In the mood for coming of age.
Arranca el Americana Film Fest 2023, que se encuentra en plena celebración por ser esta su décima edición en Barcelona, siempre acogidos con un agradable ambiente de cine y amistad, un espacio abierto a explorar nombres consolidados del indie, pero también nuevas voces sorprendentes del cine americano, ya extendido a todo el continente. Empezamos con varias propuestas ancladas en aquello que mejor resulta en los debuts de cine independiente, las coming of age, género de drama, pero también de descubrimiento que siempre conecta con un pasado cercano.
Para abrir boca, dábamos comienzo al festival con nada menos que la ganadora de la Cámara de Oro en Cannes el pasado año, premiando el debut en la dirección de la actriz Riley Keough y la productora Gina Gammell. War Pony nos intenta seducir con su proximidad a lo verídico, a lo tangible, en una historia que, dentro de su crudeza instintiva, nos reclama su atención sin dejar de lado la amabilidad. En la película nos encontramos con dos historias paralelas dentro de una misma reserva, la de Pine Ridge sita en Nebraska. Dos jóvenes, uno rozando la veintena y el otro despertando en plena pubertad, buscan esa salida adelante que promete el sueño americano en un entorno totalmente hostil.
Dentro de una pequeña comunidad, vamos contemplando dos modos de afrontar la mala estrella. Mientras Bill se muestra como un personaje sin malicia con grandes sueños emprendedores dentro de sus posibilidades, Matho escala dentro de la sordidez de las drogas y el alcohol, siendo ambos un reflejo de los males que asolan a su comunidad. Es así como nos enfrentamos a un relato con luces y sombras que se aprovecha de la naturalidad de sus dos actores debutantes para consolidar una historia donde, aunque los cambios en las vidas de los jóvenes parezcan definitivos, todo sobrevuela sin cargar sus vidas de consecuencias. Es curioso cómo mientras el más adulto y con mayor carga parezca afrontarlo todo como un juego, el pequeño se enfrente a dramas sentenciadores con la intención de mostrar la cara y la cruz de un mundo donde el racismo sigue ganando terreno y la supervivencia siempre cargue con el otro lado de la ley. Su final parece abrazar una idealización de la hermandad en una película que no termina de incidir en el problema pero que cumple con todos los tips de una buena película indie.
En cuestiones de encajar en una sociedad más hermética de lo que podría parecer a simple vista también tiene un master Riceboy Sleeps, segunda película del también actor Anthony Shim, que vuelve al entorno familiar para desarrollar un drama estilizado y significativo. En la película encontramos a una madre aferrada a su papel de continua lucha al encontrarse en un nuevo país, con un nuevo idioma y una interpretación de las normas sociales totalmente distintas a lo conocido. Para conocer a esta madre en plena guerra con el universo la cámara desvía la atención hacia su hijo pequeño, descubriéndonos los años 90 en un país como Canadá para una familia de dos miembros que nunca deja del todo atrás Corea. De nuevo nos enfrentamos al racismo más puntilloso, a las concesiones que uno debe estar dispuesto a hacer para formar parte de una comunidad y a esas diferencias que van quedando soterradas con el paso del tiempo, aunque nunca ese lugar de acogida esté dispuesto a dejarlas pasar.
Dividida en dos franjas temporales, disfrutamos de la conexión familiar al tiempo que nos sumergimos en el día a día, donde quedan plasmadas las fuertes personalidades de ambos protagonistas, una mujer con unas claras convicciones en la vida y un adolescente que se enfrenta a unas raíces desconocidas una vez integrado en su pequeño entorno. Esa continua disputa en la que se encuentran ambos personajes viene afectada por un cambio de rumbo que les obliga a hacer frente a su relación y al pasado, siempre manteniendo ese tono luchador y cercano del que se impregna todo el film. Riceboy Sleeps nos seduce con un tono conciliador y expresivo que se sostiene en todo momento, donde la intimidad no conoce barreras en una constante enseñanza que vibra entre la pulcritud de la madre y los interrogantes del hijo, una mirada al pasado (ya no solo por el momento en el que se traza la historia, también por su interés por las enseñanzas de una cultura ajena al lugar donde se desarrolla) tratada con mimo y una poderosa energía que les acompaña en todo momento.
Con Falcon Lake cerramos esta ronda de coming of age, volviendo a Canadá en un intento por teñir una de esas historias estivales con el fantástico. Sí, es verano, un momento de placidez y conocimiento, de un pegajoso calor que invita a explorar en un entorno nuevo, con esa posibilidad de reinventarse y reconocerse, uno de esos pasos que no tienen vuelta atrás. Dentro de un desacomplejado entorno conocemos a Bastien, un joven francés que se aproxima sin implicarse al lago donde ha ido a veranear con su familia. La aparición de Chloé, una figura a medio camino entre la ensoñación y lo prohibido, conseguirá que el joven se desprenda de la niñez a toda velocidad.
La actriz Charlotte de Bon debuta en la dirección con este despertar que se estimula con un entorno idílico a la vez que misterioso, y que sabe jugar con el estímulo de una posibilidad sobrenatural que tanto encaja con los frondosos bosques y las profundas lagunas que visten la película. Así conecta dos universos a través de lo desconocido donde, mientras Bastien se descubre la sexualidad y sensaciones nunca antes vividas, Chloé experimenta con las novedades y las carencias de su pequeño universo, ambos ajenos a obligaciones, sólo conscientes de la diversión.
La directora sorprende con una sencilla historia que no es ajena a lo que necesita una coming of age, pero que sabe, en cierto modo, que en los detalles está la diferenciación del resto. Falcon Lake sobrevive en el recuerdo con cierto encanto, dando un enfoque a la pérdida de la inocencia estimulante, sin librarse en ningún momento de la dilatación de las experiencias, de la corporeidad de las primeras veces, que no conocen el significado del paso del tiempo.