El PIFFF, la estética en el horror y chapeau! a Peter Strickland.
Dos películas a competición en el Paris International Fantastic Film Festival (PIFFF) en la segunda fase del festival han reabierto un interesante debate sobre el balance estética-narrativa que muchas veces ahoga a ciertas películas de género. Por un lado, Alleluia (Fabrice Du Welz) se proyectaba hoy en su país de origen poco antes de su estreno, bien acolchada con relativo éxito de crítica y un director apreciado especialmente tras Calvaire. Hoy sabemos que también se presentaba con una importante campaña de marketing, que sin duda aprovecha una impecable cinematografía y ciertos riesgos en una película que sería capaz de inserir créditos explicativos para explicar parte de su trama, antes que intentar sugerirla.
Así lo parecen indicar en algún momento unos forzados diálogos o una elección de planos tan burda, que sin ninguna lubricación rompe y rasga sus elementos para llevarlos a extremos. Y eso duele, chirría constantemente. Cabe decir que se entrevé una cierta comodidad en un guion de tensiones servidas en bandeja, que explotan antes de ser olidas. Así empieza la relación amorosa de la que trata la cinta, cuyo sentido común o cualquier pacto narrativo entre su propuesta y la audiencia se abandona a la mañana siguiente de su primera cita, cuando la pasión de Gloria (Lola Dueñas) por Michel (Laurent Lucas) es ya enteramente irracional y absoluta. Al confiar todo el peso narrativo a este detalle, Du Welz le hace en realidad la peor de las jugarretas a una entregada Lola Dueñas, que igual que su personaje, sigue a su director a tientas.
Por el camino, el espectador tiene elementos para no aburrirse. Esta pareja que se dedica a matar a gente tiene un guion con el que cumplir, pese al mínimo esfuerzo de empatía en su base. Como mencionábamos, la propuesta estética de Alleluia es sin duda relevante: está la hoguera, y los protagonistas bailando alrededor, las luces azules de la noche enigmática en la que Gloria da su paso de no retorno, y está la sangre, muy bien colocada, muy bien dosificada. Ahora bien, el imposible vínculo con la película hace sólo posible una satisfacción en determinados fotogramas, o en alguna pequeña secuencia. Seguir el hilo que los une es un ejercicio terriblemente banal, que hace que “aleluya” sea la palabra idónea cuando aparecen los títulos de crédito.
Y quizá será porque ayer, sólo un día antes, la magia de Peter Strickland aterrizaba en París –o quizá será porque todo lo dicho ocurre–, pero lo cierto es que The Duke of Burgundy aterrizó en París. Pasados dos años tras Berberian Sound Studio, al director británico le ha interesado ahora ahondar en el ámbito narrativo, aunque de nuevo apostando por una nueva película-experiencia, absoluta base de la anterior. El resultado no sale mal parado, aunque es quizá ese ejercicio de guion el pequeño escollo en una película deliciosa, punzantemente bella, con una atmósfera que ya tras los hermosos créditos de entrada nos abraza y no nos suelta durante toda la película. Sonido e imagen, como en una caleidoscópica función, se funden inyectando sentido, estética y luz en toda la sala. Parecía el clímax del PIFFF.
Sin perder de vista el equilibrio estética-narrativa, la historia de Strickland muy bien se adapta al mundo que habita, una relación sadomasoquista entre una científica (Sidse Babett Knudsen) y su joven admiradora (Chiara D’Anna), que bien merece que exista un equipo de vestuario… y lencería. La sensualidad de este intenso tándem está presente en todos los ámbitos de la cinta –todo lo guía y todo lo inspira–, enteramente femenina, ya que Strickland prefiere colocar antes a maniquíes que dar cabida a cualquier figura masculina. Unas soberbias interpretaciones mantienen esta historia verosímil pese a la falta de contexto temporal o espacial, especialmente gracias a la humanidad que infringe Babett Knudsen en una especie de fábula suspendida en algún remoto pasaje de la mente de Strickland, donde millares de mariposas disecadas aluden a una belleza perdida –quizá jamás encontrada–, y que encuentran en el cine experimental de Stan Brakhage un espejo abstracto en el que proyectar las rutinas y los vaivenes de una pareja en crisis.
Porque si después de toda reflexión sobre la textura de The Duke of Burgundy hay algo interesante es viajar al centro de la película, a esa primera mariposa suspendida por un alfiler. Una mariposa bella y efímera, muerta y exhibida, como jamás es el gusano, que aparece grácil entre la tierra húmeda. Algo así es esta historia de amor, que habla de la fragilidad de la pasión, tan común como universal. Con unos diálogos que mantienen el buen equilibrio entre la lujuria y la narración, el guion se estanca desafortunadamente en la segunda parte, tras un primer acto potente que incluye un giro argumental sencillo y sin complejos. Se estanca porque, como al igual que sus protagonistas, Strickland parece no saber hacia dónde ir con su pequeña bestia, aunque parece dejarse conducir por ella en una escena climática que pese a alargarse, contiene la oniria y la sexualidad necesaria para estar a la altura de esta película, y constituir así un tercer acto más romántico de lo esperado, aunque todavía simbólico. Al igual que la película en general, este tercer acto falla en un morderse la cola innecesariamente y triunfa en algo tan inesperado como es sorprenderse. Menos orgásmica de lo que apuntaban las expectativas, la película es una experiencia que deja un poso de reflexión gracias a una trama sorprendente, que bascula hacia una idea universal del amor que habla de sacrificio, adaptación y dependencia.