A través de la magia y la nostalgia, Scorsese nos guía a los comienzos del cine y a otras de la década de los 20. Nosotros hemos adelantado una década para hacerlo de la película con la que David Lynch sueña todas las noches. De parte de Ghibliano.
En 1939 se estrenó por primera vez El mago de Oz, película basada en el libro de Lyman Frank Baum El maravilloso mago de Oz. Convertida ahora en un clásico del cine infantil y en uno de los referentes de la implantación del Technicolor, la obra fue el resultado de un laborioso y errático proceso en el que se tuvieron que superar multitud de problemas para lograr el resultado deseado. Han sido muy comentadas en Internet curiosidades como el maquillaje tóxico del hombre de hojalata, por el cual hubo que sustituir al actor que lo interpretaba, o la humareda de la Bruja del Oeste que casi la quema viva, pero también hubo que afrontar cortes y reajustes debido a que la versión inicial de dos horas resultaba excesiva. La duración de poco más de hora y media con la que salió al mercado conllevó una labor exhaustiva de acoplamiento de escenas que no carece de errores y que, sin embargo, a primera vista, logran pasar desapercibidos.
Me resulta difícil abordar esta crítica, dado el tremendo respeto que merece la labor titánica que hizo posible esta película, no sólo para sortear los miles de inconvenientes que surgieron a lo largo de su rodaje, sino también para alcanzar esa limpieza en la puesta en escena, puramente artesanal, que incluso 73 años después sigue resultando a ratos sorprendentemente conseguida. Y no me importaría seguir cantando sus virtudes si no fuera porque este segundo visionado, el que me permite escribir estas líneas, ha supuesto una gran decepción.
Revisar un clásico de tu infancia cuando ya no eres un niño es un ejercicio arriesgado, que mucha gente no es capaz de soportar y a mí ya me ha dado algún que otro disgusto. Frente a las pocas ocasiones en las que la calidad de la obra reafirma positivamente el recuerdo que se tiene de ella, en otras se empiezan a notar fallos de ritmo, diálogos y situaciones ridículos, chistes demasiado ingenuos… Hay que considerar, además, el doble riesgo que entraña la que nos ocupa, en su condición de película infantil, pero también con unos recursos técnicos propios de la época, que en 1939 fueron rompedores pero hoy en día se pueden considerar más que superados. Mi gran problema con El mago de Oz es que me veo incapaz de mirar constantemente con perspectiva, me cansa y me frustra tener que estar a cada escena señalando que esto a un crío le funcionaría de maravilla o que en su día no se había visto nada parecido. Justificarlo y clavarlo en un contexto no va a hacer que lo disfrute más. Y entiendo que gran parte de los fallos que le pueda sacar son fruto de no haberla visto cuando toca, pero tengo que mencionarlos de una manera o de otra.
El primer factor de riesgo se encuentra en las actuaciones. Si bien la interpretación de Judy Garland como Dorothy se ha transformado en todo un icono, tanto ella como los personajes que le rodean adolecen de una teatralización excesiva, más dirigida a explotar el humor excéntrico y el espectáculo que a resultar creíbles. Si bien entiendo los motivos detrás de esta decisión, no puedo negar que me carga bastante.
A nivel de historia, la película ofrece una descompensación bastante acusada entre una introducción demasiado alargada en el pueblo de Kansas y un desarrollo precipitado en el mundo de Oz; para ser una obra que se supone debe transmitir la sensación de magia y fantasía, las escenas en Oz resultan claramente insuficientes, intentando condensar de manera bastante torpe su imaginería. Esto se nota especialmente cuando Dorothy se encuentra a sus tres compañeros de viaje, anulándose prácticamente la transición entre cada encuentro y metiéndolos uno tras otro sin respiro. Y distintas descompensaciones de ritmo, unas veces recreándose en exceso y otras pasando sin apenas incidir, van lastrando la narración a medida que la historia avanza.
Los diálogos, con esa manera de apuntillar lo obvio, resultan no sólo falsos sino pesados y redundantes, muchas veces convirtiéndose en una molestia, y si a eso se le añade un doblaje de Dorothy que entre otras cosas hace su voz excesivamente melosa, el resultado en algunos puntos es, como poco, estomagante.
En cuanto al contenido, basta decir que se pueden encontrar varias inconsistencias básicas a nivel de guión, no ya en detalles sino en cosas que de tan obvias resultan absurdas. No quiero hacer mucha sangre con esto, pero por ejemplo me resulta ridículo que la Bruja del Oeste tenga un cubo de agua en su castillo preparado para que se lo eche encima Dorothy (y esto obviando la «gracia» de la revelación repentina y gratuita) o que al final no haya ningún interés por cerrar la trama de Totó y la señora Gulch, que no deja de ser lo que da inicio a todo.
Pero incluso considerando todas estas carencias, no se puede negar la capacidad que tiene esta película para, de vez en cuando, seguir maravillando con su puesta en escena y su imaginería. Toda la secuencia de Pequeñilandia es memorable, un espectáculo de colores que aún tanto tiempo después sigue resultando sorprendente y divertido. Y en general, tanto el tono sepia de las escenas de Kansas como el uso del color en Oz otorgan una belleza visual innegable a toda la película, siendo de hecho la transición entre un mundo y otro una de las escenas más conseguidas de la misma. Asimismo, como musical cumple de sobras y ofrece una buena cantidad de canciones memorables, desde la preciosa Somewhere over the rainbow que se marca Dorothy a la divertidísima y tarareable We are off to see the wizard con la que los personajes acompañan una y otra vez sus andanzas.
Para terminar, qué mejor que mencionar una curiosidad muy divertida que tiene que ver con un pequeño fallo de la película. ¿Os acordáis de ese momento en el que el espantapájaros demuestra su inteligencia diciendo: «La suma de la raíz cuadrada de cada uno de los dos lados de un triángulo isósceles es igual a la raíz cuadrada del otro lado»? Pues bien, tal vez os venga a la memoria una escena de Los Simpson en la que Homer se encuentra unas gafas en el retrete y para hacerse el intelectual, pronuncia la misma frase, sólo para oír inmediatamente después una voz de fondo que le corrige: «¡Eso es el triángulo rectángulo, idiota!».
Escrita por Ghibliano
¿Y Arthur?, ¿dónde está Arthur? ¡No tiene ni una etiqueta! Vais a hacernos llorar a Mr. Mayer y a mí.