Los niños tienen el poder.
El poder de la supervivencia, ya sea en inhóspitos hogares de depravados sin rostro o en comunidades acomodadas donde los rostros, además de visibles, son verdes. También tienen el poder de aferrarse a la realidad y no terminar de marcharse cuando se llega a la edad adulta, o simplemente el de no estar nunca presentes. Porque los niños son los protagonistas de dos de las primeras jornadas de Terrormolins.
Era lunes y la Sección Oficial a Competición se ponía seria, íntima y un tanto dolorosa, por aquello de ponernos en la piel de otros. The Boy Behind the Door, debut en el largometraje de David Charbonier y Justin Powell se presentaba en pantalla luminosa, con dos niños jugando en un parque, una luz que iba a desaparecer pronto de nuestros ojos de una forma tajante, llena de dudas y ajena a cualquier esperanza, esa que perdemos, tal vez, porque nos cuesta meternos en la piel de Bobby, es demasiado valiente para su edad, demasiado ágil para nosotros, humildes espectadores aterrorizados por una posible realidad, aunque no sea tan difícil sentir como él. Bobby consigue huir, pero para que la historia gane peso, gira sobre sus pies y se acerca a ese lugar desde el que Kevin puede oírle para asegurarle que no le va a dejar solo. A partir de aquí todo es posible, los directores juegan la carta del adulto acechante desconocido, sin rostro, para apostarlo todo más adelante con la consabida sorpresa, pero también saben que las víctimas valientes son poderosas y más cuando son niños lo que tienen que sobrevivir a base de torpes e inseguros movimientos. Bobby se destapa como un prodigio ingenioso que sabe resolver cualquier imprevisto siempre y cuando el resultado sea su futura liberación. Una casa inmensa, una luz ahora tenue y muchas cerraduras son suficientes para sobrecogernos y convencernos de esa maldad ajena a demonios y fantasmas: el hombre siempre es el peor enemigo de sí mismo. Hay escenas elegantes y los niños capean el temporal en ocasiones con recursos inverosímiles para facilitar los pequeños heroísmos, lo que nos lleva a un final muy norteamericano, que en realidad no le sienta mal a la película. Incómoda y llena de suspense, no es casual que The Boy Behind the Door se haya llevado una mención especial a Mejor dirección, y como niño que todos querríamos tener como amigo, de ojos temblorosos y pulso firme, Lonnie Chavis (nuestro Bobby) ha sido premiado a Mejor actor.
Del corte clásico a la revolución. En Masking Threshold de Johannes Grenzfurthner no hay niños, pero es que no había espacio para ellos. Mejor película de la Sección Being Different —la noche prometía aunque todavía no lo sabíamos—, el director austriaco, que también escribe, se encarga del montaje y protagoniza —o al menos lo hacen sus brazos—, consigue un crescendo agotador y degenerativo para la mente. La suya y la nuestra, por supuesto. Un fallo de audición es el tema a desarrollar en la ardua investigación del protagonista, que tras encontrar vagas o nulas respuestas al motivo por el que tiene ese problema auditivo, decide tomar su tiempo y emplearlo, encerrado, para encontrar una verdad. Hasta aquí lo convencional, lo que se puede explicar y ser comprendido desde fuera, pero el film va mucho más allá. Del hombre conocemos, ciertamente, unos brazos y una voz, mientras baterías de imágenes se suceden al ritmo de la narración en off del joven, que pasan de explicativas a curiosas, para llevarnos a un terreno malsano y obsesivo, una consecución acosadora de estímulos en la que empezamos a sentir las punzadas de su oído de un modo sugestivo. Es una película difícil, cuesta seguirle el ritmo y conectar todo lo que sucede, es muy atrevida e innegablemente personal, porque aunque no sea nueva su intención de utilizar imágenes encadenadas que explicitan lo narrado (Chris Marker siempre en nuestros corazones), sí lo es su forma de torturar la mente de su personaje principal hasta llevar el interés a la obsesión, y de ahí al más puro caos. Este se desarrolla en un último acto rápido, crudo y explosivo que da una extraña sensación de alivio, pues el zumbido cesa, el mundo se silencia y la mente, la mía en particular, puede al fin descansar.
El martes emergía también con el colegueo, en esta ocasión de dos hermanos que se necesitan para sobrevivir al presente, tan inhóspito sea cual sea la edad a la que leas esto. When I Consume You de Perry Blackshear nos presenta a una Daphne fuerte y a un Wilson, su hermano, enamorado de su compañía, aferrado a su presencia. Juntos subsisten en este mundo a su manera, hasta que algo rompe esa delicada estabilidad y se evidencian dos palabras difíciles de digerir: el miedo y la soledad. El personaje de Evan Dumouchel (presente en toda la filmografía del director) es un perdedor nato, que cuando todo lo que le sostenía desaparece, encuentra una fuerte motivación por la que seguir adelante. Es lo que le hace tan atractivo, adictivo quizá, seguirle en una historia que no para de cambiar su rumbo, que intenta confundirnos a partir de un drama indie donde la venganza con tintes sobrenaturales se abre paso, alentando a aquellos que ya lo tienen todo perdido a golpear fuerte, transformando en algo físico aquello que arrastramos de niños, y que sigue angustiándonos como adultos imperfectos. Hay química entre sus protagonistas, que se consumen frente a la adversidad y que nos generan la necesidad de saber a dónde les llevará esta prueba de fuego. Es delicada y nocturna, capaz de rebuscar obcecadamente en el individuo solitario para dar forma al terror más mundano.
Como contrapunto, una comedia zombie para desintoxicar la noche. Sorprendentemente divertida y audaz a la hora de poner la guinda reivindicativa, la canadiense Brain Freeze de Julien Knafo explora terreno conocido con total soltura. Porque esto de ponerse social manipulando el mondo zombie es ya una constante entre los nuevos directores, pero el salseo (verde césped) de esta propuesta sabe punzar sin perder el humor en ningún momento. Volvemos a los niños héroes, con un preadolescente pegado a la pantalla del móvil y un bebé adorable siempre metido en líos; la otra parte es un guardia de seguridad preparacionista que no es capaz de hacer fuego sin un artilugio moderno. Juntos deben sobrevivir al capricho de los ricos que habitan en una elitista isla donde jugar al golf cualquier día del año. Zombies torpes y abusivos nos permiten disfrutar mientras se hilan gruesamente la distancias socioeconómicas y la incapacidad de actuación de los mandatarios en casos graves de crisis, incluso hay espacio para hablar de medios de comunicación demasiado partidistas e inmigración. Perfecto entretenimiento al que no le pesa su argumento para derramar sangre y vísceras en pleno desastre antinatural en un barrio de hiper-mega-ricos.