29 de marzo de 2024

Críticas: Boro in the Box

En el campo del biopic se pueden recorrer varios caminos. El cineasta francés Bertrand Mandico, cortometrajista excéntrico fascinado por el inconsciente y el surrealismo, ha elegido uno de los menos frecuentados a la hora de trasladar la vida del director polaco Walerian Borowczyk al cine. Más que ilustrar un periplo vital (con sus pautas narrativas clásicas, con sus efemérides y hechos “significativos”), parece querer reconstruir un carácter, o un estado mental, a partir de la representación poética (a menudo filtrada por el tamiz del subconsciente y la intención alegórica) de una serie de momentos que definen no tanto al personaje como lo que hay dentro del personaje. El objetivo, en principio, sería detectar, aislar y explicar los temas que forjaron el imaginario de su obra cinematográfica, para a través de ellos comprender a la persona agazapada tras el cineasta. El resultado es una película envolvente y extraña, de gran fuerza visual, que arrastra al espectador hacia una realidad paralela y blanquinegra regida por el encantamiento de los sentidos y por un intimismo oscuro, alucinado, que sumerge la vida y milagros de Borowczyk en las pantanosas aguas de la imaginación. Algo que probablemente hubiera entusiasmado al autor de Cuentos inmorales: contar con un biógrafo más predispuesto a la fabulación poética y la interpretación de los sueños que al simple objetivo de acumular datos biográficos, refugiándose en la ortodoxia y los convencionalismos.

Dentro de esta libertad creativa que parece regir la filosofía profesional de Mandico, y que le permite reinventar algunos episodios vitales como respuestas a varias de las obsesiones del Borowczyk cineasta (por ejemplo, el ardor animal del padre o los flirteos con el bestialismo de la madre como fuentes de inspiración para La bête, su mejor y más emblemática película), destaca la decisión de imaginar al protagonista como un ser atrapado en una caja con un único agujero en su superficie, que supondrá, a su vez, su único contacto visual con el mundo. La idea sugiere un doble paralelismo, que en el fondo es uno solo: Walerian en la caja como explicación a la génesis de su cinefilia (¿qué es el cinematógrafo, sino una caja a través de cuyo orificio asistimos a la realidad?), y Walerian como eterno voyeur, ser sin rostro condenado a espiar lo que está fuera de sus dominios, desde la sombra. Esta doble condición, de voyeur y de cámara ambulante, entronca directamente con la cualidad más definitoria de su carácter, la que gobierna y define tanto su vida como su obra: el erotismo, la fascinación por el arcano femenino, por lo carnal. Ante ello, Mandico decide marginar en cierto modo otras caras del poliedro Borowzcyk: su interés por el dibujo y el grafismo (se echa un poco en falta algo más de información sobre su relación con Jan Lenica, ambos figuras destacadas de la vanguardia animada europea durante la segunda mitad del siglo XX) o su relación con su país y con la guerra, de la que se infiere cierto desencanto pero sin demasiada claridad.

No obstante lo cual, la película (estructurada en orden tanto cronológico como alfabético) permite obtener una panorámica precisa del personaje, con frecuencia a través de fugaces instantes de vida en cuya aparente insignificancia reside realmente aquello que moldeó su personalidad y orientó su carrera cinematográfica, hasta alcanzar su centro en la práctica cuasi ritual del erotismo, alrededor del cual orbitó toda su obra. Una obra que, como decimos, se entregó a la contemplación de la mujer y a los placeres polimórficos de la carne, y que, pese a lastrarse progresivamente por una pereza creativa desafortunada, albergaba en su interior el espíritu y la verdad de un artista siempre fiel a sí mismo, a quien Mandico rinde ahora tributo de forma tan libre como estimulante.

Escrito por Nacho Villalba 

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