28 de marzo de 2024

Críticas: Jojo Rabbit

El poder de la imaginación.

No hay freno; ni debe haberlo. Los límites del humor han sido objeto de debate en el mundo cultural de los últimos años, pero películas como Jojo Rabbit son la constatación del poder de lo políticamente incorrecto y de que es posible reírse de todo sin morir en el intento. Probablemente, la cinta de Taika Waititi levante algunas ampollas, pero ese será su mayor triunfo, más allá del Premio del Público en el Festival de Toronto y las seis nominaciones a los Oscar. La película es una divertidísima e inspirada comedia, aunque su fórmula se agote en ocasiones y cuya vertiente dramática no patina como presumiblemente podía augurarse en una historia de esta índole.

El objeto de la discordia aquí es la frivolización del nazismo y la encarnación de un Hitler autoparódico que se convierte en el amigo imaginario de Jojo Betzler, un niño alemán perteneciente a las juventudes del partido. Si de la realidad quieres huir, crea tu propio mundo. Como si fuera su ídolo de la música o su jugador de fútbol predilecto, Hitler es el faro que guía las peripecias de este pequeño, la infancia del cual ha sido secuestrada por el contexto bélico. De hecho, este führer ficticio emerge como la figura paterna ausente en la vida de Jojo, una vía de escape de la terrible realidad y un vehículo de confrontación constante con su madre. La manipulación de las masas del nacionalsocialismo del régimen de Hitler elevado a la máxima potencia en esta ensoñación tan inocente como terriblemente reveladora.

Precisamente, la relación de Jojo con su madre es lo mejor de la cinta, desarrollada a medio camino de la comedia inteligente que impregna el relato y el drama más íntimo fraguado en las lecciones de ella y las consecuencias de los actos de cada uno. Los encuentros y desencuentros entre ambos son la punta más afilada (y preocupante) de un relato que corría el riesgo de exprimir su vena sentimentaloide (niños, nazismo) cuando se presentaba como una comedia; es decir, caer en el juego manipulador de La vida es bella. Afortunadamente, no incide demasiado en ese terreno, incluso cuando toma ese sendero lo hace elegantemente, sin artificios habituales del cine de Hollywood. Por otro lado, la mayor flaqueza de Jojo Rabbit es la obviedad de su mensaje, la verbalización de todas sus metáforas y la reiteración constante de su mensaje, bien claro desde que uno lee las cinco líneas del argumento. En parte esto es aceptable al tratarse de una fábula infantil, pero los subrayados restan valúa al conjunto que podría haber sido mucho más redondo con menos megalomanía de Taika Waititi (se reserva el papel de Hitler y la peor escena del film para su mayor gloria) y más riesgo en su puesta en escena. Hay destellos de magna comedia, directa heredera de El gran dictador, pero la tónica general es más cercana una versión mejorada de El niño con el pijama de rayas pasada por el filtro del film citado de Benigni y aderezada con la notable música de Michael Giacchino.

Si Jojo Rabbit destaca en algún frente es en el interpretativo. Desde dos secundarios de lujo como Sam Rockwell y Rebel Wilson, que arrancan varias carcajadas, pasando por la luminosa Thomasin McKenzie, hasta la revelación de Roman Griffin Davis, un debut asombroso por la naturalidad y desparpajo que arroja a un personaje fácilmente catapultado al recuerdo (y corazón) del espectador. Sin olvidar a la estupenda Scarlett Johansson, nominada al Oscar por su rol, y que demuestra la versatilidad dramática de su talento y se reivindica como una gran actriz infravalorada. Este ha sido su año con el cierre de Vengadores: Endgame y sus trabajos en Jojo Rabbit e Historia de un matrimonio y ojalá se coronase con una de las dos estatuillas doradas a las que opta, aunque no vaya a cumplirse tal deseo de un servidor. Jojo Rabbit se disfruta mucho durante el visionado, aunque es cierto que deja poco poso y en unos días es fácilmente olvidable.

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