Scarlett moves to Scotland.
Extraña, sensacional, sublime, inolvidable. Todos ellos adjetivos en las críticas que se han rendido a Under the Skin, una película de la que difícilmente uno olvida las sensaciones encontradas al abandonar la sala. Un elegante misterio envuelve la atmósfera que ha creado Jonathan Glazer, enmarcada por los nebulosos paisajes verdes de Escocia que habita una Scarlett Johansson aséptica, inodora, que no indolora.
Porque ella es letal. Este interesante personaje es fundamental para llenar los sombríos y depurados espacios que en varias ocasiones se eliminan en una atemporalidad, se vuelven futuristas, líquidos. Y Glazer parece querer hablar del fin del mundo, o no, quizá del inicio, o no, quizá es una metáfora para hablar del mal, o de la incomunicación, o de da igual qué. Johansson sigue a ciegas al director de Sexy Beast, mucho más acertado en sus aventuras cinematográficas que cuando decidió que Nicole Kidman creyera en la reencarnación hace tan sólo unos años.
De nuevo dejando que todo el peso recaiga en un personaje, Glazer ha abandonado el deseo de contar una historia en pos de punzar, de tocar, de hacer sentir algo. Y aunque este algo pueda buscar algunos de los conceptos mencionados arriba, lo cierto es que da lo mismo. Podemos dibujar las líneas de la trama describiendo lo que hace esta mujer que viaja en furgoneta, que es devorar u ofrecer mucho amor a unos hombres a quienes busca por las calles de Edimburgo. Sus carnosos labios sonríen a estos extraños que se van con ella no sabemos dónde, pero que seguramente la seguirían hasta el fin del mundo. Así utiliza el director la figura de la neoyorquina, cuyas curvas a lo Marilyn Monroe invocan a la femme fatale más salvaje.
Este atractivo que de sobras invoca el nombre de la actriz es usado por Glazer especialmente para abrir la cinta. Su voz arrastrada y esa mirada que tan bien explotó Woody Allen llena las primeras secuencias en los únicos momentos de diálogo de la película. Por lo tanto, y sin ningún género de dudas, estamos ante una película silente, como lo era el mal llamado cine mudo. Al igual que esas películas, la música habla más que las pocas palabras que se oyen, y que cumplen antes la función de meros efectos, usados aquí para provocar una nota de humor o para recalcar su inoperancia, la futilidad de hablar por hablar.
Por otro lado, la presencia de la neoyorquina bien invoca al Jack Nicholson que en las garras de Antonioni se perdía en Andalucía, o a la Ingrid Bergman que enamorada de Rossellini se volvía loca en los caminos sin asfaltar de Stromboli. Al igual que su extraña aparición repentina al inicio de la película, en un lugar inmaculadamente blanco, Johansson parece literalmente lanzada a esta pelicula-experiencia. “Hala, a interpretar”, parece que le dice Glazer, tras soltarla en más de una ocasión a este escenario, bien en una desértica playa británica, o bien en un descampado con pequeños hooligans, momentos en los que uno puede sencillamente ver a la celebrity Johansson perdida en Escocia, una presencia de otro mundo entre estos habitantes que ni hablan ni actúan como ella.
Sin duda, Under the Skin es un hipnótico pretexto para ver a la actriz en su mejor papel desde Lost in Translation, con el que en cierto modo comparte similitudes. Su trabajo no sale mal parado, aunque Glazer le confió casi todos los planos a cambio de una prudencia que básicamente requería no cambiar de mueca. Sin embargo, cuando la historia quiere dar un paso –de ratón– y hasta aparece otro personaje durante más de cinco minutos, sus dotes actorales se muestran un tanto exiguas.
Pero como decíamos, la historia es lo de menos. Se presenta como una pura cuestión de ritmo antes que como una necesidad narrativa. Eso hace que las metáforas que uno pueda querer buscar y pretender encontrar encajen con la trama, pero se sientan un tanto superficiales. Ése es quizá el menor mérito de Under the Skin, que en cambio logra una atmósfera inquietante y perturbadora, con humor y terror muy negros, que da gusto ver en el cine.