19 de abril de 2024

Críticas: Silvio (y los otros)

La figura del poder.

La esencia de la Silvio (y los otros) de Paolo Sorrentino se podría resumir con dos momentos verdaderamente emblemáticos. El primero sería un corte de montaje que encadena un plano de los restos del camión de basura saltando por los aires con el de una lluvia de coloridas pastillas de MDMA. Ese gesto, que ejemplifica el tránsito instantáneo entre una Italia y su opuesta, es al mismo tiempo un guiño a la Zabriskie Point de Michelangelo Antonioni, y tanto el acto en sí como la referencia complican sobremanera la tarea de creer a Sorrentino cuando dice que su Loro ―título original de la versión del filme que se ha distribuido internacionalmente, que consta de una única parte en lugar de las dos originales― no es una película política. No es justo ―ni posible― reducir la política a situarse a favor o en contra de Silvio Berlusconi, que es a lo que se refiere el autor de este libérrimo e irregular acercamiento a la etapa más complicada de la carrera política del presidente de Mediaset. La equidistancia, como dejó bien claro el resultado de El reino ―la reciente película de Rodrigo Sorogoyen―, puede ser un arma de doble filo.

El segundo momento, fácilmente interpretable como la enésima confirmación del enorme ego del cineasta napolitano, se trata de un cara a cara que mantiene Silvio con un socio y amigo que podría no ser más que su propia conciencia ―un alter ego del personaje y del mismo director, que en su faceta artística tiene un toque berlusconiano―, pues ambos roles los interpreta un estupendo Toni Servillo. Es esta pomposidad, esta querencia por sí mismo que acostumbra a mostrar Sorrentino, lo que aleja a la película del fracaso al mismo tiempo que la acerca al ridículo y a la más pura vacuidad. Lo mejor ―la fuerza de los momentos musicales, la energía de las interpretaciones y el nervio del alocado y atractivo fresco de una personalidad inextricable― y lo peor ―desde alguna que otra metáfora muy burda, especialmente en el acercamiento a los más desfavorecidos de la sociedad, hasta unos excesos que conducen hacia una representación de la mujer repugnante a través de una cámara que supera con creces la misoginia de los ambientes que recorre la ficción― de Silvio (y los otros) está ahí como consecuencia de un estilo tan personal en los temas como en las formas, en un trabajo menos “mágico” y “especial” que La gran belleza pero probablemente más enigmático y autoconsciente.

El hilo argumental de la película es muy sencillo, y la división del relato en dos partes bien diferenciadas mediante un cambio narrativamente dramático del punto de vista es apropiada pese al recorte de más de cuarenta minutos de metraje sufrido. El primer segmento, de extensión mucho más breve que el segundo, muestra a esos otros que dan subtítulo al filme, y para ello sigue el ascenso imparable de Sergio Morra, un arribista de provincias que centra todos sus esfuerzos en llegar a conocer a Berlusconi ―es decir, invierte todos sus ahorros en reunir un arsenal de velinas y alquilar una mansión frente a la villa de Il Cavaliere para realizar extravagantes y videocliperas fiestas que logren captar su atención― para sacar provecho de sus contactos y dar el salto a la política comunitaria. El segundo acto da comienzo en el preciso instante en que sus caminos se cruzan, y el personaje interpretado por Servillo se adueña por completo de la película, que muy poco a poco va mutando en una crónica de la vida privada y sentimental de un sujeto por el cual el cineasta parece fascinado. No son pocos los momentos en los que el retrato del expresidente roza lo paródico, pero detrás de toda la farsa se adivina que su construcción de Lui (él) es mucho más agradecida que la de Loro (ellos, los otros), por lo que la traducción del título al castellano quizá no sea tan patética e inapropiada como creíamos.

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