Comienza el 62’Zinemaldia.
Que San Sebastián es así lo sabe todo el mundo, su glamour y su cine de autor, su alfombra roja y sus pases de noveles autores wannabe, tiros, persecuciones y estricto cine de minorías. Un poco como elegir pintxos o Mcdonalds. Claro, habrá quien diga que, incluso en lo de los pintxos, la atronadora (especialmente las noches de luna) masificación turística ha tenido como consecuencia la automatización de su producción, el alejarse del atractivo de lo «hecho a mano» en nombre de la expansión capitalista. Una marca lo de los pintxos, en definitiva, tanto como lo puede ser la cadena hamburguesil. El caso es que en esta primera mañana donostiarra nos tocaba elegir, todo en los Festivales trata de elecciones por cierto. El resultado os lo contamos ahora… y claro que hablamos de cine, de hecho no hemos dejado de hacerlo.
Bruno Dumont para empezar el día, miniserie remanente de la Quincena de los Realizadores de Cannes 2014 (tres horas veinte minutos en total) que afrontamos con muchas ganas. Dumont es ese tipo que hace de lo feo, de lo pútrido, de las miasmas, la clave de bóveda en torno a la cual edifica su cine. Malas hierbas y aguas estancadas, decrepitud física y moral, dentaduras podridas, intestinos y primos subnormales, cine de mierda en su acepción más literal y absolutamente no peyorativa. El caso es que en P’tit Quinquin el presunto objetivo es la risa, al menos el film se autodefine como comedia, y sí, nos reímos con sus personajes herederos de Tati y del humor absurdo, con sus intenciones (bien conseguidas) de satirizar los microcosmos de las series detectivescas, pero la verdadera conexión llega cuando la sonrisa queda congelada por el peso de la degeneración, de las afecciones endogámicas, cuando somos conscientes que quizás ese pequeño orbe (de nuevo en Dumont formado por una aldea normanda) es como todo su continente: corrupto, inútil, lleno de taras y, aun así, obsesionado por constituirse como un bunker, por preservar sus degeneradas esencias. En definitiva, cuanto más se ríe uno con la película, menos graciosa la encuentra y eso no es malo, o al menos no lo es cuando parece obvio que ésa era, exactamente, la intención del autor. Cine de mierda, sí, pero gran cine de mierda.
Con la segunda película de la jornada inaugurábamos paso por la sección de Nuevos Directores. Vale, tenéis razón, su nombre es lo suficientemente explícito para no tener que explicarla más ampliamente. Hermes Paralluelo presentaba su segunda película tras el documental Yatasto que no hemos tenido la suerte que ver pero que tuvo una espléndida recepción festivalera en 2011-2012. Aquí, en No todo es vigilia, el realizador catalán explora ese espacio indeterminado, esa terra incognita entre el reportaje y el drama para hablar sobre otro espacio en blanco, ése que separa la vejez de la muerte. Hay bastantes cosas extraordinarias en el film, primero su habilidad para fingir planos fijos, pequeñas tomas dotadas de un movimiento apenas perceptible y que, en todo caso, sirven únicamente para encuadrar a sus personajes. Paralluelo sólo abandona a su matrimonio protagonista en sendos travellings de habitación a habitación cuya existencia (la de los planos) está justificada por la propia lógica narrativa de la película. Incluso en estos momentos de acción (?) el movimiento es tan pausado que podríamos estar asistiendo a un plano subjetivo, como si los achaques de Antonio y Felisa se hubieran trasladado a la cámara que los retrata.
Así pues, y esto es lo que más nos llama la atención de la cinta, nuestros dos ancianos héroes no son sólo los protagonistas absolutos de la narración sino que su importancia trasciende y contamina la forma elegida para contar ésta: iluminación casi exclusivamente natural (el trabajo de Julián Elizalde, el hombre a cargo de la fotografía, es sensacional), sonidos únicamente diegéticos, etc. En fin, que la palabra es coherencia y no crean que esto es algo frecuente en el cine actual, o al menos no hasta sus últimas consecuencias. En definitiva, una fantástica sorpresa y un nombre a apuntar.
Con independencia de que exista mayor o menor facilidad para admitirlo, en España sentimos cierto complejo arrastrado en el tiempo con los productos de «producción cuidada», permítanme usar la denominación tópica para definirlo. Así, cada vez que se estrena un Lo imposible o un El niño, escuchamos los algo sonrojantes comentarios de «no parece española» lo cual es, según parece (habría que preguntar al que los usa), el mayor de los halagos. Bien, pues de esto va La isla mínima, de «producciones cuidadas» (que lo es y mucho), pero también de complejos residentes en la memoria, de lo que nos avergüenza de este país. La película puede resultar así una especie de exorcismo, un producto remachado con hechuras de lujo postmoderno sobre la España más oscura, aquélla del periodo en que Suárez sentía las (reales) marismas (de las geográficas y de las que no) licuarse bajo sus pies, de la Andalucía de cortijos y aparceros, de apóstoles del franquismo reconvertidos en demócratas de primera hora, esa España aparentemente fenecida (o eso nos cuentan) en la fallida operación del 23-F. Afortunadamente este sustrato argumental deja algo de poso a un film, que, sin él no dejaría de ser un atractivo regalo carente de alma y profundidad.
Ya ven que la jornada tuvo su este de pintxo y su aquél de Mcdonalds, su deje de artesanía y su toque de producto manufacturado, un poco como Donostia, sí, de eso trata la cosa.
Hola martin, me alegra que te haya gustado "no todo es vigilia" sólo quería hacerte dos puntualizaciones pequeñas: una, que el director de fotografía no es Ezequiel Salinas (que si lo fue en Yatasto) sino que fue Julián Elizalde. Además que la fotografía no fue exclusivamente con luz natural. Por cierto, Hermes es catalán, de Mongat, aunque ha vivido en Argentina.
Muchas gracias Iván, entonces me parece que tiene mucho más mérito que lo parezca (lo de la iluminación). Apunto lo de Julián (creo que lo consulté en IMDB)