la vida de sus protagonistas, les hizo replantearse su porvenir y truncaron, reinventaron o cumplieron sus sueños. Eso sí, en última instancia, fueron unos días de escape. Emocional y grupal.

Todos y cada uno de los asombrosos números musicales de En un barrio de Nueva York son parte indivisible del relato, ninguno es caprichoso, alguno es visualmente más apabullante, pero todos ellos están al servicio de la trama como celebración de la alegría contagiosa (el magistral 96.000 en la piscina), como exposición de los sentimientos que nos cuestan expresar a los demás (Breathe y Champagne) o como díptico absolutamente arrebatador (Paciencia y Fe y Alabanza). Dos de las secuencias más conmovedoras del año. Francamente, servidor todavía no se cree que el director de Crazy Rich Asians o Ahora me ves 2 esté detrás de la adaptación de este musical. Su labor en los números musicales (When the Sun Goes Down es tan Gene Kelly), su control del equilibrio entre comedia y drama y su capacidad para contar con las imágenes no eran nada perceptibles en anteriores trabajos. Todo mi dinero ahora para su adaptación de otro celebrado musical: Wicked. Por cierto, exceptuando el emotivo díptico musical, la película es genuinamente divertida, plagada de humor (aún resuenan mis carcajadas con el origen del nombre de Usnavi) y con un encanto especial, sin caer nunca en la ñoñería más empalagosa y manejando bien los códigos del género.

Entre los cuatro personajes de la doble rom-com, en En un barrio de Nueva York habitan otros personajes más secundarios que agrandan el mensaje sociopolítico del musical (más allá de lo citado en torno a la migración, también hay espacio para la crítica a la gentrificación de las grandes urbes) y enarbolan la bandera de cada uno (literalmente y metafóricamente) para construir una historia sobre las raíces, la identidad (propia y colectiva) y el amor (la comunidad, la familia y las dos parejas protagonistas). Y, por supuesto, la lucha por los sueñitos de cada uno. Un reparto sin mácula pone rostro (¡y voz!) a esta estupenda galería de personajes, destacando sobre todo Anthony Ramos, Leslie Grace y Olga Merediz.

Si el cine es vida para los cinéfilos, En un barrio de Nueva York en estos momentos lo es todavía más: un vibrante, divertido y emocionante espectáculo que embriaga en todos sus compases y coreografías. El glorioso despertar tras el apagón de estos 15 meses sin cines o con cines a medio gas. Uno daría lo que fuese para sumarse a los raps en la piscina y a bailar salsa y ritmos latinos en las calles de un barrio que encapsula anhelos en cada ventana. En definitiva, la película de Jon M. Chu (y el musical de Lin-Manuel Miranda) es un subidón. ¡Y menudo subidón!

Un pensamiento en “Cara o cruz: En un barrio de Nueva York

  1. Néstor pisa por fin alfombra roja. La falta que le hacía se nota en la benevolente crítica de un producto WB para entretener el verano con un gran cubo de palomitas bailarinas.

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