23 de abril de 2024

Críticas: Cinco lobitos

Viaje de ida y vuelta.

El cine ‘maternal’ se erige como tendencia en el último año. Aquel que indaga en las capas de la mujer más allá de los límites de la figura materna, adentrándose en su faceta de hija, amiga, amante, trabajadora…persona. Como la producción estadounidense La hija oscura (The Lost Daughter, 2021) de Maggie Gyllenhaal y la comedia española Amor de madre (2022) de Paco Caballero. En esta línea dialoga la ópera prima de Alauda Ruiz de Azúa: Cinco lobitos (2022). La directora lleva a cabo una radiografía de la maternidad y el paso del tiempo desde la perspectiva de género y las diferencias generacionales, y lo hace introduciéndose en el día a día de una familia cualquiera para dinamitar, con total delicadeza, los cánones establecidos. Es precisamente en esta cotidianidad doméstica donde reside el sentido de la cinta. Ruiz de Azúa explora la vida de una madre primeriza y la relación con sus progenitores y su pareja a raíz de la llegada del bebé. Y es, de nuevo, esta cotidianidad la que traslada al espectador, inevitablemente, a las tierras de una familia recolectora de melocotones en Alcarràs (Carla Simón, España, 2022) y al aprendizaje vital y continuo de una joven noruega en La peor persona del mundo (Verdens verste menneske, Joachim Trier, Noruega, 2021). El elemento común del que beben estas tres películas es que presentan a sus personajes sin juzgarlos, con sus luces y sombras, despojándoles de cualquier cliché, así como que a pesar de la alta carga significativa de los momentos dramáticos, que se equilibran con estímulos humorísticos, no se configuran como dramas al uso. Relatan, simplemente, la vida. Con momentos crueles, como tiene la vida, con momentos felices y esperanzadores, como tiene la vida, y con momentos de total incertidumbre, como tiene la vida.

Cinco lobitos es un retrato de la maternidad sin tapujos ni edulcoramientos. Las mujeres del filme se rebelan contra cada mito asignado a la ‘madre perfecta’, pero esta rebelión hacia las imposiciones sociales de la cultura patriarcal les pasa factura. Y la diferencia entre los modelos familiares de ambas generaciones es, en esencia, mínima. Amaia (Laia Costa) −la hija que está aprendiendo a ser madre− lidia con la precariedad laboral y los conflictos de conciliación familiar en un contexto de incertidumbre. Begoña (Susi Sánchez) −la madre que está aprendiendo a ser hija− convive con los fantasmas de las decisiones y renuncias del pasado para ser el arquetipo de madre abnegada que relega su propia vida a un segundo plano. Ambos modelos configurados bajo los códigos de la dictadura de la felicidad. “¿Cómo no vas a ser feliz? ¡Si eres madre!” Y claro, el recordatorio constante de una felicidad impuesta no hace más que aumentar el cargo de conciencia de aquella mujer que no se siente partícipe de lo establecido socialmente. Y eso pesa, y culpabiliza, y mucho. Y Amaia termina por concebir el hogar de su infancia como un campo de batalla, donde en cualquier momento una mina en forma de plato roto puede estallar. Aunque en el rol de padre sí se perciben diferencias generacionales, en cuanto a la carencia emocional y la incapacidad para colaborar en las tareas del hogar de Koldo (Ramón Barea) frente a la intención de Javi (Mikel Bustamante) de ser partícipe de la crianza de su hija, ambos tienen mayor facilidad para adaptarse a las circunstancias, ya que, a diferencia de los personajes femeninos, no sienten (o al menos así se advierte) culpa alguna por, por ejemplo, no saber dónde están los medicamentos o trabajar tres semanas fuera de casa con un bebé recién nacido.

La cinta revisa los constructos sociales de la maternidad y las relaciones de pareja en el núcleo de una familia castrada emocionalmente en cuanto a la incapacidad de verbalizar el amor y reflexiona sobre la construcción de la personalidad en base a la educación afectiva recibida. El amor, aquí, no está en las palabras. Está en recoger unas gafas perdidas, en oler una bata, en un abrazo de despedida, en un vídeo de ‘lagartijas’, en una hija que solo se atreve a preguntar y una madre que solo se atreve a responder con anestesia de por medio. El amor está en una nana que se mantiene inmune al paso del tiempo, en el legado. Lo que Ruiz de Azúa consigue es dotar de diversas capas a sus protagonistas gracias a una mirada cinematográfica femenina y un tono y estilo extremadamente naturalistas que apelan directamente a los sentimientos, sin caer en excesos melodramáticos. Rebosa emoción, veracidad, cercanía y sensibilidad. Valores que se ven fortalecidos a través del palpable sentido del humor en los astutos diálogos que articulan la cinta, sobre todo aquellos que provienen de la torpeza y ternura de Koldo y del coraje de Begoña. El humanismo e intimismo con el que se abordan el ciclo de la vida y la fragilidad del cuerpo convierten a Cinco lobitos en una película costumbrista en la que parece que no pasa nada pero, en realidad, pasa todo.

La narración de Alauda se vuelve aún más autentica gracias a un juego de rimas, a un paralelismo en las imágenes, que se establece entre el bebé y Begoña como satélites que orbitan alrededor de Amaia: la salida del hospital con el carricoche y la silla de ruedas y los desvelos nocturnos de Amaia, primero por los llantos de su hija y luego por los sollozos de su madre. Es el cambio de roles ineludible que acompaña al paso del tiempo. Hay, en una especie de cierre circular, otro eco significativo relacionado con el viaje de vuelta al hogar. Es la concepción de este lo que entra en juego, las idas y venidas de la vida, la pertenencia a una familia, el crecimiento personal y emocional de Amaia…una mirada introspectiva a lo familiar como un don y una condena. Porque el hogar te quita, pero también te da. Porque en la vulnerabilidad del hogar conoces a la persona que se esconde detrás de una fachada. Porque, como apunta Begoña, “a veces una es feliz y no lo sabe.”

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