Ser razonable.
En los buses de Madrid hay unas pantallas que, aparte de informarte de que Taylor Swift ya tiene un doctorado honorífico o de contarte la biografía de Bertín Osborne, de vez en cuando te obsequian con la cita de algún pensador sesudo. Últimamente la sentencia con la que te impiden ver cuál es la siguiente parada (o recordar que te esperan ocho horas en un trabajo que odias) es bastante profunda: “el hombre no puede, razonablemente, alcanzar la verdad”. “Claro”, piensas, aunque razonablemente o no, lo que es seguro de verdad es que hace un calor que te torras.
A alguien a quien no le importa demasiado ser razonable es a Ridley Scott. No por mostrar por tercera vez en menos de dos horas la misma violación en su reciente película episódica El último duelo (The Last Duel, EEUU, 2021), sino porque en ese capítulo, contado desde el punto de vista de su maltratada protagonista -una firme Jodie Comer frente unos repugnantes Matt Damon y Adam Driver-, hacía especial hincapié en que era la verdad. En el texto que lo introduce, todas las letras se desvanecen al mismo tiempo, excepto unas pocas que continúan brillando unos segundos más en pantalla: “The truth”. Con este detalle mínimo, breve pero decisivo, Scott no solo trataba de guiar moralmente al espectador para incitarle a creer a las víctimas de la violencia machista, sino que buscaba justificar haber mostrado la misma violación hasta tres veces. Con ello conseguía indignar a todes: a ellas por tener que soportar tres dilatadas agresiones en la misma película. A ellos por razones mucho más formales, de integridad epistemológica o sutileza narrativa -o simplemente porque nos jode que alguien nos apunte con el dedo-.
Si Scott huía de la ambigüedad con este ínfimo detalle que lo cambiaba todo (dos palabras sobre fondo negro), alguien que utilizó la impugnabilidad del texto escrito en sentido opuesto fue Will Sharpe en su miniserie Cómo meterse en un jardín (Landscapers, Reino Unido, 2021). Como si abrazase la indeterminación de su compatriota Kurosawa en Rashomon (Rashômon, Akira Kurosawa, Japón, 1950) -película contada desde cuatro perspectivas sin decir cuál es la verdadera-, Sharpe comenzaba el primero de sus cuatro episodios recorriendo el camino inverso. Del rótulo con el que introducía la historia de su pareja protagonista _presuntos asesinos que huían al mundo imaginario de las películas western para soportar la realidad_ la verdad fue erradicada. Del inicial “This is a true story” nos quedábamos con un sugerente “This is a _____ story”. Sharpe sabía que no podía alcanzar la verdad de un caso real de homicidio que no estaba claro, y menos desde el punto de vista de sus protagonistas, que vivían en una fantasía. Dejaba a la audiencia libre de pensar lo que quisiera. Era razonable.
¿Qué tiene que ver esto con el transporte público de Madrid? Pues más bien poco. Tal vez que los rayos del sol se cuelan por las ventanillas y no solo te chamuscan la espalda, sino que a ratos te deslumbran, como la cámara de Sharpe en su última película Mr. Wain (The Electrical Life of Louis Wain, Reino Unido, 2021), en la que por alguna razón no deja de mirar al sol. De tanto cruzar el encuadre con haces de luz, no se queda ciego, pero si pierde la razón y le da por intentar alcanzar la verdad. Error.
Al realizador británico de origen japonés una insolación le debía estar dando cuando decidió comenzar su biopic con la nada ambigua frase “This is a true story”, sobre todo si tenemos en cuenta que está rodado desde el punto de vista de un artista que terminó en un psiquiátrico porque creía que los gatos le hablaban. Su nombre era Louis Wain y, interpretado por Benedict Cumberbatch en el registro de asperger hiperbritánico que ya manejaba en la serie Sherlock (Steven Moffat, Reino Unido, 2010-2017), fue famoso por sus ilustraciones de gatos. Además de ser el precursor de los millones de memes que ahora inundan las redes sociales en una época en la que a nadie le gustaban los felinos como animales de compañía, Wain estaba obsesionado por la electricidad -de ahí el título en inglés de la cinta-.
Este biopic de planteamiento bastante convencional _líneal, didáctico, con narración en off, casi omniabarcante_ no hace justicia al principio metafísico que sugiere su título y que Cumberbatch explica en unas pocas líneas de diálogo durante un combate de boxeo. Y es que si el protagonista piensa (acertadamente o no) que todo lo mueve la electricidad, que los bigotes de los gatos son antenas, que la energía eléctrica le va a permitir viajar en el tiempo y vive su vida conforme a ese principio porque le aterra no volver a ver a su mujer (Claire Foy) que se está muriendo de cáncer de mama, lo mínimo es que, una vez la entierre, este esquizofrénico artista se reencuentre con su recuerdo o se frustre en el intento.
En lugar de eso, este drama inglés repleto de estrellas británicas -Cumberbatch, Floy, el rostro siempre aterrador de Andrea Riseborough, Toby Jones, Olivia Colman como narradora ¡y hasta Nick Cave haciendo de H.G. Wells!- con cameo de Taika Waititi, es una sucesión de lugares comunes -ascenso y caída de un artista loco pero exitoso- que se desinfla en el momento en el que la ternura inocente del amor entre Wain y la institutriz que da clase a sus hermanas -Emily Richardson- y la resignación valiente con la que ella afronta la muerte desaparecen de la pantalla. Y poco importa que Sharpe sea el virtuoso realizador que te cambiaba de formato cada dos por tres en Landscapers, que sacaba la cámara del decorado, que se evidenciaba “meta” con una facilidad de la que no todos los directores pueden presumir; tampoco que aquí se mantenga en el 4:3 para retratar la época del nacimiento del cine, ni para mostrar un mundo que a las ambiciones de Wain se le queda pequeño -pero que casa muy bien con los espacios reducidos en los que Emily puede concentrarse leyendo-. Que juegue con los colores y su intensidad, intentando introducirnos en el punto de vista (¿verdadero?) de Louis Wain y de su paranoia pseudocientífica -todo el mundo habla hoy de energías, pero solo él creía que eran las mismas que nos disparan la factura de la luz-; que le ponga subtítulos a los gatos que le rodean, que introduzca la cámara dentro de un espejo o encuadre a al menos cinco personajes en el marco de una puerta intentando suplir con el campo la profundidad que el guion no tiene. Todo este despliegue es tan solo signo gratuito de un intento desesperado por solventar que el drama caiga en picado desde el momento en que Foy desaparece.
Si al tipo que viajaba al comienzo del texto en bus hacia su trabajo le importa un bledo la verdad (razonable o no), todavía menos que los dibujos de Wain no le saquen de pobre durante la segunda parte del filme. Lo que de verdad le interesa al espectador hastiado, machacado, es que se le dé lo que se le promete. Y si Chéjov saca una pistola la dispara; si Nolan cuenta que el amor es la energía que mueve el mundo, te planta una biblioteca en el espacio para demostrártelo -y a la humanidad que le den-. Sharpe debería haber hecho lo mismo: ser honesto con el dolor de su protagonista, con el punto de vista que en lo formal parece haber abrazado -el de una existencia errante de un alma lunática herida de muerte-. Porque hacer repetir a Emily en “voz en off” que el mundo está lleno de belleza una y otra vez, no solo no es “true”, sino que es -para un pintor esquizofrénico caído en desgracia- una mentira como la copa de un pino. Y la verdad puede que sea inalcanzable, pero a un mentiroso, siendo razonable, se le pilla pronto.