Zéro de conduite
La educación de los jóvenes como fuente de conflicto ha sido un tema recurrente a lo largo de la historia del cine. No importa de qué década o cinematografía estemos hablando: a todas las sociedades les preocupa que sus hijos reciban una buena educación con la que puedan construir, en el futuro, un mundo mejor. Lo curioso del asunto es cómo ha cambiado el enfoque con el paso del tiempo: mientras en el clásico francés Cero en conducta (Jean Vigo, 1933) o en el paradigmático exponente del free cinema inglés If… (Lindsay Anderson, 1968) se ponía de relieve la necesidad de los jóvenes de rebelarse ante un sistema excesivamente opresivo y deshumanizador, películas de los últimos años −sirva de ejemplo el estupendo film de género Eden lake (James Watkins, 2008)− ponen el acento en la idea de que hemos aflojado tanto el lazo que las nuevas generaciones se han descarriado. Han sido tantos años de regímenes estrictos que, intentando buscar un modelo mejor, nos hemos pasado de la raya por el extremo contrario. Cabe señalar que, a pesar de las magníficas obras citadas, probablemente nunca se haya abordado el tema de una forma tan profunda, verosímil y poliédrica como en la cuarta temporada de la enormemente prestigiosa serie de HBO The wire, donde se analizaba el problema partiendo de la base y desde todos los ángulos posibles.
Precisamente uno de los actores más recordados de The wire, Aidan Gillen −que interpretaba en ella al ambicioso político Tommy Carcetti; y que actualmente es más conocido por su papel de Meñique en Juego de tronos−, es el protagonista de la película que nos ocupa. En ella, el director Simon Blake entremezcla el drama familiar de Tom Carver −a quien se le murió su único hijo un año atrás y que aún mantiene una relación cordial con su ex esposa− con el drama social de los adolescentes de los suburbios de Londres, quienes recurren a la formación de pandillas para encontrar entre sus semejantes la calidez que no encuentran en sus hogares. Con los recursos mínimos, una puesta en escena austera y una fotografía gris y apagada, el director crea una atmósfera depresiva, asfixiante, en consonancia con el estado de ánimo que parece embargar constantemente al protagonista de la función, que, no contento con tener una vida desastrosa, encuentra en el alcohol el mejor compañero para recorrer su particular espiral de autodestrucción.
Mientras que otras películas sobre padres que pierden a sus hijos se centran en el duelo de los personajes después de la tragedia – En la habitación (Todd Field, 2001) es un caso reciente-, Blake parece empeñado en convertir su historia en un thriller que, sustentado sobre el acoso de unos cuantos pandilleros al personaje de Carver, avanza torpemente a través de una intriga más bien endeble. Teniendo en cuenta que la pérdida de un hijo es un acontecimiento que genera una empatía automática en el espectador, pues pocos hechos podemos imaginar más dolorosos en la vida, uno se pregunta si realmente era necesario utilizar esos mecanismos que, lamentablemente, sitúan la película en un punto vacilante entre géneros sin que a la postre logre despuntar en ninguno de ellos.
Con todo, Still juega con algunos elementos de interés, como el anticipar con hechos aparentemente triviales −aunque capaces de generar inquietud en el espectador, a la manera de Haneke en Funny games con la escena de los huevos− el clima de tensión y la actitud hostil de los chavales hacia Carver. Aunque Blake sitúa las causas en un contexto sociocultural y familiar muy concreto, acierta al no ofrecer una respuesta unívoca sobre el origen del problema. A este respecto, resulta estremecedora la respuesta que el chico de 15 años le da a Carver cuando éste le pregunta por qué se han estado cebando con él: «¿Y por qué no?». El mal gratuito, el daño ajeno aleatorio como estímulo para seguir viviendo, es una idea que consigue provocar escalofríos y alguna interesante reflexión.
En definitiva, se trata de una película correcta en las formas, en la que destaca la entregada interpretación de Gillen como padre atormentado, pero que podría haber dado más de sí si se hubiera arriesgado a ir más lejos −el desenlace falla por excesivamente bienintencionado− y, sobre todo, si hubiera estado más interesada en explorar las zonas oscuras del alma humana que en la redención del protagonista. Still es una película a la que quizá le falte rabia y voz propia, pero se ve con agrado y pone sobre la mesa temas controvertidos que conviene tener siempre presentes.