Ninjas preadolescentes.
Una aventura gráfica, una fábula entre castillos rojos y reinas enfermas o una mini-odisea de ribetes cómicos liderada por ninjas dispuestos a cualquier cosa con tal de poder probar un nuevo juego. Todo o nada. Eso es lo que parece plantear Weston Razooli en su debut en la dirección, una Riddle of Fire que toca todos los palos de la baraja y, extrañamente, acierta: desde un fantástico tenue encauzado por una bruja moderna que tiene el poder de controlar a sus allegados, a la comedia provista por tres (cuatro más adelante) infantes sin ningún tipo de vergüenza y mucha imaginación, pasando por una tierna y brillante alegoría sobre qué supone esa etapa vital donde todo es despreocupación y el día a día se activa cuando uno crea su propia aventura de la nada, como si toda motivación estuviese imbuida por un espíritu que el norteamericano captura con certeza entre armas de aire comprimido, motocicletas y un universo de personajes que dotan del significado adecuado a cada pequeña arista de esta historia, una de esas que gozan de la atemporalidad que otorga el talento y el ingenio, como si todo fuera fruto de una extraña magia que Razooli captura con su cámara con una facilidad inusitada.
El talento visual que posee el realizador para generar estampas y retratar ese pequeño pueblo situado en Utah, añade además una capa con la que barnizar un imaginario que, en efecto, no resulta novedoso (desde, quizá, el Super 8 de J.J. Abrams no hemos parado de ver cintas que apuntan a esa etapa convirtiéndola en algo más que una aventura a través de representaciones que colindan con el cine de género), pero sí tan personal como arrebatador. A ello se suma, claro, el encanto de cuatro chiquillos que devienen en un acierto de casting fuera de toda duda. Con sus desmanes, ese singular modo de afrontar cada situación que se les presenta y un carisma que en ocasiones desborda la propia escena (¡por no hablar de esos maravillosos subtítulos!), hacen de sus personajes un baluarte que Razooli sabe llevar a buen puerto, ejecutando incluso una mixtura donde hay lugar para géneros de toda índole, tanto aquellos que dotan de sentido al propio relato, como los que amplifican unas virtudes (y ahondan en ese carisma) que simplemente convierten a Riddle of Fire en un film delicioso por momentos.
Con algún que otro defecto más bien asumible tratándose de una ópera prima —como el hecho de no sostener el conjunto a un mismo nivel durante todo el metraje; algo lógico si tenemos en cuenta que el film arranca con una fuerza inusual y dispone virtudes que logran hacer de sus minutos iniciales un soplo de aire de lo más refrescante y sorprendente—, Riddle of Fire no desiste ni por un minuto de su intención inicial: componer un mosaico que vaya más allá de fórmulas o discursos, y que lleve al espectador de la mano de ese microcosmos vivaz y divertido sin que haya una necesidad específica de encontrar asideros: al fin y al cabo, estamos ante un auténtico salto al vacío —ni siquiera su particular relato parece llevarnos a ningún sitio—, una oda auténtica y tierna a ese período que nos recuerda que en algún instante la inocencia más pura era una forma de abordar cuanto se nos pusiera por delante, y que de tan sincera uno solo puede disfrutar, como si se tratase de un cine de otro tiempo, de arqueología pura y de una carta de amor insondable que sólo puede obtener una réplica posible, que no es otra que la ternura de un espectador que a buen seguro terminará con una sonrisa en el rostro y unas ganas terribles de volver a ese no-lugar en cualquier momento.