Más vale tarde que nunca. O eso suelen decir. La ópera prima del prometedor Derek Cianfrance, con unos estelares Ryan Gosling y Michelle Williams, llega por fin a nuestras carteleras. Amor y desamor. Pasado, presente y futuro de una relación…
En una de las secuencias clave de Blue Valentine, el matrimonio formado por Dean (Ryan Gosling) y Cindy (Michelle Williams) decide pasar una noche en un motel de habitaciones temáticas. Han pasado unos cuantos años desde que se conocieron y la implacabilidad de la rutina diaria junto a la completa dedicación a la hija del matrimonio, parecen haber borrado de un plumazo la fogosidad y el tiempo en que ambos se encontraban, compenetraban y hablaban del futuro con la ilusión de quien emprende un nuevo camino con la mirada al frente y las alforjas llenas. Consciente de la situación, Dean insiste en la idea de la necesidad de recuperar un tiempo en el que reencontrarse el uno al otro. Al otro lado del teléfono aguardan a que el matrimonio se decida por una de las dos únicas habitaciones que quedan libres: la “Cala Cupido” y la enigmática “Habitación del Futuro”. Lejos de la anécdota que podría suponer el nombre y la elección de una u otra habitación, la carga simbólica de esas dos estancias adquiere aquí una importancia narrativa capital pues van a definir el estado anímico y existencial del estado presente en el que la relación del matrimonio se halla inmersa en ese mismo momento. Porque si bien una va a sugerir el amor de juventud, la pasión y el flechazo, la otra (un espacio frío, estéril, de luz azulada y acartonada puesta en escena) va a transmitir la incertidumbre en una relación cuyo futuro se presenta al espectador más borroso que nunca. No podría ser de otra manera pues que, aunque pueda parecer un gesto poco sutil y un tanto artificioso por parte de su autor, la pareja (Dean en realidad) acabe por escoger esa misteriosa habitación del futuro, presente a su vez, sobre el que arrojar luz a una relación que se tambalea bajo una rutina aniquiladora. Pero aunque las versiones adultas y desilusionadas de Dean y Cindy opten por una habitación en la que (in)conscientemente deseen despejar los miedos y las dudas que arropan el futuro de su relación, eso no significa que aquella segunda en discordia que había resultado descartada en la apurada (pero lógica) decisión de Dean permanezca vacía, justo a su lado. Cianfrance opta por hacerla ocupar por una joven pareja de inquilinos, las versiones adolescentes de los mismos Dean y Cindy, en una suerte de juego temporal en el que el flashback, desde donde el cual el pasado deviene materia fílmica, se convierte en la pieza fundamental a la hora de hacer dialogar un pasado y un presente condenados a no entenderse, ajenos al júbilo y desolación de una y otra línea temporal.
Un tiempo, el del pasado, y su representación, el flashback, al que Cianfrance le confiere una condición casi orgánica, en contraste al aspecto digital pasados esos seis años. A los 16 mm, el aspecto granulado de la imagen y una paleta de color más rica, el trabajo de cámara parece distanciarse más que en un presente de colores apagados, el cual busca, a través del primer plano, penetrar y desnudar a sus personajes. Con ello, ante sus debilidades, sus miedos, sus inseguridades y vacíos existenciales, su director consigue que el espectador sienta estas emociones, que parten de lo cotidiano, de manera muy profunda, revelándose como una película donde el personaje y su construcción es fundamental. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en que Blue Valentine, amparándose en la sinceridad y su retrato de la cotidianidad en esa relación colapsada que destilan sus imágenes, tiene algo de mediático, de operación perfectamente calculada que, al fin y al cabo, da al espectador lo que espera ver. Lo que lo aleja en parte de autores como Cassavetes, a los que la ópera prima de Cianfrance retrotrae irremediablemente. Porque, ¿no están en Blue Valentine demasiado al descubierto todos los ingredientes para el elaborar el melodrama por excelencia? La presunta narración del proceso de desintegración de un matrimonio (elipsis sobre la cual se construye la película) no es tanto como mostrar esa misma relación en su total estado de descomposición. De ahí el interés de su responsable en mostrar el inicio y el final, extremos dónde encontrarse con las expectativas del espectador (el amor fou, el drama y el dolor del fin, recurriendo al tremendismo como punto de inflexión…), sin que ello deje de servir, justo es decirlo, para plantear la pregunta fundamental que sigue a la estancia de la pareja en esa habitación: ¿qué queda de aquel amor pasional de sus versiones adolescentes? Y, no menos importante: ¿quién es el responsable de violentar de esa manera el idilio de juventud?
Una noche de supuesto reencuentro certifica la agonía de una relación. Una canción a las puertas de un escaparate, en cambio, es el máximo exponente del amor en su cumbre. Del apogeo de una, a la elegía de otra. Consolidación y desintegración. Porque si Blue Valentine cuenta con un antagonista absoluto ese es el tiempo, tema central de un film (como evidencia su misma estructura narrativa) tan profundamente melancólico como las dulces melodías de Grizzly Bear que puntean sus imágenes… El tiempo, invisible e implacable ente erosionador. Silencioso y severo juez capaz de borrar sin prisa pero sin pausa, las ilusiones, los sueños y las expectativas de toda una juventud. Y aun así, Cianfrance parece creer en que, aún con el dolor y el sufrimiento, todo vale la pena. Unos títulos de crédito inundados por los fuegos artificiales del 4 de Julio y la canción al ukelele que Dean, en plena calle, le canta a Cindy en una fantástica secuencia del film no deja de ser más que esa reivindicación del amor en una de sus etapas más climáticas…