27 de julio de 2024

Críticas: Nosotros no nos mataremos con pistolas

¿Para qué matar con pistolas si se tiene el poder de la palabra?

La directora catalana María Ripoll (Vivir dos veces, 2019) adapta en Nosotros no nos mataremos con pistolas la obra teatral homónima de Víctor Sánchez Rodríguez en la que cinco amigos de la infancia se reúnen por primera vez tras haber sufrido una enorme pérdida. La paella que Blanca (Ingrid García-Jonsson) prepara para recibir a sus colegas es ya un mal augurio, una metáfora sobre la trayectoria de su amistad. Al comienzo -a pesar de la inexperiencia de la cocinera- el platillo luce como una mezcla homogénea, remitiendo a aquellos días de juventud en los que ningún obstáculo podía separarles; sin embargo, en un momento de descuido, el recipiente se incendia, dejando así restos de comida casi insalvables.

El ritmo de la película es un vaivén surrealista. Un único día se siente como una larga semana, pues si un plano plasma a dos personajes en una interacción estridente, el siguiente los coloca en un intercambio apacible -casi cariñoso- de diálogos y miradas. La fórmula modélica de películas que convierten una inocente reunión en un campo de batalla, como Pequeñas mentiras sin importancia (Guillaume Canet, 2010) o Perfectos desconocidos (Álex de la Iglesia, 2017), comúnmente provoca aguardar por un único clímax, pero Ripoll opta por dividir en fracciones al punto álgido y esparcirlo a lo largo de sus 88 minutos, provocando una considerable fuga de energía dentro de la sala de cine.

El tono de Nosotros no nos mataremos con pistolas es otro elemento confuso. La secuencia de apertura muestra a Blanca caminando por un paraje de su pueblo valenciano como si de un western se tratase: al encontrarse con una niña que juega con pistolas de agua, la cámara realiza un brusco zoom a la cara de ambas, enfocándoles la mirada; estas imágenes van acompañadas de una composición folclórica -y original- de Simon Smith en un intento de prevenir al espectador sobre la impetuosidad del encuentro que va a presenciar. Aun así, este clarísimo elemento de puesta en escena -aunado a la paella- pierde toda su fuerza en un mar de secuencias con diálogos expositivos y repetitivos que, además, desdibujan la comedia de lo trágico cómico.

El filme es un retrato de la generación Millennial, volátil y con más frustraciones personales y psicológicas que sociales. Y aunque los personajes tropiezan con convencionalidades, las suavizan aquellos planos nostálgicos de los cinco chicos bailando bajo el calor veraniego en la feria del pueblo, abrazados los unos a los otros para sanar el resquemor del duelo compartido. Y quizá curar el malestar sea posible. Así que, mientras lo averiguan, tienen que prometer no matarse. Al menos no literalmente.

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