24 de abril de 2024

FANCINE 2011: Día VII (y fin)

Y el séptimo día… terminó. Como todo lo bueno se acaba, el FANCINE, también. Y lo hizo en una última jornada en la que, como no podía ser de otra manera, la muerte y el fin de nuestros días fueron los protagonistas.

Decir que The Dead Inside (Travis Betz, 2011) es un musical de terror, aunque sea cierto, es quedarse corto. Funciona brillantemente en su primer tramo como parodia del cine de terror por medio de una inspirada incursión «cine dentro de cine», desarrollando con mucha gracia su estilo de irónico musical, para concluir como un, quizás demasiado sórdido, film musical de terror psicológico, que finaliza como si de un mal sueño de Charlie Kaufman se tratara. Y es que, en su espíritu más puramente independiente y transgresor, como en su temática que divaga entre ficción y realidad (la protagonista es una escritora que no puede avanzar escribiendo su última historia), hay ecos del autor de Adaptation (Spike Jonze, 2002). La película se encierra en un solo escenario con tan solo dos actores, dando así sentido al absurdo y el surrealismo que va a suceder en el piso en el que se desarrollan ambas líneas argumentales (que son tres) de manera paralela; la de la historia de terror que escribe la guionista (protagonizada por dos alter egos zombies de los protagonistas), y la de sus problemas mentales que le llevan a ser ingresada en un centro psiquiátrico, del que volverá siendo «distinta». Y todo esto a ritmo de musical (perfectamente subtitulado, desde aquí enhorabuena a los encargados de la traducción, siendo capaces de hacer rimar y dar divertida vida propia a los subtítulos) que desconcierta casi tanto como sorprende. Una muy particular película independiente de las de verdad (no esas con actores famosos, distribuidas por una multinacional y que hasta ganan oscars) que sin duda ha sido una de las pequeñas grandes sorpresas del festival.

Después de sufrir la sensación de psicosis y perturbación que generaba en todo el mundo el virus propagado en la magistral Contagio (Steven Soderbergh, 2011), no nos pueden venir con milongas argentinas como Fase 7 (Nicolás Goldbart, 2010), que no respetan al espectador ni muestran un mínimo interés por la recreación e inmersión en el Apocalipsis, aunque este suceda de fondo, mientras la cámara pone su ojo en lo que ocurre en una escalera de vecinos. Y lo que ocurre no tiene ningún sentido ni tampoco puede aspirar a ser verosímil, cuando Federico Luppi se convierte en una máquina de matar el fin del mundo es lo de menos. Como si fuera lo más normal del mundo, una secuencia de brutales asesinatos e innecesarias escenas de acción se suceden en el interior de un edificio mientras la gente muere allá afuera víctima de un virus mortal. El supuesto tono cómico de la película empeora las cosas, ya que la gracia, de haberla, está limitada al número de veces que se diga pelotudo en una frase, o a la cantidad de hemoglobina que salga disparada. No hay nada que justifique el desarrollo de los hechos, ni menos que la pobre embarazada no se entere de absolutamente nada de lo que pasa, en una historia que no logra redimirse en su tramposo final, aunque así lo intente. Todo, a ritmo de una machacona y sobreutilizada banda sonora que fusila la música de las películas de John Carpenter sin descaro ni decoro, ya que no solo está lejos de recrear la tensión ni el estilo de su cine, sino que cuando en aquellas el enemigo invisible está en el exterior, aquí no sentimos ningún peligro fuera del edificio, porque tampoco sabemos lo que está sucediendo fuera, ya que así lo obvian sus personajes y el propio director. Los títulos de crédito finales a lo 1997: Rescate en Nueva York (John Carpenter, 1981) tampoco son suficiente homenaje, aparte de llegar demasiado tarde.

Se agradece que, en lugar de intentar suscitar un polémico y aburrido debate, Juan de los muertos (Alejandro Brugués, 2011) no pretenda formularse en ningún momento ni como una película pro-castrista, ni mucho menos anti-castrista (aunque haya chistes a costa del régimen y su imaginario), sino como una desaforada comedia de zombies en La Habana, que es a lo que íbamos. Y el entretenimiento funciona hasta cierto punto, divierte tanto como se excede ofreciendo dosis de humor entre el caos, echándose en falta algo más, o por lo menos un cierto control a la hora de seleccionar los gags, que llevan equivocadamente el peso de film. Por contra, muestra muy buen gusto en la puesta escena por el humor visual bien construido, presentando a sus carismáticos personajes con un estilo fresco que recuerda mucho al de Malviviendo, con cámara en mano y una fotografía y música tan cercanas como la distancia entre la película y España (es una coproducción hispano-cubana, subvencionada por RTVE, Canal Sur y hasta la Junta de Andalucía), como si estos rodaran un episodio especial en La Habana y la transformaran en un lugar inhóspito lleno de disidentes (zombies), pero no para desarrollar una historia de terror o un thriller, sino para hacer de este un auténtico chiste. Y como estos, los hay buenos, mejores (la brutal aparición del gran Antonio Dechent) y también peores, la mayoría, pero reconoce no pretender ser nada más que eso, un chiste del que, como en la realidad, solo se puede escapar por el mar, o en el que te puedes decidir quedar para seguir haciendo lo que has hecho toda tu vida, sobrevivir. Aunque ahora haya más de un muerto viviente de por medio.

NOTA: Vista en el I Festival de Cine Fantástico de Torremolinos, proyectada en el FANCINE en las sesiones de sábado y lunes.

Su fructífero paso por televisión, firmando junto a John Carpenter los mejores momentos de la reivindicable Masters of Horror, parecía haber recuperado la chispa de un John Landis cuyo esperado regreso a la pantalla grande termina siendo (mucho) más fallido y decepcionante que especialmente divertido. El material original de la británica Burke and Hare (John Landis, 2010) era de pura comedia negra, pero la comedia acaba por ser una astracanada sin saber ni querer serlo, limitando su tosco humor a la estructura más básica e infantil de golpes, caídas y estulticia general. Mientras, el más interesante trasfondo que tiene la historia real de «los primeros asesinos en serie de la historia» apenas se toca, se le pasa un paño caliente de complicidad con el espectador, haciendo perder toda truculencia y oscuridad, tanto, que el guión se vuelve un cúmulo de apresurados gags (con alguna muerte inspirada) por los que la trama avanza sin ritmo y a marchas forzadas, en los que los -ya de por si paupérrimos- personajes, no llegan a desarrollarse por culpa de unos diálogos y un montaje que no saben (ni intentan) dar credibilidad a un blanco teatrillo que adolece de un guión menos amable y más crudo. Y es que, por muchos actores famosos (incluso buenos) que haya en el reparto, nunca serán suficientes para hacer una buena comedia, solo para una comedia con actores famosos. Y John Landis debería saberlo, aunque ninguno de ellos tampoco parecen los culpables del desaguisado, hacen lo que pueden para darle algo de gracia a lo que no la tiene. Por eso, al director de la genial Blues Brothers (John Landis, 1980) le tenemos que recordar aquello de «Para torear esto, pa que te metes.»

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