23 de abril de 2024

Filmadrid 2016: Crónica 3

Amijima-Imagen

Ecuador de Filmadrid 2016.

La jornada del domingo mereció una atención especial en lo que a público se refiere. De manera excepcional abandonamos la sala 4 del cine Paz e invadimos la 2 en busca de un espacio que cumpliera las expectativas. El cine patrio todavía mueve masas en determinadas ocasiones, y esto pudo observarse en una proyección con aforo completo. La responsable fue la única película española a competición, Amijima (2016), de Jorge Suárez-Quiñones. La cinta es una bofetada acústica confeccionada para incomodar, objetivo que cumple desde el primer segundo de metraje. Toda innovación, transgresión, de los cánones cinematográficos se efectúa mayoritariamente desde lo visual, y es por ello por lo que el autor español propone un equilibrio entre imagen y sonido, a los que concede igual importancia. Rodada en un blanco y negro cortante y encuadrada a base de un sinfín de planos generalísimos –casi estampas paisajísticas en las que en algún momento, o no, aparece el personaje principal–, su planificación tan visceral está muy estudiada, y Quiñones no peca de gratuidad en ningún elemento de la puesta en escena. La apuesta por el sonido es estimulante por su valentía y su interés por romper los moldes. El problema llega cuando la ruptura es el fin, y no el medio para transportar su propuesta a una nueva dimensión. Este film relata una dolorosa historia de amor suicida, que el público siente de igual manera a través de un ensordecedor sonido que casi nunca cesa, pero no es otra cosa, no es nada más, no hay algo detrás de esta valiente idea formal. Más allá del manido debate de película buena o mala, lo cierto es que tras un inmenso trabajo técnico aparece una reflexión algo trivial acerca del uso de la puesta en escena.

Vita Brevis
Vita Brevis

Previa a esta película se había proyectado el mediometraje belga Vita brevis (2015). Aparte de la evidente y poco certera analogía que se podría establecer entre dos obras filmadas en blanco y negro, ambas funcionan muy bien en tándem, pues son homólogas en su esencia, a pesar de las enormes diferencias que las separan. Esta propuesta está filmada con movimientos de cámara fluidos y reposados, con un trabajo de fotografía que persigue la apabullante hermosura de la naturaleza, y en ella el sonido es un acompañante, no un protagonista, que aporta la guinda a unas vacaciones en el estanque del Edén. Si bien la puesta en escena es opuesta, lo que las une es la manera de entenderla. Y es que se trata de otro ejemplo de puesta en escena por la puesta en escena, que en esta ocasión se traduce en la belleza por la belleza. En su vacío de palabras a la hora de filmar el ciclo de vida y muerte de la naturaleza, de cómo esta resiste a pesar de todo y de los contrastes y crueldades que la rodean, ante todo prevalece un trabajo de fotografía inmenso pero que, como ocurría en la laureada El renacido (Alejandro González Iñárritu, 2015) –todo el mundo pareció ver indiscutible su Oscar a la mejor fotografía, a pesar de competir contra un auténtico ejercicio artístico, y no técnico, como el de Carol (Todd Haynes, 2015) –, esconde pocos elementos narrativos o ideas visuales tras su despampanante atractivo, o lo que es lo mismo, se deja invadir por el efectismo.

Le Park
Le Park

La segunda sesión de la jornada fue otro pase doble, en este caso un corto y un largometraje. El primero lleva por título Le park (2015) y viene firmado por la directora marroquí Randa Maroufi. De fotografía más modesta que la de las proyecciones anteriores y filmada en color, esta obra de 14 minutos destaca por aquello que se echa en falta en las anteriores: una auténtica idea tras una puesta en escena elaborada. Se trata de un viaje a lo largo de un parque de atracciones abandonado, en el que se respira la carencia de vida. La cámara fluye con largos planos en gran angular y describe lo que ahí (no) acontece. De fondo, en off, suenan extractos de audio de noticias y conversaciones de jóvenes. Poco a poco se descubre que ha habido una censura de una serie de fotografías que han sido difundidas por redes sociales y en las que aparece un grupo de jóvenes actuando de manera impropia según las normas sociales.

De esta manera, la cineasta reconstruye la hipotética situación que se vivió en los momentos en los que tales fotos fueron sacadas. Para ello cuenta con un grupo de actores que posan inmóviles ante la cámara, lo que materializa el momento de la toma de las instantáneas. Con ello, la autora reivindica, por un lado, la libertad de expresión, de ahí que quiera guardar para la posteridad lo más cercano a las fotos en sí; por otro lado, pone de manifiesto la opresión de la sociedad marroquí. Y es que la inmovilidad de sus actores no es sólo una representación del estatismo inherente a las fotografías, sino una representación de la incapacidad para ser libre en ese país. Constreñidas, estas personas sólo encontrarán algo de espacio en el anonimato, como ocurre en un instante del film, en el que la cineasta aplica una franja pixelada a los ojos de uno de los jóvenes, el cual repentinamente y gracias a esto puede recuperar cierto movimiento, para perderlo en cuanto tal franja desaparece. De esta manera, una puesta en escena nada casual no se queda en la propia idea, sino que conduce a la cinta a un mar de hallazgos visuales que destacan por su lucidez creativa.

Short Stay
Short Stay

La última proyección del domingo fue la estadounidense Short Stay (2016). Rodada en las calles de Nueva Jersey con una película de grano grueso y en color, narra la vida de Mike, un inadaptado social que está en constante movimiento a ningún lugar. Con una mirada que podría recordar al cine de Jim Jarmusch, aunque con un tono más cercano a la comedia –más de sonrisa que de carcajada– que al existencialismo, Ted Fendt elabora un relato que trasciende con soltura el lugar común de las historias de nerds, personajes que actualmente están de moda en el audiovisual y a los que se les suele aplicar un aura de encumbramiento nostálgico. Este proyecto es lo suficientemente inteligente como para saltarse este paso y aboga por un retrato más crudo sobre un personaje que dista de ser entrañable. Mike es un ser que vive la vida en piloto automático, sin preocuparse por nada más que por sí mismo aunque tan perdido e infeliz como el que más. En sus actos no hay crueldad, pero tampoco el menor atisbo de empatía. El resultado es una construcción solvente, con momentos de brillantez en su capacidad para caer en lo patético, y aunque el conjunto no trascienda más allá del buen cine, su mejor acierto está en prescindir de ese tan habitual arco dramático que ciertos manuales de guion de cine estipulan y defienden como innegociables. Short Stay es un círculo, un pozo sin fondo, una habitación sin puerta.

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