28 de marzo de 2024

Críticas: Sonic 2: La película

El enigma del erizo.

Palacio de la prensa. 10:00 h. Pase de prensa de Sonic 2: La película (Sonic the Hedgehog 2, Jeff Fowler, EEUU, 2022). Mientras algunos espectadores charlan antes de la proyección sobre videojuegos que no comprendo como “Elden ring” o “Super Mario Smash Bros” una señora de unos 60 años se sienta a mi lado. Compañera de fatigas, me pregunta si voy a ir al instituto francés: no sabe si llega al pase que allí dan a las 12:00. Le contesto que no creo, que la película dura dos horas. Un minuto de silencio y vuelve a dirigirme la palabra. Me hace la pregunta, esa que me obsesiona, que no me deja dormir, que desde entonces me persigue allá donde voy: “¿Qué es Sonic?”.

Ráfagas de imágenes provenientes de mi memoria, siempre traicionera, me muestran a un chiquillo de 5 años comiendo un happy meal, jugando a una consola pedestre, recogiendo aros a toda velocidad. “¿Qué es Sonic?” y mi colega Borja, que tiene 40 años (claro, sabe de lo que habla) me contesta que “Mega”. “¿Mega?”, digo yo. “Mega-drive”, sentencia él. Sigo sin entender nada. Mi comprensión no se extiende más allá de la Game Boy, la mía, que jamás conoció a Mario Bros, tan solo a Yoshi. Habrá que esforzarse más.

Algo debe ser Sonic porque en los segundos que siguieron a la pregunta de la señora el pánico acudió a mi mente. No “quién” es Sonic, nunca “cómo” es Sonic, sino “qué” es Sonic. Y pienso, elucubro, que si algo puede ser para nosotros, si algo podemos convenir en esta brecha generacional, es que Sonic es una razón, aquella por la que estamos aquí, hablando. Una saga entera de videojuegos, cómics, series de animación, películas y, finalmente, un live-action (el que tenemos ante nuestros ojos) no pueden estar equivocados. Algo hay. Una cosa, tal vez.

Recuerdo mis clases de filosofía, recuerdo La pregunta por la cosa de Martin Heidegger. “La pregunta “¿qué es una cosa?” debemos determinarla, entonces, como aquella pregunta de la que se ríen las sirvientas” y yo sirvo, de vez en cuando copas, y me río, a ratos, con lo que veo en la pantalla. Sonic es un erizo extraterrestre de color azul que juega a ser Batman pero que no tiene muy claro el concepto de héroe. Debe afrontar una nueva aventura para madurar y tomar responsabilidad para con los demás. Ya ha descubierto lo que es la amistad, pero ignora lo que sea la responsabilidad afectiva. Por eso una secuela. Por eso se titula Sonic 2, imagino.

Me veo sentado en mi piso de Budapest viendo por primera vez el trailer de Sonic, la película (Sonic the Hedgehog, Jeff Fowler, EEUU, 2020). La gente despotrica por Twitter indignada con el diseño del personaje. El erizo tiene los ojos demasiado chicos y la venganza que se han tomado ha sido photosopearle lefa en la boca. “Qué obsesión con que la gente trague lefa”, pienso ahora con la distancia necesaria que otorga la experiencia. Los animadores tuvieron que trabajar a toda pastilla para arreglar el diseño y que la película pudiera estrenarse a tiempo. En Sonic 2 se nota que han podido trabajar más relajados: los escenarios congenian mucho mejor, se parecen más a los del videojuego y no cantan tanto en su superposición de efectos digitales y escenarios reales.

Una sonrisa de crío se me dibuja en el rostro. Las bromas, los chistes blancos, referencias ingentes a películas (de Fast and Furious al Soldado de invierno) evocan lindos recuerdos. El espíritu infantil, relajado e ingenioso del Scooby-doo de James Gunn está presente. No hay duda: los más pequeños amarán la película. Los mayores tendrán que abrirse paso entre bailes del Fortnite y convencionales (espectaculares para los chavales) escenas de acción.

El slapstick, tímidamente presente, no es recompensa suficiente, pero no importa, porque al final encontrarán una versión contenida del Enigma de Jim Carrey, una novia despechada de armas tomar y algún que otro personaje de carne y hueso del que afloran sentimientos soterrados y cuya inconsciencia (a diferencia que en la vida real) resulta cómicamente ridícula. Y uno necesita echar mano de vez en cuando del ridículo para aguantar un día más.

Sonic es el erizo, sí, pero no un ente aislado. Como nosotros, es proyección, reflejo imperfecto, del carácter de los demás, y en esta historia tiene a nuevos compañeros a su lado. Su desfachatez, su irreverencia y sus chistes vienen a colisionar con la timidez de Tails, con sus complejos e inseguridades, y la crudeza de Knuckels, perfecto trasunto de Drax (nuevamente James Gunn), otro guardián intergaláctico con firme sentido del honor. Ambos vienen a engrosar las filas de sus amigos junto a James Mardsen, terrible intérprete sin cuyo personaje nos es imposible comprender a Sonic, el cual nada es sin sus amistades. Como nosotros.

Más allá de su círculo íntimo, el mundo de Sonic es un parque de atracciones de arquitectura liberal en el interior de una proto-saga innecesaria (de momento confirmada trilogía) en la que se baila Uptown Funk para confirmar la hegemonía musical de EEUU sobre el patrimonio melódico de cualquier país; en este caso, y de manera muy oportuna, Rusia. Como ocurría hace poco en la tercera entrega de Kingsman, se elabora una tópica versión de los rusos y sus costumbres, mostrándolos rudos, brutos y violentos, como si lo que les interesase fuese entrar en conflicto. Puedo imaginarme a Putin partiéndose la caja en el Kremlin mientras yo sigo aquí, en el Palacio de la Prensa, devanándome los sesos tratando de dar respuesta a una pregunta trascendental e intentando no pensar que cuando llegué a Madrid la bombona de gas costaba 16 euros. Ayer nos cobraron 23.

Por más que le dé vueltas a este insulso pero efectivo ejercicio de cine infantil no consigo resolver el rompecabezas. Sonic es todo eso, sí, pero en esencia, en última instancia metafísica, en tres palabras, qué es lo que sea Sonic se me escapa. “¿Qué es Sonic?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul”. Algo así debería haber declamado cuando me vi reflejado en sus ojos, los de la señora, aquella junto a la cual esperaba resolver el misterio tras dos horas de comedia ligera. Quizá lo habríamos conseguido si ella no hubiese abandonado a los diez minutos la proyección, dejándome con la sensación de haber dicho algo estúpido. Quizá huyó de ahí por mi fatal respuesta, por no haber estado a la altura de tamaña cuestión. Quizá por eso me dejó. Solo.

“¿Qué es Sonic?”, preguntó ella. “No es un puercoespín”, respondí yo.

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